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Violencia económica

Violencia económica


Publicación:28-01-2023
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Tenemos que parecer pobres, ¿para ser respetables y respetados? ¡Yo lo soy!

De la carga a la ligereza

Carlos A. Ponzio de León

      

      Subió las escaleras y se dirigió a la puerta del consultorio. No encontró a nadie sentado en las sillas de la sala de espera, pero la recepcionista tampoco estaba en su lugar. Momentos más tarde, ella salió de una puerta y se dirigió al gabinete en cuanto vio al paciente. Jaime le preguntó si había doctor. “Está atendiendo a alguien. Llene este formulario por lo pronto y tome asiento”, le dijo la mujer entregándole una hoja encima de una tabla de apoyo con una pluma sostenida por el clip: Nombre completo, edad, enfermedades crónicas y alergias, todo lo que el médico necesitaba saber sobre el hombre antes de la consulta. Finalmente, plantó su firma sobre la línea correspondiente. Esperó diez minutos y del consultorio salió una mujer. “¿En dónde se paga?” “En la farmacia”. Luego, la recepcionista le dijo a Jaime: “Sígame”, y lo encaminó al consultorio. Ahí, el médico lo recibió y amablemente, extendiendo un brazo y con un ademán de la cabeza, le indicó dónde sentarse. “¿Dígame, en qué puedo servirle?” “Yo estoy bien, doctor. Vine por la salud de mi madre”. 

      El médico se quedó perplejo y luego de unos segundos, preguntó: “¿Y en dónde está su madre?” “Le diagnosticaron cáncer de pulmón hace dos semanas. Está en casa. Pero no tenemos dinero para el medicamento, cada inyección cuesta veinte mil pesos y son doce al año. Yo apenas completo cinco mil al mes. Vine a preguntarle si me puede recomendar usted algún medicamento más barato que la pueda ayudar. Me dijeron que usted es una buena persona”.

      El médico se quedó en silencio unos momentos. “¿No tiene seguro social?” “No, señor”. “¿A qué se dedica usted?”, “Vendo elotes desgranados en la esquina de Eje 3 y Beistegui”. El doctor respiró profundamente. “¿Y con quién vive su madre?”. “Conmigo”. El médico se quedó viendo el blanco profundo de las paredes del consultorio. Abrió la boca para ver si alguna idea entraba por ahí; luego apretó los labios y se le dibujó una sonrisa amarga. “Déjeme ver qué se me ocurre. Vuelva en una semana”.

      Jaime se levantó con una sonrisa entre los labios. Como si estuviera seguro de que habría una solución. Le agradeció profusamente al médico con un apretón de manos y se encaminó a cruzar la puerta. “Oiga”, le dijo el médico, “¿Tiene los resultados de los exámenes que le realizaron a su madre?” Jaime asintió con la cabeza. “¿Me los puede traer para verlos, hoy mismo?” “Seguro, doctor”. “Déjelos con la recepcionista y pase mañana por ellos para recuperarlos”. “De acuerdo, doctor”.

      Jaime caminó por Beistegui apresuradamente. Pero a medida que avanzaba su paso, se le iba alentando. ¿Y si me estoy ilusionando sin razón, como otras veces? Cruzó la avenida donde solía vender sus elotes. Hizo memoria y el médico ni siquiera sugirió qué tipo de solución buscaría. Esa noche, llegó un poco más tarde de lo acostumbrado para abrir su puesto de venta. Bajo la oscuridad de las estrellas y la luz del alumbrado público, solo distinguía las sombras titilantes en los callejones. Se sintió abandonado. ¿Qué había hecho mal en la vida? Y pensó en tantas cosas. Él, como su madre, comenzaba a ponerse viejo. Las ventas tampoco mejoraban, sino que de hecho los lunes se le venían abajo, con todo y la promoción de dos por uno que ofrecía al inicio de semana. 

      Los días transcurrieron cada vez con mayor lentitud. La madre de Jaime batallaba para levantarse de la cama y a Jaime le costaba más trabajo dejarla sola por las noches. Él le pedía ayuda a Dios, pero Dios no parecía responder. Hasta que se cumplió el plazo correspondiente de la semana. Jaime se levantó directo a la regadera, desayunó dos panes con mermelada y café, y se dirigió al consultorio médico. 

      Otra vez: el mismo procedimiento. Llenó la hoja de registro y tomó asiento. Había tres personas antes de su turno. Esperó una hora hasta que la recepcionista le dijo: “Ya le avisé al doctor que está usted aquí. Ahorita lo atiende. Y lo dejó en espera, pasando al consultorio al paciente que le seguía. 

      Quince minutos más tarde, el doctor recibió a Jaime. “Hablé con el gerente de la farmacia. Lo que podemos hacer es contratarlo a usted como guardia y así tendría Seguro Social y podría dar de alta a su madre como dependiente económico. Ella recibiría atención y medicamentos”. El doctor hizo una pausa, para luego continuar: “Su horario de trabajo sería de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Ya sabrá usted si de aquí se va a atender su negocio de elotes”.

