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Sepelios

Sepelios


Publicación:04-12-2022
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A partir de entonces, cada vez que pasa por una iglesia o templo, siempre se persigna, pero ni por mera casualidad o error piensa en entrar en alguna de ellas

Solo, de colada…

Olga de León G.

      El olor a incienso a lirios y nardos, la mareaban, le provocaban náuseas y dolor de cabeza. Pensó mucho antes de ir, si podría tolerar los cuarenta minutos que duraba la misa en ese ambiente: lúgubre, húmedo y asfixiante. Tal se dijo mentalmente, mientras se repetía muchas veces; tendré que soportarlo; es el padre de mi mejor amiga. No podía argumentar ninguna excusa, sería muy mal vista su ausencia, ya en el velorio, y ahora en la misa también.

      Se acomodó lo más retirado posible del altar, más bien cerca de la salida o entrada al templo. Harían unos tres minutos que la misa había iniciado. Antes había recorrido con la mirada las filas de las bancas, antes de pensar en sentarse en algún lugar lejos del atrio. Buscaba a su amiga, o a alguna de sus hermanas: no vio a nadie conocido. 

      Entonces la asaltó la duda: ¿estaría en la iglesia correcta? Preguntó a una mujer de edad media, si sabía cómo se llamaba la iglesia. ¿Cuál busca?, le regresó por toda respuesta la mujer, no sin cierta molestia dibujada en el rictus de las comisuras de sus labios. No estoy segura, creo que la de Santa María de Chapalita… No, esta no es.

      Se salió del templo y ya afuera llamó por el celular a su amiga: 

      -Creo que me confundí o me perdí. No sé a qué iglesia debo ir. ¡Disculpa!, ¿puedes orientarme? 

      Solo pudo escuchar algo de los sonidos propios de la misa y la voz del cura. Pasado un minuto, una voz le dijo: 

      -Te acabo de mandar el mapa por Google y la ubicación precisa. También el nombre de la iglesia, es la Catedral… No puedes confundirte.  Gran alivio, eso sintió… Su problema estaba resuelto, si tuviera Internet en su celular y, ¡si trajera su GPS! Entonces recapacitó, ella dijo que era en la Catedral, eso es. ¡Así sí llegaré! Y, llegó: diez minutos antes de que terminara la misa. Casi no escucho al cuarteto de clásicos que tocaron durante el servicio.

      -Ni modo, se dijo y, nuevamente, en este otro templo en el que ella suponía había sido la misa, inició el recorrido visual de las bancas de la iglesia, esperando ver a su amiga o alguna cara conocida. Pero no, a nadie reconoció; solo gente muy trajeada, muchos hombres mal encarados y mujeres relucientes de joyas. Para entonces, tenía la vista nublada y el mareo era ya muy intenso, los aromas de la iglesia la dejaron casi inconsciente a la salida de la capilla. 

      Había alcanzado a sentarse, antes de perder el conocimiento. Fue en ese instante, cuando las voces las escuchó nítidas y muy claras, a pesar de su perturbación por los aromas a incienso y flores de panteón: ¿qué hace esta mujer aquí?, ¿quién la invitó a venir? Ella quiso decirles, contarles que era muy amiga de una de las hijas del difunto.

      Para su fortuna, no lo hizo. No pudo decir nada. Entonces, dos de los dolientes, escudriñaron su rostro y exclamaron; no es… No es ella. Pero, cómo se le parece… como si fuera su hermana gemela. 

      Alguien la ayudó a levantarse de la banqueta a donde la habían arrojado dos deudos de ese, quien quiera que fuera el difunto, y la ayudó a cruzar la acera, para depositarla en una de las bancas del parque que estaba frente a la iglesia.

      En cuanto se repuso un poco del tremendo susto que se llevó, pensó y exclamó, solo para ella misma, en voz muy baja: ¿qué ando haciendo yo en estos lugares? …Y, entre gentes desconocidas, de sabrá Dios de qué calaña serán. Ya ni le importó su amiga, ni saber si había estado o no en el velorio-misa del padre de aquella.

      A partir de entonces, cada vez que pasa por una iglesia o templo, siempre se persigna, pero ni por mera casualidad o error piensa en entrar en alguna de ellas… A menos que se trate de bautismos, de celebraciones por la vida, o de bodas, celebraciones del amor; pero, no de la muerte… ¡Ah!, y siempre y cuando, no la hayan invitado, desde aquel desagradable evento, solo le gusta ir: ¡de colada!

