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Tributo a Dante Alighieri

Tributo a Dante Alighieri


Publicación:18-09-2021
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¿Cómo puedo mirar a mi adorada musa, mi inspiración, si aún vivo?

El fulgurante día

Carlos A. Ponzio de León

      La pútrida tubería del baño está sobre su cabeza, bufando el tufo sórdido de los desperdicios que su puesto de portero le permite echar, mientras gana un sueldo que lo condena al pan tan enmohecido y suyo, como cada día. En el suelo coloca la cabeza las noches de trabajo, porque debe estar listo para levantarse y abrir la puerta si un inquilino llega o sale, sin importar el instante. Así ha sido desde que murió. Trata de dormir un par de horas: veinticuatro debe estar listo para abrir la puerta, veinticuatro regresa a casa para descansar. Y esa noche, uno de los arrendatarios beodos comienza la fiesta a las doce de la noche. No lo dejará dormir. Cada tres horas aparecerá por el pasillo, encendiendo las luces automáticas para despertar al portero, quien se levantará asustado, arrojando a un lado su cobija para abrir paso y dejar salir al locatario con el fin de que compre más cervezas.

      A las dos de la mañana lo vuelve a vencer la fantasía. Sueña con una rama que despega con él, en su pico. La rama le cansa. Abajo, el arroyo se desborda. Sobre la tierra camina un camaleón que tiembla. Es su encuentro con lo divino: los aconteceres diarios de la noche. Presencia interminable: su caída promiscua en vida que le llevó al contrato de portero. Desde su primer día, la armadura de caballero dantesco se resquebrajó. Una puerta abierta señala su escondite: mitad del cuerpo dentro del baño, mitad en el pasillo. 

      De pronto, un ruido en la calle lo despierta y al abrir los ojos, confirma su presencia fantasmal en la morada: pero pronto alcanza a verse nuevamente en su propio sueño. Un beso viejo de su amada le otorga paz: la de la llovizna seca, la de plantas curativas. Su sueño recubre un paisaje que en un instante se pinta de desierto, con descanso sin sabores ni olores putrefactos: tormenta de arena cotidiana.

      Sueña con dormir sobre una almohada fina, colocada distante a los olores. Maldice el camino que recorre cada día y la ausencia de su querida, y la negra grasa en su eterno viaje: el ir y venir a su trabajo sin descanso. De pronto, en su sueño, se quiebra la distancia, acorta con su vuelo, como pájaro que lleva bajo las alas: la nostalgia de la vida humana. El día que le fueron colocadas las pinzas en las alas, se le vino la necesidad humana del alcohol, pero El infierno le enfermó el estómago con un vómito automático: la trampa al ingerirlo: Ahora solo ve beber a los inquilinos. Desprecia antiguas noches de placer, convertidas ahora en inolvidables sombras de dolor. Recorre por el cielo en el que sueña: la distancia de los cuervos.

      El sonido de un trueno le deshace el corazón. Se levanta y abre. “Cero ventas”, le dice el borracho, a quien la soledad ya no le deslumbra, y quien busca compañía en el portero. Se enferma el silencio entre los dos. El inquilino le reconstruye su historia de amor. Esa amargura le divierte al portero. Crece la marea. La conversación dilata media hora y al final, el ebrio se despide y el portero vuelve a recostarse sobre el suelo, en su interminable búsqueda de un descanso. Se alza el vuelo de su sueño. Encuentra un anillo entre las nubes. Pero en el piso, entre las piernas, se le viene un volcán en erupción. Quisiera desentenderse y quedarse quieto en su morada, pero la sensación de humedad y masa putrefacta le es insoportable: un apapacho helado le recorre el cuerpo. Quisiera negarse a sí mismo. Las luces vuelven a encenderse. Intenta dominarse… la vergüenza… como su vieja y humana equivocación que lo tiene ahí, condenado a sufrir sin esperanzas de descanso, sin poder cobrar venganza en nadie. Le duele el corazón cuando sonríe: al abrir la puerta. Siente alacranes que le bajan por las piernas. Se estremece por el ardor de una mordedura en la mejilla: La traición de algún animalejo: de los que duermen junto a él.

      El vuelo vuelve a adormecerlo. Divisa desde lo alto: vegetación. Se enamora de ella: debe ser el Purgatorio. Punto equidistante entre él y el Paraíso, ¿entre el sentimiento y la razón? Huye su deseo de venganza. “Corre”, se dice en sueños, “corre”, y alcanza a volar más alto. Y con su vuelo enloquece brevemente al cielo. Logra calmar lo que llama: la traición de la patria celestial: Las nubes negras se abren y lo dejan escapar.

