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Vidas increíbles y fantásticas

Publicación:04-12-2021
TEMA: #Agora
Ella había olvidado que un día creyó en las fantasías
La historia de Felipe Espinosa
Carlos A. Ponzio de León
En el verano de 1863, un hombre bajo de estatura que parecía hecho de madera de Palo Santo, salió por la puerta de su propia casa y recibió en el rostro una estampida de luz: del sol que le hizo sentir un calambre por la espina dorsal hasta hacerlo sudar y emocionarse lleno de adrenalina. Llevaba jeans vaqueros de algodón, parecidos a los que entonces usaban los marineros de Génova; botas de cuero, de tacón bajo, iguales a las de los soldados del oeste norteamericano, y una camisa a cuadros negros y grises. Se colocó el sombrero que llevaba en la mano y bajó tres escalones para dirigirse por la tierra arenosa hasta el establo, de donde sacó al caballo de potente musculatura que acababa de conseguir dos semanas atrás. En la cintura llevaba colgando un revólver Colt Navy de 1861.
Cabalgó largos trechos de tierra desértica y hierba seca, hasta que llegó a la montaña del Patch, por donde subió con el animal hasta que este no pudo. El hombre solo, en la cima, pudo ver del otro lado: el poblado norteamericano que seguía extendiéndose sobre el territorio, como desde hacía poco más de diez años. Él había llegado a Nuevo México veinte años atrás, cuando el sitio aún era posesión mexicana.
Escondido tras un árbol, observó los caminos que se formaban entre las casas y calculó cómo llegar hasta ahí y cómo salir por el área más desierta de las construcciones de roble. Cuando memorizó el trayecto, miró las piedras secas debajo de él. Desenfundó el arma y revisó que estuviera cargada con sus seis disparos calibre 36. Luego buscó una sombra grande y fue a sentarse recargado en su árbol. Esperó durante horas, canturreando melodías veracruzanas que había aprendido en su niñez, hasta que el sol cruzó lo más alto del mediodía. Entonces bajó por el camino sinuoso. Sacó una cantimplora de una de las alforjas que llevaba su nuevo caballo y bebió hasta saciarse.
Llegó a la taberna del barrio norteamericano y ordenó un tarro de cerveza. Bebió a sorbos minúsculos, sentado frente a una mesa que se encontraba lejos de las puertas de la cantina, pero desde donde podía observar quiénes entraban y salían, y cerca de la barra, desde donde podía escuchar cada vez que un vaso de whiskey era colocado sobre la madera.
Media hora más tarde arribó al lugar un hombre que desde hacía semanas decía que se enlistaría en el ejército del sur en el conflicto originado meses atrás en los Estados Unidos: en la Guerra de Secesión. Ordenó tres vasos de ron, uno seguido de otro, y cuando se levantó al urinario, se le vio desbalancearse claramente. Ya no volvió.
Muchas horas más tarde, el mexicano salió de la cantina: ya bien entrada la noche, aún sobrio, con la vista de búho que solo él sabía que tenía. Se dirigió en caballo hacia la salida del poblado y se detuvo en el doblar de una esquina. Esperó media hora hasta que escuchó el trotar de dos caballos que, al dar vuelta, lo encontraron de frente. Vació sobre los cabalgantes su arma con una puntería de reguilete, de izquierda a derecha y de ida y vuelta, tres tiros para cada uno.
Cuerpos y caballos lo acompañaron de regreso a su morada. En el establo, los animales encontraron su propio lugar. A las víctimas las descuartizó. a machetazos y los metió en pedazos dentro de un saco vacío de sal. Luego fue a tirarlos dentro del monte junto a la montaña de Patch. No volvió a la taberna sino dos semanas después.
Esta vez encontró a los hermanos Felipe y José Espinosa, sentados en la mesa que él solía ocupar. “Compadre, tienes que venir a las reuniones del condado”, le dijo José, “para que seamos más y los gringos nos reconozcan como ciudadanos aquí.”
El hombre, de pie, cruzó su brazo izquierdo sobre la cabeza para rascarse y con la mirada preguntó si podía sentarse. “Haznos el favor, compadre”. “Güeitres, guan bir”. Los hermanos cruzaron miradas nerviosas: “Convéncelo tú”.
“Nos están agarrando tirria, por los asesinatos, compadre, dicen que son de odio”. El hombre se le quedó viendo a Felipe fijamente, como si sus palabras se le hubieran quedado quietas frente a la boca y pudieran observarse flotando efímeramente hasta desaparecer… quemadas por el aire caliente”.
El mesero se acercó a la mesa y colocó el tarro frío de cerveza sobre la mesa.
