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Sin miedo a las fallas del amor

Sin miedo a las fallas del amor


Publicación:20-03-2022
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Y, fuimos tan idealistas, o sencillamente ingenuas las mujeres disque “revolucionarias” de los años setenta

Por qué me quedé…

Olga de León G.

¡Cincuenta años ya, en unos meses más, no podía creerlo! Cómo se fueron los años, se escaparon de prisa algunos y otros lentamente, a gota por gota cada día. En fin, ahora, nada podía cambiar, nada pudo hacer por mejorar su condición de fémina atrapada, prisionera de su educación y su moral. Primero por el amor, el encanto de las ilusiones, la visión de un futuro aún más feliz. Uno que no ha visto. Y, sigue esperando.

Pronto llegaron los hijos, al año y medio de casados el primero: varón, para regocijo del marido; también de ella, pero en sentido diverso. Ella se alegró porque no fuera niña la primera, de nada serviría si luego llegaba un varoncito… El marido, con un primogénito varón, vio asegurada su continuidad, y salvado su orgullo de “macho”. 

      Si el varoncito fuera el segundo hijo, no importaba mucho, pues siempre sería el de la mano. En las formas y contenidos de la educación de los setentas, prevalecía el criterio de mediados de siglo y de mucho antes: El hombre debía cuidar a la mujer; los niños viven para hacerse cargo de sus hermanas… Criterios válidos en algún tiempo, chatos en la era en que las mujeres también estudiaban carreras, trabajan y colaboran en la manutención de la familia y el hogar: eso, en el mejor de los casos.

      Y, fuimos tan idealistas, o sencillamente ingenuas las mujeres disque “revolucionarias” de los años setenta, que pensamos seríamos más respetadas cuanta más educadas fuéramos. 

      Tristemente, pronto veríamos la realidad delante del espejismo que las revoluciones, las guerras mundiales y los incipientes Derechos humanos hacían como cortina de humo para la verdad que ya se vislumbraba falsa; engañosa, por lo menos: el hombre, ante las crisis económicas o estructurales, de sus países y del mundo, cae en el oscuro abismo del “Dejar ser, dejar hacer”.

      Le resultó cómodo seguir esgrimiendo su látigo, desde lo oscurito y a la luz del día disfrazarse de víctima de las catástrofes económicas provocadas por los hombres poderosos, los dueños del capital, de nuestras vidas y del engaño planeado, para obtener mano de obra mucho más barata, y más disciplinada y trabajadora que la del hombre: la de las mujeres. Mujeres ávidas de salir al mundo y lograr sacar a sus hogares de la mediocridad, algunas, muy pocas, lo lograron, fueron las que parecían tener más testosterona que el resto de las mujeres.: eran las más audaces, las más insensibles ante el dolor, propio y ajeno, eran las que sobrevivieron y destacaron por su semejanza con los hombres, aunque solo fuera un parecido interno, pero con más cerebro, y más artimañas gracias a su atractivo externo. 

      Y, solo hicieron lo que otros hombres había hecho antes: echar mano de todo lo que sirviera para escalar montañas y subir peldaños en su carrera laboral. Pero, no se equivoquen, esta que ahora escribe, no juzga, ni piensa que todas las mujeres han actuado iguales. No. Esas las del éxito, son las menos. La mayoría siguió siendo la mujer al lado de su marido, aunque este se fue haciendo pequeño, por más que ellas trataron de levantarlo.

      Hay un dicho popular que siempre me ha parecido vulgar, pero no por ello, equivocado: “Cuando el dinero no entra por la puerta; el amor escapa por la ventana”. Las mujeres que siguieron luchando por la unidad de la familia, no escaparon. Por el contrario, se involucraron en la fuerza laboral con tal ahínco que esperaban que ellas, junto al esposo, sacarían a sus familias, sus hijos, adelante… Y, que estos podrían un día superarlas. Creyeron que bastaba con su ejemplo… pero, no bastó. 

      Algunos hijos, especialmente los varones, no ven lo que brilla con luz propia pero no deslumbra. Y, esos son los que se forjaron bajo la tutela del padre, aunque este, poco hubiese hecho realmente por ellos sin el enorme apoyo de su mujer, la madre. Ni modo, dirá cualquier colega que me esté leyendo.

      Cierto, así pasa. Quizás con el apoyo de las propias mujeres, que hemos permitido seguir siendo las sombras, las compañeras, en aras de preservar la familia en sus cánones prehistóricos y religiosos: La cabeza del hogar, el jefe de familia: el hombre (…).

