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Opinión Editorial


Murió el poeta


Publicación:03-06-2022
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Se fue Guillermo pero no se fue, aquí quedan sus libros

“No parece que la muerte, esa pálida cegadora que se complace en derribar las espigas más jóvenes y vigorosas con su golpe seco y fatal…”, decía el dolido poeta Pedro Garfias y parece decirlo ahora tras la muerte de uno de los mejores poetas del país, Guillermo Meléndez, cuyo ascenso a la vida superior ocurrió el sábado 28 de mayo por causas naturales. 

Originario de Galeana Nuevo León, Guillermo era abogado y trabajó en el IMSS a la vez que desarrollaba una fructífera carrera literaria que lo llevó a ser considerado el poeta más importante del estado. Poco después los sería del país. Su poesía teñida de alegría, de cultismos y lenguaje popular difería de los rollos abstractos y pasteurizados de la poesía enredada y ahumada tan de moda en estos días. Poesía huera. 

Guillermo construyó su propio lenguaje. Y su mundo poético. A la vez que mencionaba a Orfeo o las Ménades, escribía sobre la gorda mesera de la cantina, del pedigüeño en la avenida y de poetas de otros países y tiempos. Su cultura era tan amplia que recogía los aspectos más sórdidos y oscuros de la ciudad regia, tan hollada y tétrica. No se quedaba en las nubes ni en tiempos pasados.  

A la vez era un tipo afable, tranquilo, cauto puede decirse, que se hinchaba de alegría ante un buen platillo, sobre todo si era preparado por Raymundo Uviña, el orfebre medieval de la calle Escobedo, y con un buen tino. Desde luego, la cerveza era su bebida predilecta, aunque a decir verdad casi todas eran sus bebidas predilectas. Menos el agua, claro.

Y en las mesas de las cantinas hablaba y comunicaba de poesía con el también poeta, Eduardo Zambrano, de alturas célicas. Que si Nazim Hikmet, Adrienne Rich, Gottfried Benn, Abigael Bohórquez, Ramón Rodríguez, Ada Aharoni, Alejandra Vanessa. Y libros, libros. Lecturas, lecturas. El diálogo de los poetas es la comunicación de la vida. Y cultivó honda y larga amistad con la poeta María Belmonte y el dramaturgo Xavier Araiza. Era común verlos juntos, como una familia. 

      Escribe y se describe:

Ahí escribo: Me moriré en Monteruín con chipichipi

un día del cual ya tengo el olvido,

y mi lápiz patina en las manchas de manteca

que abrillantan mi papiro de estraza, y el rapto

a las tribulaciones de un poeta peruano se interrumpe

cuando un joven albañil que comparte la banca conmigo

me pregunta si yo también soy desempleado.

Se fue Guillermo pero no se fue, aquí quedan sus libros: Perdido mas no tan loco (1979), Jacinto enloquecido (1985), Cifra incierta (1989), Astillas de arce (1989), Diario del Sillayama (1993), La penúltima piel (1994), Inmundi (1995), Cuaderno de la nieve (2004), Circo romano (2007), El legajo de la noche (2008), Hiel: diario de un ruco (2011).   



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