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Virtudes en palabras

Virtudes en palabras


Publicación:23-07-2023
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Si un día pensaras, mi hermosa nietecita, estudiar Leyes, no olvides quién fue tu abuelo y trata de seguir sus pasos

Prepárate, pero no respondas

Carlos A. Ponzio de León

El sol quemaba la piel como hielo, en pleno verano de 1902. Tomás se mecía ansiosamente en su mecedor de madera, en el porche de la casa, junto a una ventana y bajo la sombra del techo que era el segundo piso de su hogar. El calor de cuarenta y siete grados le resecaba la garganta. De pronto, el polvo se levantaba y el hombre estornudaba, sintiendo un calambre en la espalda que le tronaba los huesos de la columna vertebral. Era como si el trabajo en la granja lo estuviera enfermando. Pero eran los nervios lo que lo traían así. La lluvia se había convertido en la ausente más esperada del campo. Además, había días en los que los niños comenzaban a quedarse con hambre cuando se sentaban a la mesa. A sus veintiocho años, Tomás se ajustó el cinturón e hizo lo posible por comer menos. Pero las raciones de frijoles y tortillas, no solo las de él, sino las del niño mayor también, se iban empequeñeciendo, así como se aletargaba la llegada de la lluvia.

Los robos se fueron haciendo cada vez más frecuentes en el pueblo y por las noches se escuchaba el batir de pistolas y carabinas que defendían el ganado de la región. Un grupo de pecuarios fue a hablar con el alguacil para pedirle ayuda. Estaban desesperados y faltos de ideas: el hambre estaba a punto de convertirlos, a ellos también, en delincuentes. El comisario se comprometió a montar una guardia nocturna armada severamente.

Pero nada de eso le ayudaba a Tomás, quien perdió toda esperanza. Eso fue justo un día antes de recibir carta de Laredo, Texas. Volvió la esperanza. Tenía un lugar a dónde llegar por allá... y comida. Con un solo caballo, viudo y sin otra mujer, ni pariente, más que sus dos niños, uno de siete y el otro: un bebé en brazos: debía pensar rápido. Habló con una vecina que había sido un reguilete de amabilidades hacia él durante los últimos meses. Le dejaría encargado al bebé hasta acomodarse del otro lado de la frontera.

Pensó también en tramos de lo que podía soportar su caballo: de a cuarenta y cinco kilómetros por día, el viaje desde Santiago, Nuevo León, lo acabaría en seis o siete días. Dejó casa y plantío de naranja encargados con un amigo, y al bebé con doña Elvira. Partió un domingo al amanecer y llegó el siguiente sábado. Se incorporó al trabajo en los campos de cereales: arroz y trigo, dos días después.

El calor no cedía y eso, a Tomás le recordaba Santiago. No se le daba la oportunidad de retornar y los días se amontonaron en semanas y luego meses. Tres años pasaron para cuando tomó su caballo y solo, emprendió el viaje de vuelta por su niño a Santiago. En el camino pensaba que para cuando su hijo lo viera, él no sería su padre, sino un extraño que lo arrancaría de su madre, Elvira. ¿O le habría contado ella, al chamaco, que tenía un padre? Cruzó la capital siguiendo el curso de las vías del ferrocarril hasta que llegó a su pueblo. En Santiago notó las calles solitarias. Pasó por su hogar abandonado y se dirigió a donde Elvira. Lo que encontró fue una casa sin puertas, ni ventanas, viniéndose abajo. Buscó y buscó, pero entre los escurridizos habitantes no encontró alguien que le dijera para dónde se había ido Elvira. Pasó horas entresacándole palabras a quien encontraba hasta que le quedó claro que la mujer había huido sin dejar noticia.

Se fue a sentar al porche de lo que había sido su casa. Miró el plantío de árboles secos. Se vino entonces una brisa que bajaba de la sierra y se le salieron las lágrimas. Recordó entonces el pedazo de patio donde había escondido su revólver. Fue por él. Encontró la pala donde siempre. Enterró el metal con ayuda de una pisada y comenzó a escarbar, hasta que dio con la pistola. La tomó entre ambas manos, tumbándole el polvo a soplidos y decidió probarla ahí mismo, disparando contra un tronco situado diez metros en frente de él. El estallido hizo volar a los pájaros que descansaban en las ramas de los naranjos secos. La pistola estaba enterita. Caminó al porche como endiablado y encontró a dos niños jugando del otro lado de la calle. Le fluyeron las ganas de matar y se les acercó despacito, bufando espuma.