El acarreado

Carlos A. Ponzio de León

      Estacionó el auto junto al módulo del valet parquin y este último se acercó para abrirle la puerta. Julián no bajó inmediatamente. Cerró la aplicación de Waze que lo había guiado hasta el lugar. El valet desesperó y fue a atender la llegada de otro auto. Eran las seis treinta de la tarde y comenzaba a oscurecer. Julián descendió y no encontró a nadie. El hombre salió de la caseta con un pedazo de cartón que le entregó. Julián subió tres escalones y escuchó a otro hombre de traje, delgado como quien pasa hambres y con el cubrebocas puesto, decirle: “Dígame”. Julián respondió: ¿Qué espera que le diga? El de huesos rectificó: “¿Cómo puedo ayudarle?” “Vengo a la capilla número tres”. “Pasando las bancas de madera hay una puerta de cristal, ahí es.” Probablemente Julián no era consciente de que no sabía a qué capilla venía, ni el nombre de la fallecida; pero siguió las indicaciones.

      Cuando estuvo frente a la puerta de madera, asomó las narices y recorrió visualmente a cada uno de los asistentes en los sillones pegados a las paredes, sin reconocer a nadie. Una pareja salió y le dijo: “¿Con quién viene?” Julián se dio cuenta de que no sabía ni eso. Buscó el nombre del fallecido en la pizarra negra con letras de plástico junto a la puerta y vio el nombre de un tal señor Alfredo. “Creo que no es aquí”. “Yo creo que no”, dijo la mujer, “nosotros somos los hijos y no lo reconocemos”. “Creo que vengo a la capilla número dos”. Entonces es exactamente aquí, pero del otro lado. Julián regresó con el flaco y lo pasó de largo para entrar al edificio por la otra puerta de cristal.

      Recordó que su mujer le había dicho. “Entras… y es la segunda capilla”. Pasó la primera y se fue directo a la segunda. Volvió a meter las narices. Al fondo, una mujer se levantó del sillón. Reconoció a su cuñada y entró. “¿Dónde está tu tío?”, ella lo guio con la mirada. Julián se acercó al familiar político. “Gracias por haber venido”.

      El lugar estaba atiborrado. No podía ni respirarse bien. Julián se acomodó de pie, junto al sillón donde estaban sentadas su cuñada y su suegra. Su esposa había dejado el velorio porque todavía tenía que dar una psicoterapia. A Julián le animaba que en dos horas llegaría un trío. “¿Qué tipo de trío?”, le preguntó a su mujer cuando se enteró. De los de “Sin ti”, y ella comenzó a cantar el bolero de Los Panchos. “Ah, claro”. Él, fanático de la música clásica, había pensado en un trío de piano, violín y chelo. 

      Luego del trío vendría la misa. La cual también le emocionaba porque era de las pocas veces en que creía que podía escuchar a un sacerdote hablar sobre cosas que le parecían inmediatamente trascendentales: Misa de muertos. Y luego llegaría el mariachi: él aprovecharía para cantar como cuando acudía a las cantinas del centro de la ciudad. 

      Estuvo quieto y de pie una hora. En su celular buscó: “Starbucks cerca de mí”. Arribó su concuñado. Le comentó su plan. “Aquí hay té” y se encaminaron a la mesita del café. Encontró agua caliente y sobres con hierbas. Julián se preparó un té verde. Divisó una caja de plástico con galletas dulces. Ni él ni su concuñado se alejaron hasta que acabaron con media caja. Luego fueron a recargarse al muro de enfrente para continuar la plática. A los cinco minutos, un hombre se les acercó para preguntarles: “¿Una galletita?”. “Gracias, ahorita”. Cuando el tipo de alejó, Julián preguntó: “¿Nos vio? “Muy probablemente”.

      Faltando quince minutos para que arribara el trío, Julián recibió llamada de su mujer. Salió a la calle para hablarle en voz alta. Que el tráfico estaba cargado y que alguien debía recibir a los músicos. Julián lo haría. Volvió a la capilla. Encontró dos nuevas cajas de galletas dulces en la mesita de café. Abrió una y tomo seis galletas con una servilleta para luego ir a sentarse. El lugar estaba medio vacío. ¡Qué desperdicio que la gente se vaya cuando va a haber música! Se sentó cómodamente y esperó. Finalmente descansaba. Miró los arreglos florales junto al féretro y notó que eran distintos. “Claro, para que el trío pueda tocar bien”. Sintió frío y se dirigió al sitio donde había dejado su chamarra, en el sillón de su suegra y cuñada, ahora ocupado por otras personas. “Disculpen, ¿no vieron por aquí una chamarra?”. “¿Una delgadita?” “Sí”. La mujer se levantó y abrió el cuarto reservado para los familiares. “¿Es esta?”. Julián no la reconoció. Entonces, otra mujer le preguntó: “¿Está usted en la capilla correcta?” Julián miró de reojo al muerto. Un hombre. “Creo que no”, y salió del lugar.

      Para cuando encontró la capilla correcta, el trío había iniciado su concierto. “Esto me pasa por venir de acarreado”, se dijo Julián mientras iba a acomodarse nuevamente de pie junto a su suegra y su cuñada.

      



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