      Despierta con las piernas temblorosas. Tras la puerta de cristal del edificio pinta el día. Un desprestigio helado es todo lo que se llevará consigo. El resto llegará más tarde: la envidia y su recuerdo del dolor. “No hubo tintas medias”, se dice, satisfecho, a sí mismo. Siente una caricia en los cabellos que lo desconcierta. Un cambio le apetece. La administradora entra al edificio y le pregunta si quiere renunciar. No lo pueden liquidar. Él domina el caso y dominará los días que le resten, donde ahora tenga que pasarlos.

      

Suplantación involuntaria

Olga de León G.

      

      Blindaje especial ante las creencias y las fuerzas débiles de nuestra imperfecta mente, requieren los seres que se adentran en el mundo de los Infiernos, aunque de fantasía y ficción estén hechos. Niños que no pueden escapar a los flagelos del látigo con que fustiga la religión, se vuelven los hombres y las mujeres cuando leen la Divina Comedia, si su alma guarda aún pureza y en su corazón se anida la compasión y la nobleza.

      Basta ya de hallar pecados en pecadores prístinos e inocentes de toda perversidad, insano pensamiento y sin celo alguno en su alma y su corazón. 

      ¿Quién le dijo al gran poeta y pensante filósofo, tanto de lo mundano como de lo religioso y político, al italiano Dante, que Dios es vengativo y castigador? Y, ¿quién pensar podría, que tal juicio y acción hace cual emperador de todos los reinos de la tierra y todas las galaxias, sin más vara que la que le dicta su sinrazón sagrada, por la Trinidad protegido, y los arcángeles rodeado?

      Nadie, quizás Dante, dantesco servicio a Dios y la Iglesia hizo con su grandiosa obra que condena al mal y sus aliados: orgullo, codicia, ambición, venganza, injusticia, envidia y tantos más bichos destilados por la más antigua de las naturalezas serviles al oro y al poder: la humana.

      Mas he aquí que seres de delicados sentimientos, nobleza sin medida y emociones al borde de la culpa sufren, sin tener que hacerlo de manera alguna, por el sortilegio que esconde en sus entrañas las estrofas de un poeta que quizás solo quiso aportar su cuota al cielo, para que le abonara en su favor, cuando del mundo terrenal partiera.  

      “Así anduvimos hasta aquella luz,

      hablando cosas que callar es bueno,

      tal como era el hablarlas allí mismo”.

      Si, hablarlo, allí, en el Infierno, a donde mi lectura me llevara de cuerpo y alma. Y yo, casi agónica, enferma y con estertor de muerta, apenas si respirar podía viendo tanto dolor y doliente muertos, viviendo ese castigo eterno por sus pecados cometidos: ¿pensaría en los míos?

      Llegados al Purgatorio -Virgilio y yo, en esa suplantación del personaje por el lector- la agonía fue cediendo, puesto que muchos de quienes allí encontramos, habían sido amigos, maestros o condiscípulos… Y si bien felices no estaban, contaban con la esperanza de ascender un día hasta la diestra de Dios Padre, eso creían ellos, y nosotros no los desencantamos. El sincero arrepentimiento de sus pecados cometidos en vida, podía ayudarlos; además del tiempo que debían cumplir por su condena

      Mientras, yo por dentro y por fuera, seguía titiritando de frío, aun estando entre las llamas del Infierno o el fango ardiente del Purgatorio: el miedo, los miedos, la culpa y las debilidades mundanas nunca nos dejan del todo.

      Y, Virgilio desaparece, dice adiós –se lo dice a Dante- al conducirlo a las puertas del paraíso, y escribe:  

      “Que grande fue mi turbación entonces,

al volverme a Beatriz para mirarla,

y no la pude ver, aunque estuviese

en el mundo feliz, y junto a ella.”

      ¿Cómo puedo mirar a mi adorada musa, mi inspiración, si aún vivo?, leo entre líneas, que se pregunta Dante. Y, nuestro viaje -el de ambos-  casi termina; eso es lo que siento y creo, yo lectora, compenetrada hasta los huesos de la realidad de una obra que impactó al mundo. 

      Mientras Dante cierra, diciendo:

“Faltan fuerzas a la alta fantasía;

mas ya mi voluntad y mi deseo

      giraban como ruedas que impulsaba

      Aquel que mueve el sol y las estrellas.”

      



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