banner edicion impresa

Cultural Más Cultural


Sobre héroes y fantasmas

Sobre héroes y fantasmas


Publicación:12-06-2022
++--

Esta no es una historia única. Esto es el pan de cada día desde hace mucho

    Caminé de Luvina a Comala

     Olga de León G.

      Dos días seguidos sin agua en casa, en el barrio, quizás en todo el sector sur o, en un descuido muy bien cuidado, en toda la ciudad. La reabrieron un día a la una de la madrugada, y solo la dejaron abierta durante unas horas, hasta las ocho de la mañana. Así se expresaba la vecina, a punto de un colapso nervioso… bastaba con mirar sus ojos.

      “Contuve a fuerza de determinación y voluntad mi sueño de muchos meses de desvelos por enfermedad de mi esposo y preocupaciones mías”, continuó refiriendo la mujer: …y me dispuse -a esa hora- a lavar los platos y demás enseres propios de la cocina; limpiar lo que se había ensuciado durante desayuno, comida y cena.  Y, obviamente, asear los baños, amén de juntar agua por todos lados y en cuanto depósito tenía. Me dormí después de las tres.

      Realmente lucía cansada, mi pobrecita vecina, y se la veía muy desesperada. Ya no eran unas horas sin agua, sino dos días consecutivos. ¿A qué hora pondré lavadora?, me sigue diciendo, ¿Y, si cortan el agua a medio proceso…? ¿Quién pagará la compostura de mi máquina si esta es afectada por los cortes del agua?

      Esta no es una historia única. Esto es el pan de cada día desde hace mucho.

       Y hay historias peores o más tristes. Que arrancan rabia y lágrimas oscuras no por manchas del rímel que cae de las pestañas, sino de la mugre acumulada entre frente, párpados y mejillas, que como perlas sin precio se desvanecen en su recorrido, y solo queda de ellas la amargura en el pecho del impotente, del que nada puede hacer frente a los que, subidos en un ladrillito, se sienten grandes, y gobiernan cual déspotas, sin saber lo que eso quiere decir ni que ellos, sin lugar a dudas, lo son.

      Al día siguiente, como si los males bajo el techo que me habita fueran pocos, el servicio del teléfono de casa fue suspendido, sí, adivinaste amiga, me dice la vecina: por “exceso de pago”. Mal dormida, sin desayunar y sin bañarme en dos días (y, ¡con más de cuarenta grados centígrados a la sombra!), tenía que ir a hacer el pago. 

      Aunado todo a la preocupación de dejar a mi enfermo solo, rogándole a diosito que nada le pasara en ese inter de mi ausencia, como: un resbalón al ir al baño, o un mal sueño que lo impeliera a salir por la puerta del frente… en fin, mis angustias eran muchas; pero tenía que salir, nadie más había para hacer el pago retrasado.

      Me estaciono, bajo y entro al cajero, marco el número de casa y le doy a pagar. Pago, tomo el recibo y entro a la oficina –no había clientes- para preguntar qué era la otra cantidad… Ni siete minutos me llevó hacer ambas cosas. Salgo, me subo a mi carro y en llegando a donde se mete la tarjeta del estacionamiento, esta es rechazada sin ningún aviso, lo reintento de las otras tres formas… Nada. Tras eso, hablo por el interfono, un empleado me dice que ese no es mi ticket… que me espere, mandará un empleado…

      A cuarenta y tres grados centígrados a las cuatro de la tarde, esperé casi diez minutos para que el empleado llegara y jugara con otro ticket, diciéndole al otro por su comunicador que también se lo regresaba. Trece minutos después de que solicité ayuda, el tipo me dice que debo pagarle seis pesos, molesta porque no tenía por qué pagar nada, saco siete pesos del cenicero del auto, y se los doy… Espéreme, me dice, tengo que ir a pagar al Vips.

      Mientras estoicamente aguantaba los más de cuarenta centígrados sobre mi piel sudando a chorros y con el rostro encendido como volcán a punto de estallar, o granada que se ha abierto y muestra el rojo de su escarlata carnosidad, solo espero. 

      Otro joven distinto al que se fue con los siete pesos, regresa, y me increpa: “debe pagar veinte pesos: ya se pasó del límite”.

      Caí en colapso, impotente ante la injusticia. Primero, reí a carcajada abierta; luego, comencé a gritarle y exigirle que levantara esa pluma o no me importaría arruinar mi coche, porque lo lanzaría contra esa barrera y me iría sin pagarle a su compañía, más de los siete pesos que ya me habían robado.

      Hice sonar el claxon. En mi rostro se confundían lágrimas amargas cargadas de ira con la cascada de sudor. El empleado, simple y llanamente apretó un botón. Pude irme. 

