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Hacen periodismo entre amenazas

Hacen periodismo entre amenazas
Reportear se convirtió en un oficio de peligro, sobre todo para aquellos que cubrían nota policiaca.

Publicación:22-08-2021
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La hostilidad contra reporteros no le es ajena a esta ciudad ni es particular de Julio Zubillaga

Ciudad de México.-Un hombre sale de su negocio que es una funeraria y encara a la fotorreportera. La cuestiona que por qué está tomando fotos en la calle. Ella, en un primer momento, no sabe cómo reaccionar hasta que el reportero interviene y aclara que ambos son periodistas.

"Ah, bueno —dice ceñudo el hombre moreno, corpulento, de unos 50 años, no del todo satisfecho—, pero van a tener problemas", todavía advierte.

El episodio sería intrascendente si no fuera porque Iguala es una ciudad donde siete periodistas han sido desplazados a causa de amenazas directas del crimen.

El último es Julio Zubillaga Ríos, director de El diario de la tarde, un tabloide vespertino que se especializa en nota roja. Antes, entre 2015 y 2018, a Julio le mataron a cinco repartidores y el 1 de agosto de 2020, a un reportero: Pablo Morrugares Parraguirre.

Este asesinato empeoró la situación de por sí crítica para la prensa en Iguala, desde que Pablo —también administrador de la página de Facebook PMNoticias— fuera amenazado de muerte y en 2016 sufriera un atentado del que se salvó, aun cuando en ese momento era resguardado por policías como parte de las medidas cautelares que había solicitado; a partir de ahí se desencadenó el acoso contra Julio.

Cinco días después del crimen balearon el taller donde imprimía El diario de la tarde; entonces optó por hacerlo sólo digital y recurrió al mecanismo de protección a periodistas. Pero el 4 de julio pasado los mismos policías que se encargaban de su seguridad irrumpieron en su vivienda en un acto que él denunció como allanamiento y exigió explicaciones al secretario de Seguridad Pública, David Portillo Menchaca, y al gobernador Héctor Astudillo.

Sólo recibió una disculpa y una excusa de que se había tratado de un error porque esa noche perseguían a un delincuente armado.

Julio está convencido de que iban por él y así lo hizo saber a colegas que denunciaron la agresión al presidente Andrés Manuel López Obrador en una protesta en Chilpancingo el 17 de julio, durante su gira de cuatro días por Guerrero.

Aún así no tuvo ninguna explicación convincente y decidió salir de la ciudad y renunciar a las medidas proporcionadas por el gobierno de Guerrero para acogerse al programa federal. Sigue en su exigencia de saber qué buscaban en su casa.

La hostilidad contra reporteros no le es ajena a esta ciudad ni es particular de Julio Zubillaga. Hay seis periodistas más que han salido por amenazas directas de la delincuencia. De un momento para acá en Iguala, donde una célula del crimen llamada La Bandera y otro grupo denominado Los Tlacos —aliado con exmiembros de Guerreros Unidos— se pelean el control.

Reportear se convirtió en un oficio de peligro, sobre todo para aquellos que cubrían nota policiaca. Natividad Ambrosio, Héctor Guerrero, Adriana Urbina, Alejandro Guerrero, Wendy Obispos y Jonathan Cuevas son los que ahora viven como desplazados. Y los que no se fueron han dejado de cubrir nota roja o dejaron de firmarla.

—Yo digo que hay tres tipos de reporteros en Iguala —dice Julio al teléfono desde un lugar que teme revelar—, los que han matado, los que salimos casi huyendo y los que se la siguen rifando.

—¿Tú eras de estos últimos?, ¿por qué tardaste en salir?

—Tal vez me confíe, aunque desde que tuve la certeza de que entraron a mi casa para matarme los mismos que estaban para cuidarme, no lo pensé dos veces.

—¿Qué pasó, por qué en tu contra? —se le pregunta.

—Cuando mataron a Pablo Morrugares yo asumí la exigencia de que se castigara a los culpables. Y desde ese tiempo me mandaban mensajes con advertencias: "Deja de armar bronca o te va a pasar lo mismo", por eso me acogí al mecanismo de protección. Resultó que fueron ellos los que allanaron mi casa.

La muerte sobre las calles

Una canción de rap de la Santa Grifa suena entre las calles polvosas de la periferia de Iguala: Hoy bailo con la muerte / 15 años / sólo era una adolescente / yo no me quería ir / yo no quería morir / ahora ya no puedo sonreír. La rola se llama "Bailando con la muerte" y parece la banda sonora de esta ciudad donde ocurren, en promedio, dos homicidios todos los días y donde al menos hay un desaparecido diario, según la organización Los otros desaparecidos.

En el centro las calles lucen llenas. Son las 10:30 de la mañana del lunes 19 de julio y los comederos y comercios atienden a una clientela despreocupada, como un día normal, como si esta fuera una ciudad tranquila. En el mercado y las centrales de autobuses la gente entra y sale, compra, come y viaja.

Pero algo ocurre sobre el asfalto sin que nadie parezca darse cuenta. Una violencia desatada que hasta julio 2020 cobró la vida de 162 hombres y mujeres, muchos de los cuales eran jóvenes, según un recuento periodístico; con un incremento de 164% de casos respecto al mismo periodo del año pasado, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

Dentro de ocho horas de este lunes 19, a las 6:15 de la tarde, esa violencia que ha colocado a Iguala en el lugar 27 de entre las 50 ciudades más violentas del país —según la misma fuente— dejará su enésima víctima.

