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Visiones policiacas y citadinas

Visiones policiacas y citadinas


Publicación:01-05-2021
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Afuera, la noche había dejado caer su manto azul obscuro cuajado de estrellas sobre una cama de nubes, que se movían emergiendo detrás de las montañas

¡Moderna desolación!

Olga de León G.

      Los zancudos revoloteaban en derredor de su cabeza, lo molestaban dejando que el efecto de su veneno se manifestara primero con una constante comezón en cuello, brazos y manos; luego aparecían las ronchas. A ratos se olvidaba de ellos.

Por fin, se levantó del sillón, fue al baño, y salió repelando con su mujer: ¡qué no aseas esta casa! Mira nada más cuántos zancudos entran y no se van, están muy a gusto entre tu mugre. En el cuartito, casi me dejan sin sangre.

Volvió a servirse otro jaibol y siguió platicando con su invitado: ¿quiere mejor un tequila, compadre? Parece que no le gusta el jaibol, ya se le derritieron los hielos y no le dio ni un traguito. Si quiere le sirvo otra bebida… Usted, nomás pida, compadre. Está usted en su casa, entre amigos y hay confianza. Yo se la tengo.

Bueno, pues como yo le iba diciendo… Ese día, no dormí de la emoción de saber que en la mañana iría a trabajar nuevamente, en la misma empresa y a la misma oficina. Lo habían recontratado, le dejaron recado con su mujer que se presentara al día siguiente a las ocho de la mañana. Él todavía estaba durmiendo, a las nueve de la mañana. Ella les había dicho una mentira para cubrirlo y no hacerlo ver mal. Les dijo que había ido a una entrevista de trabajo, muy temprano; pero, el hombre seguía y seguiría durmiendo en la recámara, hasta pasado el mediodía.

      Compadre, ¿me escucha? Y, el compadre ya no estaba allí, hacía más de diez horas que se había retirado; pero, el hombre no se dio cuenta o no quiso dársela. Así que siguió hablando como si realmente alguien más que él mismo, escuchara. 

      Pues sí, como le estaba diciendo… Ese día, después de casi ni pegar los ojos de la emoción y el nerviosismo, me levanté de la cama, me metí a la ducha y me dispuse a arreglarme. Mi vieja me preparó un buen almuerzo con harto chile, para curarme la cruda de varios días atrás.

      Asi que al día siguiente, llegué al trabajo diez minutos antes de las ocho, tomé el ascensor y bajé en el piso siete… siete de la suerte, pensé para mí. Cuando entré a las oficinas, de inmediato me percaté de que todo estaba muy cambiado, ya no existían los cubículos individuales, no había paredes, y sí muchas computadoras, una frente a cada pequeña mesa que luego me di cuenta eran lo que en otros tiempos habían sido los escritorios. 

      Pregunté al guardia, por el gerente. Señaló al fondo y hacia allá me encaminé. Cuando estuve frente a él, me di cuenta de que era un hombre muy joven, al que yo con solo cincuenta y cuatro años, casi le doblaba la edad; él no llegaba a los treinta.

      Pero, compadrito, no se ponga triste, que el mundo no se acaba todavía. Y, ustedes, niños, váyanse a su cuarto; dijo asomándose hacia el pasillo, de donde venían las voces… o, al patio, no anden por aquí haciendo ruidos. Volvió con su invitado o con quien charlaba. Asi es la vida, a usted ahora le sonríe o está a punto de sonreírle; y a mí se me escapa la alegría con cada sorbo que le doy a mi vaso.

      ¡Mujer!, prepáranos alguna botanita, quesos y jamón, de esos que tienes por allí al fondo de la hielera escondidos, “quesque” para el lonche de tus hijos. Ahora nosotros los necesitamos más que ellos… No quiero caerme de borracho frente a nuestra visita.

      Afuera, la noche había dejado caer su manto azul obscuro cuajado de estrellas sobre una cama de nubes, que se movían emergiendo detrás de las montañas. 

      En este caso, de montañas imaginarias que cobraban vida ante las alucinaciones del hombre que se soñaba e imaginaba hablando con alguien más sobre su desilusión, su tristeza y desamparo ontológico por la ausencia de sentido en su vida: vivo, sin haber sido contagiado, pero también sin trabajo.

      Los zancudos acabaron con todas sus dudas: sí, estaba vivo, seguía en la cama… y a lo mejor, ese día tendría un nuevo trabajo. 

      Salí de aquella casa con la cabeza inclinada hacia el suelo, así, mis lágrimas regarían las escasas plantitas silvestres que crecían entreveradas con el escaso pasto, a punto de desaparecer.

      Que haya un desempleado más… ¡qué importa al mundo!

