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Tatuados en la piel y el corazón

Tatuados en la piel y el corazón


Publicación:29-05-2022
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Ella ya no tenía a nadie en casa que la detuviera

Las lecturas de Ana 

Olga de León G.

Ella ya no trabajaba fuera de casa, como lo hizo muchos años, durante más de cincuenta años, desde que tenía diecisiete...

Ahora, había empezado una nueva etapa que jamás hubiera creído que realizaría cercana a los sesenta. Pero, se sentía bien y sí, siempre anheló ser útil para su entorno, para la gente que la rodeaba, para alguien que necesitara de su palabra o simplemente su compañía. Supo desde niña, que poseía un especial carácter maternal...  

Pues sí, resulta que la contratan para leerles a los enfermos, en algún hospital, o a los ancianitos (como ella los llamaba, aunque los había casi de su misma edad) en diversas casas de reposo. 

Cierta mañana, muy temprano, la despertó una llamada: alguien le pedía su apoyo para leer y acompañar a su tío abuelo, en la casa de él. Y para no entretenerla por teléfono, la joven le pide que revise su correo electrónico personal, el cual le proporcionó una amiga que la conocía muy bien y se la había recomendado, como: ¡mujer hechicera de palabras y miradas! 

En esa misiva, la joven de la voz al teléfono, le explica a detalle en que consiste su labor, si decide aceptarla, y cuánto recibiría de emolumentos como pago por ello. Naturalmente todo estaba en absoluto acuerdo con su tío y, él mismo, firma esa misiva electrónica.

Fue a su ordenador para leer la carta, y saber qué exactamente esperaban de ella, y quién la contrataría: ¡Por el resto de sus días sobre la tierra!, así empezaba el cuerpo de la misiva.

… Y aceptó, al día siguiente, estaba en la residencia del que la contrataba. No podía negarse sin ver al que quería que ella, y no otra persona, le leyera textos literarios que Ana podía elegir, y con cuál empezar, de los miles que tenía el hombre en su maravillosa biblioteca. Pues sí, como lo deducen, Ana Patricia, como se llama la lectora de este cuento, firmó el contrato. Y ni siquiera miró la paga ni se percató del tiempo real en el que cada día debía estar en esa casa enorme. Simplemente, se enamoró de la expectativa y tuvo compasión por el hombre anciano de larga barba, afilado rostro y aguileña nariz. Parecía tan solo, tan abandonado… si bien, no de su presencia, que vestía como caballero andante y con buen gusto, sino por su mirada y los rictus del rostro, la mujer dedujo que sufría más del alma y el espíritu, que del cuerpo.

Ella ya no tenía a nadie en casa que la detuviera, vivía sola desde hacía tres años; y eso no la asustaba, la soledad era su mejor compañía, desde niña, a ella le consultaba todo y nunca la rechazó, siempre la escuchó como el más fiel de los amigos. Los hijos habían hecho sus propias vidas en otros estados, en otras ciudades, pero siempre le hablaban por el celular, al menos dos veces al día, y la de la noche era video-llamada… Así que podrían seguir en contacto con su madre, donde quiera que esta se encontrara.

El contrato decía que ella debía vivir en la misma residencia. Tendría un amplio cuarto, baño con bañera y regadera y todo lo demás, incluyendo vestidor, que un baño puede tener. También tenía una salita de estar, un cuarto no muy grande pero sí muy bien equipado para disfrutar de la lectura y la escritura, las que Ana tanto amaba, ¡Ah!, y con vista al jardín. Por último, había un pequeño comedor… No tenía cocina, pero si lo deseaba podía usar la de la casa en la primera planta… No obstante, a ella eso no le importaba mucho, podía fácilmente acostumbrarse a que le llevaran la comida, máxime que podía elegir del menú cada noche, lo que deseaba para cada comida. 

Una vez instalada, al día siguiente empezaría a leer las primeras páginas de la obra que ella eligiera. Así de seguro estaba el personaje en cuestión, de que sería de su agrado la obra que Ana Patricia comenzaría a leerle…

Sentada en un cómodo sillón, al lado de otro en el que se hallaba su silente compañero, dueño de su tiempo, empezó:

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. (…)

Amplia sonrisa dibujó el que la escuchaba y sus ojos cobraron vida. A punto estaba de pedir que le ensillaran su caballo, cuando recapacitó en que aún no había escuchado todo… y se calmó… Tornó a su silencio; pero, con la felicidad palpitando en su pecho: no se equivocó. Esa mujer sería su compañera de vida: su Dulcinea. 