Una secretaria del juzgado penal de la Fiscalía General del Estado de nombre Guillermina, de 45 años, será asesinada en la calle Ignacio Maya del centro de la ciudad.

—Cuando llegamos había apenas 60 policías, todos desarmados —dice el alcalde Antonio Jaimes Herrera, en entrevista en su oficina del Palacio Municipal, cuando se le pregunta qué pasa, por qué se han disparado tanto los asesinatos en su municipio.

—¿Ni siquiera un agente por cada mil habitantes?

—Sí, fíjate. Ahora la seguridad está a cargo de la Guardia Nacional y la policía del estado porque los municipales fueron enviados a capacitarse y hacer exámenes de confianza.

—Y todo parece seguir igual.

—Así es, de uno a dos asesinatos diarios. A eso digo dos cosas: que todos los asesinatos son dirigidos contra objetivos específicos, gente que de una u otra manera tienen problemas con los grupos delincuenciales, y lo otro es que la autoridad municipal sólo hace tarea de prevención…

—¿Y se hizo?

—Encontré una policía desmantelada, sin recursos, desmoralizada por lo que ocurrió con los muchachos de Ayotzinapa en 2014. Saben que la gente no les tiene confianza. Nosotros quisimos reactivarla y ellos recuperar la credibilidad, hace un año pudimos acreditarla; sólo que, sabe, aquí ya nadie quiere ser policía. Es una zona de alto riesgo. Y la gente me ha llegado a reclamar, y con toda razón, hay en la ciudad una atmósfera de miedo y angustia.

—Y las amenazas a la prensa, ¿por qué?

—No sé por qué. No le puedo decir otra cosa; aquí hasta sesionó la Coordinación General del Programa de Agravios a Periodistas y Defensores para analizar la situación. No se me invitó, así que no conocí a fondo el tema.

—¿Y usted cómo anda, es decir, con cuánta policía? Se conoció que intentaron matarlo...

—Eso es mentira, no sufrí nunca ningún atentado. Y no, no traigo ningún policía ni guardia conmigo. Mi secretario particular [un hombre mayor, que sale de una oficina contigua al despacho del alcalde que luce ya vacío, como de alguien que prepara una mudanza] es el único que me acompaña. ¿Verdad, abuelito? —le dice, y el hombre de lentes, pelo canoso, con una agenda en las manos, asienta con la cabeza mientras sonríe.

Desaparecen todos los días

Una que otra motocicleta y Urvan del servicio público pasan de vez en vez dejando atrás de sí una polvareda ardiente por el calor de 34 grados. Hasta esta periferia donde suena el rap de la Santa Grifa, entre callejuelas encrucijadas y sin pavimentar, están las instalaciones de Los otros desaparecidos, en medio de una zona donde parece que termina la ciudad y empieza otro lugar remoto y ajeno.

"Todos los días desaparece gente aquí", dice Joel Díaz, de 70 años; llevaba nueve buscando a su hijo hasta que lo encontró en una fosa clandestina en los montes de los alrededores.

Con don Joel está Adriana Bahena, una mujer de 45 años que no sabe si llamarse viuda porque desde hace 10 que desapareció su marido; no lo han hallado.

Ambos coordinan esta organización que nació dos años después de que en septiembre de 2014 desaparecieran a los 43 estudiantes de Ayotzinapa y empezara a visibilizarse una tragedia que en Iguala y en Guerrero tenía mucho tiempo ocurriendo.

"Tenemos un registro de al menos 500 desaparecidos —dice—, desde que nos constituimos en 2016. Desde 2019 hay 750 perfiles de desaparecidos en todo el estado. Esto es una calamidad. Se han hallado 220 restos [que están en el Servicio Médico Forense Federal de la Ciudad de México] y sólo 60 se han entregado a sus familias; en términos reales faltan por aparecer 440".

La entrevista transcurre en sus oficinas, a lado de un predio extenso cedido por el gobierno de Guerrero al que han llamado Ciudad Renacimiento.

En medio de un patio amplio, bardeado con malla ciclónica, hay un árbol frondoso de tamarindo que da sombra a una patrulla de la policía del estado que resguarda el lugar y a la coordinadora que goza de medidas cautelares.

—¿Tienen registros actuales?

—No. Es difícil; no tenemos tanta gente para hacer todo eso —asegura. Aunque de acuerdo con la Comisión Estatal de Búsqueda de Personas de la Fiscalía General del Estado, en el primer semestre del año han ocurrido 13 desapariciones en este municipio, de 175 en todo Guerrero.

—Todos los días desaparece gente —interviene don Joel.

Tiene un par de minutos que llegó de sus tareas, se quedó sentado hasta que Adriana lo presentó como el presidente de la asociación y como "el mejor buscador de fosas de todo México".

—La gente viene diario a reportar casos; muchos no lo denuncian. Hay mucha cifra negra —habla de nuevo Adriana—. Quisiéramos que la gente dejara de venir, no por otra cosa, sino porque eso indicaría que la situación está mejorando.

—¿Y no?

—Todo lo contrario. La fiscalía del estado no hace nada.



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