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La estupefacta conmoción

La estupefacta conmoción


Publicación:22-09-2024
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Aquella madre, no hallaba consuelo en nada ni con nadie. Vivía de luto, aunque desde entonces vestía solo de blanco

Así es la vida

Olga de León G.

Todos, y con este concepto me refiero a cualquier persona en cualquier parte del mundo, algunas veces atravesamos situaciones difíciles o muy difíciles en lo económico, moral o en lo estrictamente personal: en nuestra salud física o emocional. Y, puede ser no solo en un aspecto, sino en más de uno. Y sabemos, o asumimos que eso es lo “normal”; entonces, solemos decir: así es la vida: Ces´t la vie.

Pero, qué se puede decir, cuando la vida se vuelve cotidianamente una tragedia. Hay historias increíbles, como la que ahora intento referir, sin hacer aspavientos ni exageraciones, tan solo contarla con el respeto que merecen los hechos y las personas involucradas.

Era la víspera de la cena de Año Nuevo, la familia de Pedro y Juan Pablo pasaban esa fecha, como la de Navidad, reunidos en su casa. A ella acudían tíos, primos y abuelitos (los que aún vivían). Elisa y Mario eran felices de conservar la tradición y mantener a sus hijos y familia reunidos. Los hijos varones aún eran muy jóvenes (15 y 16 años) para desear irse a otro lado. Sin embargo, comenzaban a dar muestra de que retenerlos uno o dos años más en casa, para las fiestas de invierno sería ya un milagro. 

Aunque no tenían novia, eran muy amigueros, todos querían estar con ellos, pues eran muy alegres, siempre positivos y no hacían problema de nada, por el contrario, eran grandes conciliadores, todo tenía algún arreglo o solución, “excepto la muerte”, solían decir… Y, lo sabían de primera mano, su hermanita menor había muerto hacía cuatro años (de once), tras sufrir por años de una tremenda enfermedad del riñón; para la que no encontraban donante compatible, por lo que su padre se ofreció y donó a su hija un riñón, cuando ella tenía solo nueve años, y sus hermanos once y doce, respectivamente: ¡cómo no hacerlo! La niña vivió dos años más, después del trasplante.

Desde entonces, ambos niños les dijeron a sus padres que ellos querrían donar todos sus órganos, si un día morían y aún no tenían legalmente edad para donar, porque fueran menores, que ellos lo hicieran… desconocían las leyes, pero su última voluntad debían cumplirla sus papás. La madre se estremeció de solo pensar en que ese día pudiera llegarles pronto. Los cuidaba mucho y con gran esmero. Por cualquier resfriado acudía con ellos al médico.

La vida continuó y todos eran felices, a pesar de la pérdida de Sandrita, su hermanita. Ese año, la familia había pasado muy contentos y recogidos en su hogar, Navidad; ahora se preparaban para la cena de fin de año. Los chicos nada habían dicho de pasarla en casa de algunos amigos, en donde se reuniría toda su camarilla de compañeros. Sabían que si lo anticipaban, su madre les diría que podían invitar a todos sus amigos a su casa pues era suficientemente grande y el patio muy amplio. Y, eso, justamente eso, era lo que ellos no querían. Anhelaban experimentar, una salida importante, como esa, fuera de casa.

Así que puestos de acuerdo con tres de sus primos, en un momento dado, les dijeron a sus padres que pasarían un rato con unos amigos, y que volverían para la cena (a pesar de que sabían que eso no podría ser así). Tras varios minutos de ruegos, sus papás accedieron, con la condición de que estarían de regreso, al menos diez minutos antes de la medianoche.

“Nos prestas tu auto, papá”, dijo el mayor, a unos meses de cumplir dieciocho años, y siendo quien ya tenía licencia.

Manejas despacio y con mucho cuidado, Pedro. Sí, ¡claro!, papá. Recuerda que son días en los que anda mucha gente alcoholizada y manejando muy mal.

La cena de aquel Fin de año, en esa casa, empezó con algo de retraso, en espera de la llegada de los dos hijos varones. No contestaban su celular. Y el padre pensó que intencionalmente lo habrían apagado. Pero, la madre con gran sobresalto en su pecho estaba atenta a la puerta principal, o a que alguien llamara para darles una fatal noticia. Y, así fue. De cinco jovencitos que viajaban en el mismo auto, solo sus hijos murieron, los tres primos salieron ilesos… Un choque contra un poste, realmente angosto, fue la causa física.

Aquella madre, no hallaba consuelo en nada ni con nadie. Vivía de luto, aunque desde entonces vestía solo de blanco.