      A Jaime se le iluminó el rostro como farol que encandilara a una pareja de enamorados. La alegría le pintó las mejillas de un tinte rojo como de manzana carnosa. Trataba de agradecerle al médico, pero solo lograba balbucear unos ruidos como de ave que empieza a aprender a volar. Finalmente dijo: “Gracias”, y regresó a su casa ligero como águila que va planeando el vuelo.

De la negación a la infamia

Olga de León G.

La pequeña mujer se movía con cierto nerviosismo o celeridad auto provocada, daba una especie de órdenes o  dictaminaba sobre los horarios, las filas y atenciones que se darían a los pacientes. Creo que trataba de imponerse anticipadamente a cualquiera que la contradijera o se opusiera a sus instrucciones. Pero, ¡quién podía oponérsele!, si todos habían quedado dentro de su “Sí”, incluso el jovencito que por su edad y caminar más rápido que nosotros, había quedado delante, aunque llegamos en el mismo minuto, y detrás nuestro, ya nadie había.

Acompañé a mi amor a que se sentara, yo haría la fila… Ingenuamente, le encargué al joven que estaba delante, me cuidara el lugar: “Con mucho gusto”, me dijo. Así que me salí de la fila y me acerqué a hacer una pregunta a la señorita de la ventanilla… “Sí, fórmese en la fila, señora”: muy bien, le contesté.

Entonces, como si la mujercita del uniforme rojo anaranjado, esperara lanzarse sobre mí cual zorra rabiosa, se me acercó y me dijo: Usted ya no puede ser atendida hoy. Llegó 

tarde. Fórmese. pero para que le den cita para otro día. ¡Tarde!, exclamé, si cuando hice la cita para la toma de sangre, me dijeron que no llegara después de las ocho y treinta de la mañana. Y aquí estoy…  Se cerró la fila a las ocho y diez, usted llegó a las ocho y veinte.

En ese instante no recapacité en que el joven delante de mí había llegado al mismo tiempo; no sé si ocho con quince minutos, o los veinte que la “jefa” del Laboratorio me escupió al rostro. Me sentí desamparada, pequeña, indefensa… Y, además, ignoraba que ella era la “jefa”.

Unas horas antes, al menos dos días completos o poco más, tenía de estar sufriendo intensos dolores lumbares y de la espalda media, amén de en el hombro izquierdo, el otro brazo, los dedos pulgares de ambas manos y sus coyunturas; el cuello era un cofre de dolencias, desde los hombros hasta las orejas y oídos, y todo su derredor. Para colmo, me entró repentinamente un dolor fuerte y punzante en “la boca del estómago”, uno que nunca antes había sentido… y los dedos de los pies me hormigueaban, como que se me dormían. 

Durante tres días, estuve con la mirada elevada al cielo y un solo pensamiento en mi mente: Dios mío, no me abandones… No puedo enfermarme, no ahora, quién cuidará de mi amor. Experimenté con los medicamentos que tenía y la experiencia de los años. Ni así, pude pararme para ir a mi cita médica, un día antes. 

La noche previa a la toma de sangre de mi esposo, casi estaba segura de que sería un calvario para mí ir. Pero no dejaría de hacerlo, decidí no manejar, iríamos en un taxi, con lo de la pensión federal lo pagaría.

Mas he aquí, que recién llegados al nosocomio, una mujercita enfurecida con la vida, con los que seguro creyó económicamente por encima de ella (mujer retrógrada, gente mediocre), se vengaba con nosotros por todos los que ella representaba y defendía…¿a quiénes?, no sé, ¡qué voy a saber! 

A mí, en este instante solo se me ocurre pensar: ¡cómo se me fue a ocurrir ponerme ese gorro que parece de mink. El gorro, definitivamente, fue el culpable… Y el abrigo, sí, siempre me preguntan que dónde lo compré y si me costó mucho…Yo me sonrío y pienso que no ven que solo es muy abrigador: ¡es una colcha! Pero, ¡qué le sucede a cierta gente! Tenemos que parecer pobres, ¿para ser respetables y respetados? ¡Yo lo soy!

Para concluir este embrollo inútil: A pesar de sus rotundas negativas a tomarle la muestra de sangre a mi amado compañero de vida, no obstante mis súplicas y explicaciones inútiles para oídos sordos a toda humanidad, conseguí, no obstante, hablar con quien tiene autoridad sobre ella. Y, claro sentido del servicio en una institución, justamente de Servicio Social y de salud, quien pidió en el Laboratorio que nos atendieran. 

¡Ah!, pero la pequeña mujer, lo hizo a su manera: Nos tuvo esperando dos horas, mucho más de los diez minutos que según ella, habíamos llegado tarde. Y, según me contó después mi amado, lo atendió de muy mala gana, maltratándolo y dejando que la sangre le brotara a borbollones de dos piquetes (no sé por qué le hizo dos), yo no me di cuenta, porque respetuosamente me mantuve afuera del gabinete, hasta que una persona vino corriendo a decirles a las de la ventanilla que a un señor le estaba saliendo mucha sangre. El piso fue testigo de las más de doce o catorce gotas grandes de sangre… y el brazo y codo de él se tiñeron de rojo. 

Que nunca nadie la trate a ella así, ni a su madre, padre e hijos, cuando los tenga. Es todo lo que le deseo. Y, de todo corazón, que nunca vuelva por la senda: “De la negación a la infamia”.



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