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Cuando el mundo se nos viene encima

Cuando el mundo se nos viene encima


Publicación:19-06-2022
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Al final, algo se aprende, incluso de esos tropezones

Ni lo uno es: uno; ni lo otro: otro

Carlos A. Ponzio de León

      

      Cuando llegué a Ghana, a los tres meses supe que en el norte del país había un campo de brujos. Preparé mis maletas y dejé el hotel en que planeaba vivir el resto de mis días: me vine a Gambaga. Pregunté por la Tindana principal, diciendo que era solo un turista. Al encontrarla, le comenté de mis planes. Me mostró el conjunto de cabañas donde brujas y magos vivían, y más atrás, pegado al bosque: la zona: el mercado donde los videntes leen el futuro, pasado y presente de quienes llegan a realizar consultas y hechicerías, o donde posan para tomarse una foto con los turistas que arriban en autobuses. Me encaminó al mercado y me dijo: Aquí es donde trabajaría usted. Cuando cumpla dos años, tendrá su propia choza. Le expliqué que lo mío no era la brujería tradicional, pero que venía de una región donde las serpientes vuelan y donde hacía muchos años, se ofrecían sacrificios para equilibrar el orden universal. La tierra donde ahora el espíritu tridente habla. Pero, le dije, “yo no hago hechicerías, ni soy vidente. Únicamente escribo poemas. Y mi visión está en el arte”. La Tindana se quedó en silencio, pensativa, para luego preguntar: “¿Vivaldi y Jazz?”. “Exacto”, le respondí, “El Bosco y otros más. Poetas; todo eso, cultura occidental”. “Ah, ah, ¿usted pinta?”. “También”. “Ah, ah”, dijo asintiendo una y otra vez. “Podemos admitirlo”.

      Una vez instalado en mi recinto, aprendí que cada vez que alguien llega a la zona para pedir una consulta o hechizo, la Tindana le da un recorrido al visitante por los tendajos. Le dice: “Este mago tiene un espectáculo visual y consulta con el dios Obatalá. Este otro, de la tienda roja, lee la baraja árabe y consulta con el dios Orunmila. Esta de aquí, emplea tres cadenas de oro sagradas y cuando recibe visitantes, les regala un costalito verde con semillas de palmera”. Y sobre mí, dice:

      “Este hombre me parece que no es mago, ni hechicero. Sino un pobre poeta que ni siquiera predice el futuro y, cuando lo intenta, ni por asomo lo hace con exactitud. Cita a ese científico Albert Einstein que dijo que Dios nos pone las cosas enfrente, a un metro de distancia, para que demos un paso: esforzándonos, porque Dios nunca nos da las cosas en la mano. Y se desgasta terriblemente cuando escribe sus poemas. Creo que sufre de eso que en Europa llaman ansiedad social. Se chivea. Les pide a sus clientes que le hagan preguntas claras, precisas, que impliquen una respuesta simple, un “sí”, o un “no”. Y no siempre la respuesta es ese “sí”, o “no”, sino que a veces no hay respuesta, pero como quiera deben pagar por la consulta. Y trabaja poco, porque de otra manera se vuelve loco. En fin, no se los recomiendo.”

      Así es que, sí, trabajo poco. Espero un día vivir de alguna pensión o salario que me deje vivir muy cómodamente, mientras dedico el tiempo suficiente para distraerme haciendo las cosas que más disfruto: la jardinería y el haikú. Mi meta siempre ha sido escribir cincuenta poemas al año, pero a veces no llego ni a la mitad. No me gusta tener visiones, son muy peligrosas. Ni me gusta preguntarles a los espíritus cosas complicadas. Obtener una respuesta es mortalmente desgastante. Prefiero quedarme en silencio por largos ratos, y escuchar lo que los espíritus desean hablar. Eso es mejor. A veces me obligan a levantarme del asiento sin razón alguna, o a salir de mi choza para tropezar con un tronco en la oscuridad. Pero eso es mejor que nada, creo yo.

      Al final, algo se aprende, incluso de esos tropezones. Me gustaría saber cómo convertirme en millonario, pero los espíritus no me dejan. Algo he aprendido a lo largo de estos veinticuatro años: Más vale no intentar ir en contra de ellos. Y tampoco es que yo haya elegido esta profesión. Yo no anduve buscando a los espíritus; sino que ellos, un día, comenzaron a hablarme. Y cuando me hago “pato”, fingiendo no escucharlos, encuentran la manera de torcerme el pescuezo, hasta que ahí estoy, intentando entenderlos. A veces, ni eso me lo ponen fácil, hablan cada dialecto… que tengo que ponerme a estudiar los lenguajes de las artes y las ciencias. Muchas cosas las aprendo de la web, porque no tengo dinero suficiente para comprar libros.