Dolor de radiaciones

Carlos A. Ponzio de León

Me sentaron en la primera de diez mesas. El mesero llegó con una charola llena de copas de vino, de las cuales, una por poco y se la arrebato. De dos tragos largos vacié mi copa y pedí otra, mientras el camarero aún servía al resto de los asistentes en la misma mesa. Me miró extrañado cuando señalé mi copa vacía, pero no tuvo otro remedio que servirme otra más. Luego se acercó una de las organizadoras del evento para darnos las indicaciones: Al frente del salón había una pantalla con un reloj temporizador que contaba un minuto en retroceso, y volvía a iniciarse. Tendríamos un minuto justo para presentarnos al resto de asistentes y hablar sobre nuestro negocio. Cuando llegó mi turno, les dije que me llamaba Ramiro Fonseca, que llevaba diez años con un negocio de exterminación de plagas en oficinas, que también podía trabajar en jardines, y que mis servicios tenían un año de garantía. Inmediatamente, una mujer extendió su brazo y me dijo: “Yo necesito hablar con usted, páseme su tarjeta”. Busqué en mi cartera y no encontré ninguna. Entonces me extendió un pedazo de papel para que le anotara nombre y teléfono. Así hice. Cuando lo recibió en la mano, me dijo: “Mejor regáleme un minuto”. Se levantó de su lugar, vino al mío y me llevó a una esquina del salón. “Tengo un tema con unos depósitos que hice en Estados Unidos”.

No sé por qué razón, la mujer creyó que yo era abogado y me dedicaba a temas relacionados con anti lavado de dinero. Pero pensé que a lo mejor la podía poner en contacto con mi compadre Chucho, que se dedica a esos temas de depósitos bancarios, así que dejé que hablara. La señora me dijo que tenía tres cuentas americanas, una con mil quinientos dólares, otra con tres mil, y una última con doce mil. El gobierno americano la estaba cuestionando el origen del dinero. Ella quería saber si podía ir a Estadios Unidos a realizar retiros, o si corría algún riesgo. Le pregunté si era perseguida política. Me dijo que no. No sé por qué le pregunté eso, pero me salió del alma. Hice otras preguntas, que ni recuerdo de qué iban, y finalmente le pedí que me diera dos días para consultarlo con mis abogados. Nos despedimos.

Nos reacomodaron en otra mesa, con otros asistentes, y yo volví a decir lo mismo. Otra mujer se me acercó. Delgada, elegante y llena de joyas. Venía de Morelos, y sus vecinos eran huachicoleros. Que ya los había denunciado ante no sé quién, porque tenían el pozo de donde extraían el petróleo en el jardín de la casa. Ella podía oler el crudo y alcanzaba a ver máquinas extractoras desde la ventana de su propia residencia. Esta mujer pensaba que yo me dedicaba a perseguir casos de corrupción, desde no sé qué organismo gubernamental. No la desengañé, pensé que mi compadre Chucho a lo mejor conocía a los señores que salen en la tele denunciando estos asuntos. Le pedí que me diera dos días para consultarlo con mis abogados.

De ahí me fui a sentar a una nueva mesa. Repetí el mismo discurso. Se me acercó un hombre, llamado: creo que Enrique Contreras. No sé por qué pensó que yo era escritor y quería compartirme una historia. Que él y su mujer tenían una asociación contra el cáncer de mama. Parece que ella había sufrido la enfermedad, pero ya estaba bien. Se hicieron amigos del director de oncología en no sé qué hospital y cada año eran invitados a las actividades en la lucha contra el cáncer. El señor Contreras y su mujer solían acomodar un stand con botellas de refresco en el piso y unos aros, los cuales debían ser insertados en las botellas desde cierta distancia. Un día, llegó una señora bien amolada, que parecía que venía de recibir radiaciones. “¿Qué me va a dar si le atino?”, le preguntó al señor Contreras. “Nada”, respondió él, “el gusto de haber insertado el aro”. “No, pues así no tiene chiste”, respondió la mujer entristecida. “¿Qué necesita? Yo se lo doy”, le dijo conmovido el señor Contreras. “Un abrazo”, pidió la mujer. “Ándele”.

En las primeras tres oportunidades, la señora no le atino a ninguna. En las segundas tres, tampoco. Para las últimas, el señor Contreras le arrebató un aro y fue y lo insertó directo en la botella para luego regresar y darle un abrazo fraternal a la mujer, como el viento que refresca un cuerpo atizado bajo el sol del verano. Ella soltó una lágrima y el dolor con el que venía cargando en la espalda desde el piso de radiaciones.



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