Ninguno se dio cuenta, pero el alguacil había entrado con cinco hombres y sus fusiles. Se acercaron a los mexicanos: apuntándoles y sin hacer ruido. “Felipe Espinosa, You’re under arrest for the murder of 54 Americans.” Ninguno hiló lo que sucedía. Los oficiales se llevaron preso y a empujones a Felipe Espinosa. Tres semanas después, lo colgaron por los asesinatos.
Personajes reales en historias fantásticas
Olga de León G.
Ella había olvidado que un día creyó en las fantasías, su abandono y caída en la realidad escueta y anodina sucedió desde que dejó de ser niña. Los años se llevaron su inocencia, y su imaginación se enturbió: ¡había crecido!
Pero, a pesar de los años, la niña seguía soñando y en su mente habitaba y se desarrollaba, furtivamente, un mundo imaginario exuberante.
Cierto día, en el corazón de la joven y entre las páginas de sus libros de cabecera que tenían años allí, sin que hubiese vuelto a abrirlos: libros de cuentos, de historias increíbles que, no obstante, ella siempre sintió tan reales como la misma vida… Pues ese cierto día, descubrió algo inaudito, y no supo si dormida, entre sueños o entre las páginas de uno de sus libros de historias fantásticas, le apareció, en su mente y frente a sus ojos, lo insólito.
Esa mañana, habíase despertado con una idea: que las historias fantásticas eran o tenían al menos la posibilidad de volverse reales. Y tal pensamiento habría de volverse su estigma de la “Buena suerte” o su reto más grande, que tenía la intención de probar… a pesar de que ella ya no creía en nada ni en nadie.
Mientras estaba en casa, su mundo personal se volvió un embrollo. De pronto veía un gato por la ventana, en la barda que dividía propiedades entre su casa y la del vecino, y el gato le giñaba un ojo o le mostraba que traía botas y podía caminar en dos patas.
Otras veces, los pasillos en su casa que conducían a diversas áreas: cocina, cuarto de lavandería y plancha, comedor y sala, recámaras, salita de estar o de plano hacia la salida, tenían las paredes cubiertas de musgo y el piso era solo de pasto; un pasto siempre fresco y recién cortado, con florecillas a los lados y mariposas revoloteando.
Poco a poco su mundo se fue reduciendo a su casa, y cuando salía, nunca lo hacía sola. Iba siempre acompañándola de algún duende o un hada madrina, todo dependía de hacia dónde se dirigiría: al mercado o hacia algún consorcio financiero, comercial o de asunto de relaciones profesionales; en este último, el hada madrina era un excelente consejero, lo mismo que para compras de vestuario o accesorios; la mejor ropa y sus más bellos dijes, collares, pulseras y zarcillos o pendientes los había elegido para ella alguna de las hadas madrinas que la hubiese acompañado.
Ya tenía varios años metida en ese medio entre fantástico e irreal, del que con nadie hablaba; se lo reservaba solo para ella y sus sueños. ¿Quién podría creer lo que le estaba sucediendo? Nadie vio nunca, lo mismo que ella. La ayuda doméstica al servicio de su madre, seguía barriendo y trapeando los pisos como si siguieran siendo de mármol o granito. Todo lo limpiaban y sacudían, y jamás se quejaron de que alguna abejita les picara en un brazo o del revoloteo de las mariposas…
La vida en su casa transcurría aparentemente sin ningún contratiempo, todo era lo mismo, día tras día. Hasta el día en que ella se marchó y no volvió, ni siquiera para pasar la Navidad en familia. Pero, hasta eso, nadie la extrañó, entendieron que ella tenía muchas tareas en la Universidad que debía entregar a tiempo. Así que se resignaron y pensaron en llamarla por teléfono, si antes ella no lo hacía, para dedicarle algunas palabras de aliento y felicidad.
Sucede que aquella niña que creció y olvidó por varios años las historias fantásticas e irreales que habían acompañado sus noches tristes o alegres, sus tardes en soledad o recluida en sus pensamientos, volvió la noche previa a la Noche Buena, pero nadie se percató de su presencia.
Y ella se dijo, cuando vio que su familia no le hablaba: debe ser que he adelgazado mucho y casi ni me noto, parezco la página de algún libro de cuentos. O, quizás sea que aún no esperaban mi regreso…
En esos pensamientos estaba, cuando irrumpió en la sala familiar, su padre con un libro en mano y llamó la atención de toda la familia, diciendo en voz alta: traigamos a nuestra hija a la convivencia, leamos algo de lo que escribió cuando se fue de casa y, que empieza así:
“Un día me volví personaje de historias irreales, y no me di cuenta de ello, sino muchos años después, cuando mi familia me descubrió entre las páginas de este libro: Personajes reales en historias fantásticas.
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