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Disonancias de la vida

Disonancias de la vida


Publicación:06-02-2022
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La música sería por siempre mi vida, mi único amor y mi más grande pasión

Encuentros y huellas en la arena 

Olga de León G.

      

      Caminaban a la orilla de la playa. Y supe que la arena bajo sus pies descalzos se sentía como la caricia tibia de una alfombra moldeable y seductora, que se entrega a quien se atreve a tocarla, porque: así la sentí yo también. Y jamás se queda inmóvil, es cambiante y escurridiza. Era una noche al final de la primavera. La playa estaba desierta, parecía como si solo a ellos les perteneciera; y el mar, otros días bravío y enérgico, esa noche mecía sus olas al ritmo de vals o blues romántico: iban y venían con marcado ritmo y armonía casi celestial.

El concierto había terminado tarde. El teatro abarrotado, y toda la gente, emocionada, quería escuchar más: no dejaba de aplaudir, hasta que el director regresaba y pedía a sus dos solistas –de arpa y violín- que se pusieran en pie. Y el público enloquecía. Eran los primeros años de la tercera década del Siglo XX, el entonces aún joven arpista, ya lucía cabellera con hilos plata y algunas arrugas en las comisuras de sus labios, ojos y frente; frisaba su edad por los cuarenta -uno menos o dos más-. La violinista apasionada del Jazz y Blues, había adoptado al inicio de su nombre el apodo de Papa, en honor de otro grande de nombre John… Papa Jazmín era la mujer del momento del arpista más seductor y enamoradizo de esos tiempos.

Al día siguiente seguirían con la orquesta de gira, ahora por Europa; así que quisieron despedirse de las playas del Caribe, en particular, de esa en la que la arena había sido colada como harina, para beneplácito de los turistas y, esa noche, también de ambos artistas intérpretes de música clásica y su contraparte: jazz y blues, que caminaban con los pies descalzos a la orilla del mar.

Ninguno notó mi presencia, la sombra de la noche sin luna, apenas si un arito pequeño de un cuarto de ella, no lo permitía. Salí de aquel concierto enamorada del arpista, de sus manos y sus hilos plata en las sienes. Los seguí hasta el restaurante donde cenaron y luego a la playa. Allí mismo, me desenamoré. Era yo muy joven, aún adolescente, pero no tonta. Vi que ellos se amaban y nada ni nadie puede ir contra el amor, aunque sea pasajero. Menos una joven ingenua que solo había sido cautivada por la música, el ambiente y unas hábiles manos tocando las cuerdas.

Pero, la vida de cada uno tiene su propio ritmo y armonía, también sus contrapuntos y disonancias. Así fue como mi vida tomó un rumbo definido tras aquella noche en la playa. 

      La incipiente pianista apasionada de los clásicos, rompió los cánones familiares, y se fue por el mundo en busca de su felicidad y de alcanzar algún logro con otro instrumento que no fuera el piano.

El arpa la había cautivado, casi niña, y le llevó veinte años de estudio, práctica y conciertos, entender su experiencia y vivencia de aquella noche de teatro abarrotado -ella, parte del público-; y una noche de arena blanca y sedosa en el Caribe: escondida bajo las sombras de la noche sin luna.

La música sería por siempre mi vida, mi único amor y mi más grande pasión.

El telón cayó, se elevó y volvió a caer: dos veces antes del final: como la vida: que siempre nos anuncia cuando está por llegar a término, pero nos negamos a reconocerlo. Queremos más, queremos seguir viviendo. Nos aferramos a nuestros recuerdos y nuestros amores y creemos que con ello podemos engañar a la parca.

Qué tristeza, cuánto dolor se padece solo porque nadie nos enseña, o nosotros no aprendemos que el final, infaliblemente, un día habrá de llegar. Y, cuando toca a la puerta, no escuchamos o nos toma desprevenidos: ¿Habremos vivido lo suficiente para dejar huella? -nos preguntamos… ¿al menos, en la arena?, aunque las olas del mar las borren… ¡más pronto que tarde!

Pero las tuyas no; esas son indelebles: están cinceladas en mi mente y corazón.