      En fin, vine a Ghana porque me dijeron que era la Tierra del Oro. Buen ascenso, pensé, viniendo de México, Tierra de la Plata. Pero es una falacia… porque no son sino abundancia: de pobreza; y la pobreza: sortilegio de venganza… 

    La vida no deja de amar…

     Olga de León G.

      Salí con calma sin decir a dónde iba. No quería asustar a nadie y necesitaba pensar muy bien mi determinación, aunque sabía que era ya una cosa sin vuelta de hoja. Buscaría un precipicio o subiría al edificio más alto que encontrara en el camino: uno de doce o trece pisos estaría bien: que me asegurara una muerte inmediata, nada de andar quedando para reparación y luego dando lata a la familia: No, esa no era la intención. Tampoco lo haría desde algún puente, porque si por desgracia llegaba a pasar en ese instante un auto: ¡y, además, descapotado!, sobreviviría… No un puente no me serviría.

      Para ese instante, ya iba yo manejando a baja velocidad mi cochecito viejo, casi de colección (quizás en unos 5 años más). Nada le fallaba y poco me exigía para circular por la ciudad. Ahora sé, que no sabía a dónde dirigirme. 

      Pero, iba convencida solo de una cosa, a casa, no regresaría. Ya no podía respirar allí y las llagas en el corazón y la piel no bien empezaban a cerrar, cuando de pronto: los latigazos que no sé de dónde salían caían sobre mi cuerpo y alma y me tumbaban al suelo. Hubo días que permanecí así tumbada, porque no podía levantarme: el dolor en la región lumbar y en las piernas era insoportable. Otras, por miedo a que los latigazos estuvieran esperando a que me levantara… mejor me metía debajo de la cama, y allí me quedaba dormida varias horas.

      Repentinamente, manejando sobre el carril de baja velocidad, me asaltó una loca idea: ¿y, si tomaba la carretera, cualquiera, la primera que encontrara y me iba a otro país? Siempre cargaba en mi bolsa todas mis identificaciones, tarjetas de débito y de crédito, pasaporte y en él estaban también las visas para tres destinos: Estados Unidos, Canadá y Francia (Europa).

      Sí pensé, por allá hay edificios más altos y además está el océano de por medio, si quisiera ir a Europa o Asia. A mí nunca se me dificultó nada. Siempre había sido una frase descartada de mi vocabulario: “No puedo”.

      Mientras tanto, sin percatarme de ello, ya me había cambiado de carril e iba manejando a alta velocidad, aún dentro de mi país… Pero, ya no en la ciudad, hacía por lo menos tres horas que había salido de la Tierra del cabrito y las montañas… 

      La ansiedad comenzaba a controlarme. Un entusiasmo exagerado y mucha ventilación desde mis pulmones, me impulsaban a dar el siguiente paso: necesitaba irme lejos: fraguar mi muerte en otra parte desde donde nadie pudiera evitar que lograra traspasar las barreras del mundo de los vivos, al mundo de los inocentes, los que no saben lidiar con el maltrato ni la manipulación de los controladores, dominantes, ni enfermos. Los que ansían sentirse libres, vivos, autónomos y dueños de su tiempo, de su vigilia y su sueño.

      Me detuve al lado de la carretera a cargar gasolina al auto y revisar llantas, aceite y lo que se ocupara para seguir. ¡Hasta el fin del mundo!, si pudiera llegar. Sabía que la gasolina era mejor del otro lado y me faltaba poco para cruzar la frontera, pero preferí ser precavida.

      Retomé el camino y como ni hambre sentía, no me detuve en ningún restaurante para comer… Ya lo haría más tarde, si acaso seguía viva aún. Porque si me animaba a subir al primer edificio de más de doce pisos que viera de aquel lado, ya no me quedaría tiempo para comer. Y, ¿para qué?

      Ya el sol calentaba muy fuerte. Era justo una hora después del mediodía… Entonces, al fin filósofa, mujer pensante y escritora libre de ataduras, detuve mi cochecito orillándome y estacionándolo bajo un huisache, pues me asaltó una duda: ¿por qué nadie había llamado durante las cinco horas fuera de casa, a mi celular?

      Abrí la bolsa que llevaba junto a mí, y comencé a buscarlo. Esa bolsa era muy grande, por lo mismo me gustaba: podía echar en ella muchas cosas; pero ahora, prácticamente necesitaba zambullirme dentro, para encontrar mi celular.

      Vacié su contenido en el asiento del copiloto y examiné cosa por cosa. Nada. El celular no estaba. ¡Claro!, si lo dejé cargándole pila en la recámara.

      Giré el auto en ciento ochenta grados, y como cambié de dirección también de decisión: ¡hoy no moriría! Debía regresar por mi celular, sin él no me iría de este mundo. Amo la vida o ella me ama más a mí. No lo sé…Sé tan poco; o para decirlo con el griego: “solo sé que no sé nada” (Sócrates, y antes Confucio). 

      



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