El cansancio de las torretas

Carlos A. Ponzio de León

      Platicábamos sobre la tupida lluvia que caía esa noche. No habíamos presenciado tal desprendimiento del cielo, en meses. Llevaba mi placa acomodada sobre la camisa azul, cuidadosamente ubicada como diploma que se admira en la pared de una academia. En mi cinturón descansaban un par de esposas y mi pistola. La radio no emitía señal, ni voz lejana de su propia profundidad: la que suele estresarnos cuando estamos en servicio. Con las ventanas cerradas, el calor comenzaba a burbujear adquiriendo forma de sudor en mi frente. Decidí quitarme la gorra de faena y dejarla descansar sobre mis piernas, las cuales estiré, dado el cansancio que sentía. Mi asiento de piloto estaba separado del asiento del copiloto por un subfusil de 9 milímetros, que regularmente nunca desmontábamos de su lugar.

      Un momento de silencio nos dejó escuchar cómo la lluvia arreciaba su metralla de agua sobre el techo de la patrulla. De la radio vino un llamado para nosotros: Un asalto a una camioneta de valores que viajaba por carretera. Varios autos la hicieron volcar y con una bomba, al parecer bastante sofisticada, despedazaron el piso de la cajuela. Un solo sobreviviente. Los delincuentes viajaban en varios autos y en diversas direcciones. Uno de ellos estaba próximo a pasar por el tramo de autopista en el que nos encontrábamos estacionados. Apagamos las luces y esperamos atentos. Los segundos los podíamos medir en centésimas. Pasó un minuto eterno como la lluvia, cuando vimos que se acercaba el Toyota Prius oscuro que esperábamos. Mi compañero bajó del auto para echarle la luz de la linterna, encendiéndola y apagándola, para que se orillara. Mientras tanto, yo estacionaba nuestra patrulla en el carril izquierdo para iniciar la persecución. El delincuente llevó su auto al carril derecho y nos rebasó acelerando a ciento sesenta kilómetros por hora.

      Mi compañero subió a su puesto y emprendimos la carrera detrás del prófugo. Dimos aviso: “Apreciamos a una sola persona”, especificó mi compañero por el micrófono. “Debe ser el líder. Los otros sospechosos huyeron en camionetas rumbo a Hidalgo y Querétaro”, respondieron de la central. Aunque yo no era un novato conduciendo, sabía que la lluvia me dificultaría la maniobra. Estaba consciente de que nuestras vidas se pondrían en peligro, más allá de lo que es regular. Pero sería inexcusable perder al fugitivo en esa recta de veinte kilómetros, teniendo tres carriles de ida y tres de venida. Todo era cuestión de acercarnos poco a poco. Nuestra patrulla comenzó a temblar cuando alcancé los ciento ochenta kilómetros por hora.

      Cuando tuve el Prius a cien metros de distancia, mi compañero encendió la torreta. El fugitivo no respondió. Segundos más tarde y lentamente, se ubicó en el carril central, como si quisiera darnos oportunidad para rebasarlo por la derecha. Lo seguimos por dos minutos y mi compañero tomó el altavoz. “Prius oscuro, oríllate inmediatamente”. Mi compañero repitió la frase. Alcanzamos a notar que el conductor giró su espejo retrovisor para evitar la luz directa de la patrulla; pero no alteró su rumbo, ni la velocidad.

      Cuando avisamos por radio que lo seguíamos de cerca desde hacía unos minutos, la central reportó que un helicóptero estaba en camino y tres patrullas ya nos esperaban cinco kilómetros más adelante, justo pasando la siguiente gasolinera. Nos pidieron que no intentáramos detenerlo mediante maniobras especiales. “Manténgase a distancia”, nos dijo el capitán por radio, sin explicar por qué. A esa velocidad y circunstancias, un civil regularmente dejaría un espacio de casi ciento cincuenta metros entre autos, por seguridad; pero nosotros debíamos mantenernos a menos de setenta metros de distancia. 

      Cuando vimos la gasolinera a lo lejos, el prófugo inmediatamente cambió al carril izquierdo. Comenzó a descender su velocidad. Notamos las torretas encendidas de las patrullas más adelante. La maniobra del Prius fue rápida, bajó su velocidad aún más: a cincuenta kilómetros por hora en cuestión de diez segundos. Yo tuve que presionar los frenos precipitadamente en varias ocasiones, resbalando en el pavimento y controlando los movimientos de la patrulla de un lado al otro.

      Lo que siguió fue inaudito. El fugitivo entró en la gasolinera a veinte kilómetros por hora, cuando ya estaba a cien metros de encontrarse con el resto de las patrullas. Condujo hasta el fondo, más allá de las bombas, y se detuvo intempestivamente. Se abrió la puerta del conductor y lo primero que pudimos ver fueron unas piernas largas en medias. Una dama en tacones y minifalda descendió corriendo hasta una puerta azul: el baño de mujeres.

      Mi compañero y yo guardamos silencio. Nunca, en veinte años de servicio, habíamos cometido un error tan garrafal. Yo no quería voltear a ver a mi pareja, ni él a mí. Escuchamos cómo se acercaban las patrullas por el ruido intenso de las sirenas y la ceguera que producían sus luces. “¿Cómo vamos a explicar esto?”, me preguntó mi pareja. Yo sabía exactamente qué contestar, pero no esperaba tener qué decirlo: “Tendremos que contarlo tal como sucedió”, le respondí, “porque los hombres que se equivocan y no corrigen, siempre pueden cometer un error mayor”.



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