Un pariente alejado de la familia

Carlos A. Ponzio de León

      Al empujar la puerta de vidrio del Starbucks, mi Padre y yo pudimos distinguir música a bajo volumen, con Lenny Kravitz: Are You Gonna Go My Way? Habíamos llegado quince minutos antes de la cita. Notamos que había varias mesas vacías, pero ninguna para más de dos personas. Caminamos a un rincón junto a una pared, con dos sillones individuales y jalamos un tercer asiento de madera de mesa contigua. Esperamos en silencio. Mi pierna derecha se movía ansiosamente de arriba a abajo y cada vez que escuchábamos ruido de la calle, volteábamos a mirar la puerta: De pronto entraba una pareja de treinta o un solitario caballero de sombrero de ala ancha, en los sesenta; luego una mujer demasiado delgada; u otra pelirroja… La gente salía con igual frecuencia. “¿Ordenamos, nosotros, de una vez?”, le pregunté a mi Padre. “Yo espero… para invitarle algo a Ligia”. “Podemos pedir otra cosa cuando ella llegue”. Mi Padre asintió. Dejamos los libros sobre la mesa: Un tratado sobre la Responsabilidad, editado ciento cincuenta años atrás en español, por editorial francesa, y un tomo gordo de economía inglesa con el que yo cargaba.

      No había fila frente a la caja: ordenamos café del día y té chai, ambos de tamaño venti. Notamos a una mujer llenita y baja de estatura que apareció detrás de nosotros. Nos sonrió tímidamente: “Hola”. ¡Mi Padre no la veía desde hacía treinta años!, siendo estudiante de la carrera de derecho. Él realizaba viajes esporádicos en autobús desde Monterrey a Ciudad Juárez para visitar a un tío, y en esas ocasiones encontraba a su prima Ligia que había viajado desde la Ciudad de México para la reunión familiar. Yo la conocía solo a través de Facebook: Rostro redondo, cabello largo y güero, bajita de estatura y ciertamente de complexión regular, más como mi padre la describía.

      Nos había dicho por teléfono que poseía una colección antiquísima de fotografías de la familia. Me interesaba sobre todo una del siglo XIX, en sepia más que blanco y negro: un antepasado posando junto a un arpa. ¿Quién era? ¿Efectivamente había un músico en la familia si rascábamos hasta el fondo, varias generaciones atrás? ¿Qué puestos musicales habría ocupado? ¿Trabajaría en alguna orquesta? ¿Había vivido en América o en Europa? Esa tarde de Starbucks… finalmente podría saberlo.

      Yo había leído que la forma Ponzio del apellido paterno en la familia era solo una de diversas variantes: La italiana. También puede encontrarse como “Pons” en Francia y “Ponce” en España. Y existen combinaciones y resistencias en Inglaterra, Alemania y Croacia. ¿Hasta dónde podía trazarse la raíz de la familia paterna? Creo que hasta el siglo X, pero nunca me había llamado la atención esa pregunta como este otro punto de una ascendencia de músicos en mi familia directa. A mi Padre solo le interesaba saludar a su prima Ligia personalmente, luego de tantos años de no verse.

      “La invitamos. ¿Qué quiere ordenar?”. “Ay, gracias. Pues yo siempre pido un Frapuccino venti con cinco cargas de café, dos bananas, tres fresas, galletas Oreo, chispas de chocolate y crema batida”. Me resistí a seguir cualquier tipo de pensamiento funesto y simplemente pagué la cuenta de trescientos pesos. Fuimos a sentarnos: los tres juntos.

      Mi padre habló de lo que había vivido durante esos treinta años. Los desarrollos familiares, los fallecimientos, el destino de los hermanos y sobrinos y, en algunos casos, los sobrinos nietos. Ligia escuchaba atenta. De pronto, pero solo ocasionalmente, bajaba su mirada: únicamente la dirección de sus ojos descendía, sin mover la cabeza que mantenía echada hacia adelante y con la que seguía escuchando a mi Padre. Entonces, por unos segundos, empujaba el pescuezo más hacia abajo para introducir el popote de su bebida en la boca y sorber de su café con las manos cruzadas aún, agarrando su enorme bolsa encima de las piernas.

      Mi curiosidad no cesaba: ¿Traía Ligia la colección de fotografías adentro de su bolsa? ¿Conocía el nombre de los retratados? Yo ya había escuchado pláticas, en las reuniones de carne asada con mis propios primos, sobre cómo iban saliendo cada vez más familiares Ponzio alrededor de todo el mundo, unos en el continente y otros más allá. De pronto noté que Ligia se desconectó de la plática. Miró tras el cristal de la ventana. “¿Cómo está su Mamá?”, le preguntó mi Padre. “Ella murió hace diez años”. “¡No me diga!” Y luego de unos segundos de silencio, dejé mi té sobre la mesa y le pregunté: “Disculpe, ¿usted se llama Ligia?”

      “¿Yo?”, dijo llevando su dedo índice al pecho. “¡No!”, concluyó rotundamente. “Disculpe. La confundimos”. Se levantó de la mesa sonriendo aliviada. Y con su bebida a medio acabar, fue a sentarse cómodamente a otro sillón, donde sacó un libro de su bolso y se puso a leer.



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