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Las erratas son humanas o los humanos somos erratas

Las erratas son humanas o los humanos somos erratas


Publicación:24-09-2024
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Las erratas nos demuestran que nuestra escritura está viva, que se mueve, se desplaza y se repliega a cada trazo

¿Podemos soñar con la creación y publicación del texto perfecto, inmaculado, libre de erratas? La existencia de esta equivocación material acompaña todo el desarrollo de la cultura impresa, pero ni siquiera los manuscritos antiguos (reproducidos a través de la copia manual) se salvan de fallas y equivocaciones. En la edad media se atribuían las erratas al demonio Tutivillus (o Titivillus, porque hasta para fijar su nombre era escurridizo). Tutivillus sobrevivió a pestes, a caídas de imperios y a los nuevos descubrimientos geográficos; y seguramente viajó de polizonte en algún galeón al nuevo mundo, y de ahí saltó de manera furtiva a cuanto territorio fuera “descubierto” y colonizado. Cuántos documentos oficiales (actas, oficios, tratados), cuántas cartas de amor, cuántas obras literarias padecieron sus travesuras. Hablo en tiempo pasado y me equivoco: las erratas no se han ido.  La era digital ha significado un cambio en su vida, pero no su desaparición, incluso ahora se han añadido nuevos aliados como el autocorrector y los algoritmos. 

Escribir significa aventurarse: recorrer el largo camino que va del pensamiento a la obra. Nunca es registro fiel, sino trasformación incesante. Lo mismo sucede con el acto de publicar: no es un cierre, sino la apertura hacia múltiples lecturas. Y en ese camino se ganan y se pierden cosas. Los errores pueden ser propios o ajenos, poco importa, al final: se funden en las líneas de los textos; algunos pueden ser detectados corregidos (en el pasado se recurría a la famosa “fe de erratas”; en el presente, se apela a la corrección del archivo en pantalla); otros permanecen escondidos por mucho tiempo, agazapados, esperando el mejor momento para saltar y empañar la lectura. Resulta curioso que pensemos en la tradición letrada como un conjunto de obras perfectas, y no como productos de azarosos y alambicados procedimientos. 

Dos antropólogos y poetas chilenos, Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme, se dieron a la tarea de rastrear y describir la historia cultural de estos fallos escriturales, el resultado fue el ensayo El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia. El título alude a un famoso verso de Pablo Neruda (“Como poeta panadero / preparo el fuego, la harina, / la levadura, el corazón, / y me complico hasta los codos, / amasando la luz del horno, / el agua verde del idioma, / para que el pan que me sucede / se venda en la panadería…”), incluido en su poemario Fin de mundo (1969), y cuya errata sintió como un mordisco en el alma: “En mi nombrado libro me atacó un erratón bastante sanguinario. Donde digo el agua verde del idioma la máquina se descompuso y apareció el agua verde del idiota”. Para el poeta chileno las erratas eran caries en los renglones “y duelen en profundidad cuando los versos toman el aire frío de la publicación”. 

La premisa de El agua verde del idiota…, tomada de los trabajos precursores de Roger Chartier, es que la cultura escrita ha estado marcada, desde sus inicios, por el temor, y éste ha sido tripartita y lo podríamos resumir así: miedo al olvido; resquemor ante el exceso de producción textual y pavor ante la corrupción del texto. Los autores establecen una tipología de estos gazapos, pues pueden darse por adición, omisión, transmutación o sustitución, y su naturaleza puede ser de orden tipográfico, de puntuación o de índole gramatical.  El repertorio, como podemos observar, es amplio y nutrido. ¿Debemos, por tanto, renunciar a la revisión? De ninguna manera, la errata es necesaria para no bajar la guardia y mantener vivo nuestro oficio: “Como nos ha enseñado la biología, una errata en la replicación del código genético es la que posibilita la variación entre miembros de una especie, y debido a esa diferenciación, la especie en su conjunto es capaz de adaptarse y sobrevivir”, sostienen González y Araya.

Las erratas nos demuestran que nuestra escritura está viva, que se mueve, se desplaza y se repliega a cada trazo, y en la hora actual nos recuerda que, por fortuna, aún no nos hemos robotizado lo suficiente para presumir su extinción. 

 

 



« Víctor Barrera Enderle »