Al mirarles los ojos; dudó. "No tengo toda la información", pensó.

Ni sabía que diez años después, su hijo menor iría a Laredo a buscarlo y lo encontraría.

Los cuentos de los abuelos

Olga de León G.

"Cuéntame un cuento, abuelita...", así solían empezar los mejores cuentos familiares y orales del siglo pasado, y quizás de todos los tiempos. Hasta que alguno de esos afortunados niños que los disfrutaron, crecieron y se transformaron en sus divulgadores oficiales, al transformarse en escritores que se vistieron de abuelos o abuelas, según el caso de quien les dio forma de texto y libro impreso.

Cuánto me habría gustado tener una abuela o un abuelo, que nos contara a mis hermanos y a mi alguna historia fantástica o real bajo el oropel divino de la ficción de un bello cuento; o el aterrerado sonido del misterio y el miedo que los niños soportan siempre que alguien muy querido les refiere una historia con algo de pánico, como el acecho de un lobo que se disfraza de abuelita o una madrastra malévola que pretende envenenar a su bella hijastra...

No conocimos a nuestros abuelos. Pero, para nuestra fortuna, sí crecimos con la lectura y escucha de historias hermosas contadas por la hermana mayor de nuestro padre. Y, en ocasiones, de la viva vos e imaginación de nuestra madre, como también de cuentos clásicos que nuestro padre nos empezaba a leer y luego nos invitaba a terminarlos leyéndolos nosotros mismos. Los libros fueron en casa un suculento alimento para nuestro inquieto espíritu. Quizás no todos los hermanos leímos u hojeamos igual cantidad de libros, pero todos leímos sobre lo que más nos interesaba o llamaba nuestra atención.

"Cuéntame un cuento, abuelita", imagino que mi nietecita me pedirá un día que hoy parece lejano, pero mañana será demasiado pronto... Por eso, me preparo y anticipo.

Hoy inventaré un cuento que yo o alguien más le leerá a mi hermosa princesita nieta, llamada por su madre, mi hija: Alexia, cuando la ahora bebita cumpla dieciséis o diecisiete años, "la edad de la real y verdadera razón" y del registro efectivo y fiel de la memoria: la edad de la entrada a la madurez y a la universidad. Pues, aunque habrá otros para cuando cumpla cinco, seis o diez, este es para algo más tarde.

Sólo permíteme un paréntesis, para que dimensiones el tamaño del anhelo de un hombre, por ser abuelo:

Siendo aún joven, de no más de cuarenta y cinco años, se acercaba a los hijos explicando que anhelaba tener algún nieto, pero la vida se los reservaba para mucho más tarde. Y simple y llanamente, veía un nieto o nieta en los niños de otras parejas. Ahora, sí, viene el cuento: 

Hace muchos, muchos años, vivía en una gran metrópoli, un hombre valiente, el más valiente de todos cuantos vivían en esa Metrópoli, que a él le habría gustado yo llamara "Comarca". Era un defensor nato de la justicia y de los más humildes, desvalidos o menos afortunados desde su origen. Amaba a los niños, todos, niños y niñas, le gustaban mucho las pinturas con niños de personajes centrales, y más si eran pobres, estaban en harapos y comiendo sandía (obra clásica de la pintura realista). 

Cierta ocasión, se le presentó a ese hombre que fue tu abuelo, un hombre joven agobiado porque el banco le acababa de reclamar un adeudo estratosférico que con ellos había contraído para construir su hogar. La casa no estaba terminada, el hombre ya había recurrido a todas las casas de empeño y no completaba para pagarles lo que le pedían, y si no les pagaba perdería su hogar

El hombre joven halló al abogado platicando aquí y allá, hasta que un amigo le dijo que solo existía uno que podría ayudarlo y quizás ganarle la demanda al banco. Buscó al abogado y dio con tu Abue, Alexia. Fue un camino duro, un tanto largo, de mucha paciencia y mucho razonamiento, hasta que tu abuelito le ganó el pleito al banco y consiguió que el joven atribulado por la posible pérdida de su patrimonio se quedara con su casa.

Si un día pensaras, mi hermosa nietecita, estudiar Leyes, no olvides quién fue tu abuelo y trata de seguir sus pasos en la rectitud, honestidad, apego a la ley y defensa de los derechos de los desposeídos. Pero, ¡por supuesto!, tu estudiarás lo que te indiquen tu razón, tus capacidades y tu corazón.



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