Quien lleva la mano…

Carlos A. Ponzio de León

      Lorena y Samuel se conocieron en la carrera de negocios a los diez y siete años. Fueron novios de los diez y nueve a los veinticuatro. Descubrieron sus cuerpos e inteligencias juntos. El de ella: silueta de sirena encantada por los rayos que desprenden las aves negras del mar; el de él: delfín de escamas doradas impulsándose bajo la profundidad del océano. Hechizados por las vehemencias del sexo en moteles y autos, por el fresco de los aires lavados en las habitaciones, y el agua fría de regaderas colgadas de mosaicos baratos, idearon cientos de proyectos de negocios que culminaron en planes y más planes impresos en hojas blancas de papel bond. Uno de ellos vio luz y creció hasta convertirse en una franquicia dentro de la ciudad. Hicieron planes para su boda y una casa, hasta que un requerimiento de hacienda los condujo al desgaste total: El contador los había defraudado, tanto a ellos como a la oficina de impuestos, pero Lorena y Samuel fueron los responsables en la verdad legal. Vieron cómo, con una resolución judicial, la autoridad les arrebataba todo lo que habían logrado a lo largo de sus jóvenes años en la empresa.

      Lorena y Samuel se separaron, dejaron de verse y ninguno, jamás volvió a iniciar un negocio. Ambos se convirtieron en empleados de transnacionales, en la Ciudad de México. Cinco años después, Lorena contrajo matrimonio con un arquitecto que construía edificios de departamentos de lujo en sitios previamente ocupados por edificaciones abandonadas en la colonia Roma. Tuvieron una hija que cuando cumplió ocho años, comenzó a vivir los conflictos de sus padres. Fueron a terapia juntos. Lorena llevaba al arquitecto y este sufría porque los temas que ella aún debía resolver con su pareja de juventud, el Samuel de universidad, eran posiblemente la raíz de sus conflictos. Como el fluir, aguas abajo, de un río amargo que desemboca en el desfiladero, vino la separación.

      Entonces ocurrió el milagro. Lorena conoció a un hombre de negocios experimentado en hacer montones de dinero, en cortar los frutos de sus préstamos como el césped de su propio jardín. Establecieron una conexión inmediata que bien podría medirse en dólares, y que puso nuevamente a Lorena lanzando semillas al campo, para proyectos de negocios. El sueño de una vida independiente regresó a plantársele como espada lista para el combate, dentro de la cabeza. Abrió su mente y todo su corazón ante el nuevo hombre en su vida, como nunca lo había hecho, al menos desde sus tiempos universitarios, con el joven Samuel. 

      Un día de cena y vino en la terraza de un restaurante en Polanco, Lorena le contó su vida a su enamorado. “El padre de mi hija es solo eso, el padre de mi hija. El amor de mi vida realmente se llamó Samuel. Su presencia brillaba. Con él tuve libertad para encontrarme a mí misma; con él, mis conocimientos rindieron frutos; con él, viví una vida plena”. “Me gustaría conocer al tal Samuel, para ver si realmente es lo que dices”, le dijo él, intentando aplacar sus celos, tratando de aterrizar la mente de Lorena en un territorio del cual él fuera dueño.

      Al despedirse, Lorena sintió un escalofrío cuando escuchó de su nueva pareja, en un tono de embriaguez: “Quiero que seas totalmente mía”. El eco de un silencio retumbó en sus oídos. Quiso dibujar una sonrisa de amor, pero no pudo. Con un pequeño beso en la boca, Lorena despidió la noche. Subió a su auto y en el camino de regreso, con las ventanas arriba y un volumen muy alto, escuchó una canción que le recordó a Samuel.

      Samuel reapareció. Fue a través de un mensaje de Instagram. Desató tremenda furia de recuerdos. Con un simple: “Hola, Lorena; soy Samuel”, dos universos colisionaron. Un corazón giró sobre su eje trescientos sesenta grados, de izquierda a derecha; y luego de regreso nuevamente. Estuvieron toda la noche despiertos en línea, enviándose mensajes. No hubo llamada telefónica. Fue un lento andar descubriendo un campo abierto, y detrás de las pisadas, iban brotando flores. Tantas preguntas. “No estuve a la altura de las circunstancias. Te pido perdón”, le escribió él. ¿Qué se hace con los sueños cuando despiertan?

      Al día siguiente, durante la comida en un restaurante de Santa Fe, Lorena le contó al empresario, como si veinte años no fueran nada. “Voy a tomarme un café con Samuel”. Al hombre, la quijada se le atoró junto al sobresalto del corazón. “Si lo ves, nuestra relación termina”, dijo él, soltando los cubiertos sobre la mesa. Lorena se limpió la boca con la servilleta. “Discúlpame”, dijo levantándose de la silla, “pero aquí, quien lleva la mano, lleva la mano”.



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