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Viendo lo que había hecho Jesús, creyeron en Él

Viendo lo que había hecho Jesús, creyeron en Él


Publicación:26-03-2023
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Si Jesús no hubiera resucitado de entre los muertos, nadie habría conservado y menos aún escrito su afirmación: «Yo soy la resurrección»

La resurrección de Lázaro, que leemos en la Eucaristía dominical en este Domingo V de Cuaresma, es calificada por todos como un «milagro». Pero el evangelista Juan, a este y a otros milagros que obró Jesús, los llama «signos». En efecto, cuando los Sumos Sacerdotes y fariseos recibieron noticia de este hecho dijeron: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos que siga así, todos creerán en Él» (Jn 11,47.48).

Los milagros de Jesús en el Evangelio de Juan adquieren el valor de «signos», porque llevan a creer no sólo que Él tiene poder de hacer milagros, sino a creer en su Persona, a creer en Él. El punto central del largo relato, al que todo apunta, es el diálogo de Jesús con Marta, la hermana de Lázaro, cuando éste llevaba ya cuatro días en el sepulcro, sobre todo, a la respuesta de Marta, cuando Jesús le pregunta: «¿Crees esto?»: «Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». La actuación de Jesús en la resurrección de Lázaro debe conducirnos a esta verdad de fe.

Marta saluda a Jesús diciendole: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Ella expresa su fe en que Jesús podía haber sanado a Lázaro de su enfermedad, según el mensaje que las hermanas mandaron a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo». Jesús ya había dicho a sus discípulos: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarlo». Y, después de aclarar: «Lázaro ha muerto», agrega: «Me alegro por ustedes de no haber estado allí, para que ustedes crean». Para que crea también Marta, a quien Jesús responde: «Tu hermano resucitará». Y aclara: «Yo soy la resurrección». Jesús había ya dicho: «En verdad, en verdad les digo: el que cree, tiene vida eterna» (Jn 6,47). Ahora explica esas palabras: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre». La fe en Cristo concede una participación en la vida divina que no cesa con la muerte corporal. Y esta misma muerte corporal no será para siempre, sino sólo hasta la resurrección final: «Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,40.54).

«Yo soy la resurrección». Jesús pondrá un signo de la verdad de esa declaración resucitando a Lázaro, no en la resurrección del último día, como ya creía Marta, sino en ese mismo día. Y lo hace orando en presencia de todos: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado». Lo hace así, como Él mismo explica: «Para que estos que me rodean crean que Tú me has enviado», es decir, crean que Él es el Hijo de Dios y que Dios, su Padre, lo ha enviado. Se vería también confirmada la fe de Marta, que había vacilado, cuando Jesús ordenó remover la piedra del sepulcro.

Jesús, entonces, ante la entrada del sepulcro, una vez que han quitado la piedra que lo cubría, gritó a gran voz: «"¡Lázaro, sal fuera!". Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas, y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dijo: "Desatenlo y dejenlo andar"». Quedó cumplido lo que acababa de decir a Marta: «Tu hermano resucitará», ahora. La conclusión de todo el relato es siempre la fe: «Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho Jesús, creyeron en Él».

Este fue el último de los signos que hizo Jesús para que todos creyeran en Él. Pero faltaba todavía uno, el definitivo, el que da validez a todo: su propia resurrección de entre los muertos al tercer día. Si Jesús no hubiera resucitado de entre los muertos, nadie habría conservado y menos aún escrito su afirmación: «Yo soy la resurrección». Y lo mismo se puede decir de toda su enseñanza. Respecto de toda su enseñanza se puede decir: «Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn 2,22). Y las conservaron para nosotros de manera que todos creamos.

El relato de la resurrección de Lázaro se lee en el domingo en que los catecúmenos ya elegidos hacen el tercer escrutinio previo a la iniciación cristiana que harán en la próxima vigilia pascual. Por eso, también en este relato resuena la pregunta: «¿Crees esto?», que es propia del Bautismo, y en todos debe seguir la profesión de fe: «Sí Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo». Esta es la fe que en el Bautismo -en el caso de los catecúmenos, en toda la iniciación cristiana- nos concede la filiación divina y la vida eterna.

Hemos tratado de discernir el punto principal del signo impactante de la resurrección de Lázaro. Pero hay un punto particular llamativo en este relato. Es el amor que tiene Jesús por Lázaro. En efecto, las hermanas, en el mensaje que envían a Jesús, le dicen: «Aquel a quien Tú quieres (phileo), está enfermo», seguras de que esa información bastaba para que Jesús acudiera junto a su discípulo Lázaro. Jesús lo llama «amigo (philos)», cuando dice a los demás discípulos: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarlo». Sobre todo, el mismo evangelista observa: «Jesús amaba (agapao) a Marta, a su hermana y a Lázaro». Tanto amaba Jesús a Lázaro, que llora ante su tumba, al punto de que todos observan: «Vean ¡cómo lo quería!». Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Qué ocurrió después con este «discípulo amado» por Jesús a quien resucitó? Están dadas las condiciones para que «corriera la voz entre los hermanos de que este discípulo no moriría» (cf. Jn 21,23). Esto está dicho del «discípulo amado» y nos lleva, por tanto, a preguntarnos también si no será Lázaro el «discípulo amado». Este discípulo aparece en este Evangelio, solo a partir de la última cena, cuando Jesús está ya instalado en Jerusalén. En este caso, el autor anónimo de este Evangelio sería Lázaro (cf. Jn 21,24).

Lázaro vive en Betania que dista poco de Jerusalén (70 estadios = 13 km) y, con ocasión de su muerte, «muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano». Es, por tanto, influyente en la Ciudad Santa y puede entrar con libertad en la casa del Sumo Sacerdote y hacer entrar también a Pedro, cuando Jesús fue llevado allá (cf. Jn 18,15-16); puede estar al pie de la cruz de Jesús indisturbado (cf. Jn 19,26), mientras ninguno de los otros discípulos, que eran galileos, osaba hacerlo. Es cierto que la tradición, a partir del siglo II, ha identificado al anónimo «discípulo amado», que es el autor de este Evangelio, con el apóstol Juan, hijo de Zebedeo, hermano de Santiago. Pero estos rasgos no corresponden con un pescador del Lago de Galilea y hoy la identificación del «discípulo amado» es nuevamente discutida, hasta el punto de dar a esta discusión el nombre de «la cuestión joánica».

En todo caso, quienquiera que sea su autor, este Evangelio remonta a uno de los Apóstoles, que puede ser ciertamente Juan, hijo de Zebedeo; es Palabra de Dios, porque su autor escribió bajo inspiración del Espíritu Santo y, por tanto, es la parte más importante -uno de los cuatro Evangelios- del Canon de las Sagradas Escrituras. Es para nosotros «Palabra de vida eterna».

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles



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