Opinión Editorial
Campeonato Formus
Publicación:16-12-2025
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El triunfo importa, sí, pero importa más lo que enseña
Campeonato Formus.
Por José Luis Galván Hernández
Creo que un padre también juega los partidos que no ve. Lo confirmé hace algunos días, a mil kilómetros de distancia, mientras Gabriel —mi hijo de trece años— disputaba la final de futbol con su colegio, Formus.
A la misma hora, yo hablaba en un foro sobre economía y educación en Ciudad de México, tratando de ordenar con palabras un país que a veces parece un equipo sin entrenador. Entre estadísticas, realidades que duelen y presiones que llegan desde el país del norte, mi cabeza estaba en otra cancha: allá, donde el balón picaba sobre el pasto y mi hijo intentaba escribir su propia historia.
Me llegaron los primeros mensajes: Formus se adelanta. Andres y Raúl hacen dos goles iniciales. Mi hijo ahí, en la línea defensiva, respirando esa mezcla de nervios y orgullo que solo la final puede dar. Pero el fútbol —como México— nunca permite la calma por mucho tiempo. El equipo contrario les remonta. 3 a 2. Me llega el marcador en el brillo frío del celular y, por un instante, temo imaginar la cara de Gabriel, la sombra que dejan esos goles que duelen más que un regaño.
Pienso entonces en nuestro equipo al que le vamos mi hijo y yo: los Tigres levantándose de un 0 a 3 para instalarse en la gran final. Regularmente, en el fútbol se vive entre milagros y tropiezos. Regreso mi mente al foro y creo que, a pesar de las cifras negativas de nuestro crecimiento, México resurge. Somos una nación resiliente.
Y como si el fútbol quisiera darme una lección, llega otro mensaje: Empató Formus a unos minutos del final. Tony anota. El marcador, 3 a 3. No hay que rendirse. El destino decidirá, la suerte o las atajadas de Mau, el portero de Formus. Quiero saber de primera mano cada tiro, cada emoción, pero aún no llega Isa, mi esposa. Éramos dos fantasmas laborales intentando sostener la vida adulta mientras nuestros hijos sostenían la suya.
Lo que ahora cuento es un rompecabezas armado después: pedazos de narraciones de WhatsApp, la voz emocionada de Gabriel, los relatos cruzados de padres que sí estuvieron allí. Robar recuerdos: no hay oficio más tierno para un padre ausente. Entre esos mensajes encontré la confesión del entrenador, Jorge —que está en su primer temporada con los chicos—. Dijo que cuando llegó vio a unos pequeños desmotivados, dispersos; tres meses después estaban en la final.
Ya en la prueba mayor. Los penales. Esa frontera donde convergen el miedo y la esperanza, donde los niños crecen tres centímetros solo por atreverse. Anotaron unos, fallaron otros, Mau, el portero, detuvo un disparo que aún debe resonarle en los guantes.
Por fin logra entrar la llamada por medio de Iker, mi hijo mayor, pero contesta Gabriel. Escuché su respiración, agitada, hay muchos gritos, pero a pesar de eso oigo su voz: ¡Papá... ganamos! Ganamos el campeonato.
Y mientras leo esto, pienso que el fútbol infantil revela lo esencial: el triunfo importa, sí, pero importa más lo que enseña —disciplina, respeto, trabajo en equipo — esas virtudes que, si se vuelven costumbre, pueden también ayudarnos a remontar como país.
« José Luis Galván Hernández »