Un día, estando en la iglesia, encontró ella a una de las enfermeras que atendieron la donación de órganos que hicieron sus hijos. La enfermera la reconoció y se le acercó para decirle: sus hijos son ángeles en la tierra. Si pudiera ver lo bien que se ven sus ojos en los dos hermanitos a quienes se les donaron. Y son jóvenes muy nobles y de gran corazón… La madre de Pedro y Juan Pablo solo esbozó una leve sonrisa y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Neumonía en silencio

Carlos A. Ponzio de León

Un amigo me dijo que Ramiro había fallecido. “Fueron complicaciones derivadas del Covid-19”. Estuvo dos semanas hospitalizado y se peló. Hubo otros temas que se agudizaron con su contagio del bicho de la pandemia. Habíamos alcanzado a platicar un año antes. Yo acababa de publicar mi Memoria “Héroe de Cien Batallas” y él la leyó, por recomendación de su hermana, quien había comprado mi texto y leído las quinientas páginas en dos semanas. “Habla muy bien de ti, deja recuerdos muy bonitos de la adolescencia contigo”, le dijo ella. Entonces Ramiro pensó que era tiempo de dejar de cargar con rencores.

Me marcó por ahí de las siete de la tarde. Yo viajaba en Metrobús, no sabía quién era y no alcanzaba a escuchar su voz con el ruido del transporte público. Cuando finalmente oí: “Habla Ramiro”, le pedí que me marcara en una hora, cuando llegara a mi departamento. No había mucho que explicar ante la evidencia sonora.

Marcó cuando yo ya estaba sentado en la barra de la cocina, en silencio y con una cerveza fría en la mano. Lo primero que me dijo fue: “Tenías razón… Tú y mi papá tenían toda la razón; la vieja no valía madres”. “Qué bueno que te distes cuenta”, le respondí, “estabas viviendo un infierno en esa relación”. “Es correcto, Carlitos”, me dijo, “pero ya me recuperé y recuperé a mi esposa”.

¿Qué había sucedido? Ramiro no era muy agraciado físicamente. Tampoco podría alguien calificarlo como feo, porque tenía varios atractivos, entre ellos su altura; pero no realizaba ejercicio y enloquecía con la cerveza. No obstante, a los treinta se consiguió una esposa bellísima, casi diez años menor. Una chica blanca como almendra de almidón, con un rostro que era un canto sagrado dedicado a Afrodita. El único pero que le ponía era que era mujer de rancho. Había estudiado hasta el bachillerato en su pueblo.

Su madre se dedicaba al comercio de vasijas: colocaba su puesto a la orilla de la carretera y alguna vez, Ramiro pasó en su camioneta lasciva por ahí y vio a la hija. Se detuvo a comprarle un recipiente a la madre. Hizo una costumbre el detenerse en su troca, cada fin de semana que iba para el rancho, a comprarle algo a la señora. Un día le externó a la vieja su interés en la hija. La madre lo ayudó y le tumbó, a la chica, el novio que traía. Comenzaron, Ramiro y la muchacha, a salir y finalmente se casaron. De blanco. Tuvieron críos.

Pero sus conversaciones no iban a ningún lado. Un día, cuando veían una caricatura con unicornios voladores, ella le dijo a él: “¡Qué lástima que esos animalitos ya se hayan extinguido!” Fue la gota que derramó el vaso. Ramiro comenzó a prestarle atención a la contadora de su empresa, quien llevaba semanas insinuándosele. Una mujer educada en la universidad y en el oficio del dinero… con mucha avaricia. 

Pasaban las horas enteras haciendo planes sobre cómo hacer prosperar el negocio de Ramiro. Así es que él acababa de encontrar una interlocutora que lo mantenía despierto toda la noche. No porque fuera una mujer físicamente agraciada; sino porque tenía todo lo demás que él necesitaba: astucia para lo monetario, además de la educación mínima para no decir torpezas que él pudiera detectar. Y le ofrecía algo más, en su imaginación, una satisfacción: sentía que a la contadora no la había comprado, como sí había comprado a su esposa. Ramiro se equivocaba. Él había comprado a su suegra y a la amante; pero no a su esposa.

Luego de un año de romance y de ver que Ramiro no tomaba finalmente la decisión de separarse de su mujer para casarse con ella, la contadora le dijo por teléfono: “me caso la próxima semana”. Así se enteró de que la amante no le había sido fiel nunca, sino que desde un principio había conseguido un novio que trabajaba a mil kilómetros de distancia. Ramiro me marcó al celular: “Tiene tal puesto. Dime, Carlitos, ¿cuánto gana ese cabrón?”

No pude hacerle ver que el tema no era el dinero. 

Obsesionado y para demostrarle a la amante que estaba dispuesto a todo para detener la boda, Ramiro abandonó el hogar para ir a instalarse en un hotel. Su padre le dijo: “Si a ti te pusieran un plato con un bistec de carne y otro con mierda, agarras el de mierda”. Y se lo repitió en un viaje que hicieron por carretera, cuando el hijo quería hacerle ver a su padre que la disyuntiva en la que se encontraba era: amor puro.

Ramiro no murió sin que nos reconciliáramos y pudiera ver la verdad que siempre llega: con el silencio.

 

 



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