      Me sentí personaje citadino de Rulfo, un fantasma de Luvina que camina hacia Comala.

Los caminos de los héroes solos

Carlos A. Ponzio de León

      Tocó a la puerta y el inquilino abrió, encontrando a un hombre de entradas en la cabeza y cabello lacio, vistiendo pantalones negros de algodón y camisa abotonada, a cuadros de rayas rojas y azules, y mangas largas. El hombre ingresó directo a la cocina y preguntó inmediatamente: “¿Dónde está el piano?”. El inquilino lo guio a la sala y luego a través de una puerta de madera, que dividía la sala en dos. En el pedazo pequeño se encontraba el piano negro, vertical, pegado a la pared de madera que dividía el espacio de sala. “¿Puedo quitar estos adornos?”, preguntó el afinador. El inquilino pidió que le fuera pasando las cosas y las colocó sobre una mesa cercana. “Este piano ya lo había afinado”, dijo el hombre. “Es correcto. Yo vivía en la calle de Puebla”. “¿Son las mismas perritas?” Y el inquilino asintió. No quiso decir más. Había conocido al afinador un día que viajaba en microbús por Circuito Interior y vio su negocio. Descendió y preguntó por él. No lo encontró, solo a sus asistentes, quienes le dieron su número de celular. Le marcó, porque el inquilino se había mudado recientemente de la calle de Puebla, a un lugar cercano, y en la mudanza, el piano se había desafinado. Dos meses después, se conocieron. El negocio de afinación y reparación de pianos era muy demandante. No había citas antes de ese lapso. Además, la empresa rentaba instrumentos de cascarón para telenovelas y eventos de estrellas pop emergentes, en centros comerciales, en los que se interpretaba haciendo “playback”. Todo eso le permitía al afinador contar con el dinero para rentar mil metros cuadrados para su negocio.

      “¿Quiere un té con cafeína?”, preguntó el inquilino, y continuó: “recordará que nunca tengo café”. “Por favor”, respondió el afinador, y abrió su maletín y extrajo de la caja de herramientas, el diapasón. Tocó una tecla. “Está medio tono abajo”, le dijo al dueño del instrumento. Luego extrajo la llave de afinación, la colocó sobre una clavija y comenzó a tensar la cuerda con la mano derecha mientras seguía tocando con la otra. Había cierta resignación al fondo de cada vuelta de clavija, y en cada respiración del inquilino, quien observaba al afinador hacer su trabajo, sentado desde un sillón individual café, a tres metros del piano. Recordó cómo, hacía dos años, había quedado en él un deseo insatisfecho cuando se conocieron en el departamento de la calle de Puebla. En aquel entonces, el afinador le comentó sobre los pianos que afinaba: de gente famosa, pianistas que daban recitales en Bellas Artes, jazzistas que tocaban con orquestas, reconocidos maestros particulares de piano, y también en el Conservatorio Nacional. Así es que, cuando el afinador le preguntó al inquilino: “¿Dónde toca?”, no le quedó de otra más que decir: “Aquí, en mi casa”. Hubiera deseado decirle que, al menos, practicaba con alguien, pero ni eso. En realidad, ni siquiera él tocaba ese instrumento, sino que más bien era aprendiz de trompeta, y el piano lo tocaba su esposa, quien llevaba un año estudiando y ya comenzaba a fastidiarle.

      A las semanas de ese primer encuentro en la calle de Puebla, dos años antes, la frustración llevó al inquilino a practicar el piano. Efectivamente lo había tocado en su juventud, muchos años atrás, pero ahora lo tenía olvidado. ¿A qué hora podía estudiar? A las diez de la noche, regresando del trabajo ¡Y con el cansancio! Buscó otro empleo. Lo consiguió. Salía a las cinco treinta de la tarde y a las seis se encontraba en casa ejercitando los dedos. Le compró una batería a su mujer y la inscribió en clases particulares. Al año y medio estaban tocando un jazz rudimentario, pero satisfactorio para quien la música es hobby apasionante.

      Luego vino el cambio de departamento. Poco después de que se quedara solo. La mujer falleció de un cáncer que no fue otra cosa más que un rayo fulminante para ambos. Él, por su parte, durante sus últimos meses en la calle de Puebla, evadía el duelo y simulaba que disfrutaba de su nueva libertad a través de la bebida. Dejó el trabajo y sus ahorros se destilaban diariamente en el resumidero. 

      Y ahora, más recuperado, en el pedazo de departamento que compartía con otro hombre, no muy lejos de la calle de Puebla, escuchó la voz del afinador: “¿Sigue tocando el piano solo?”. El inquilino, pensativo, dio un sorbo de su propia taza de té y dijo: “hay caminos que deben transitarse solos”.



« El Porvenir »