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Se maravilló de su falta de fe

Se maravilló de su falta de fe


Publicación:03-07-2021
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Jesús vino a este mundo con la misión de revelarnos la verdad acerca de Dios, del hombre y de todo lo creado

Jesús vino a este mundo con la misión de revelarnos la verdad acerca de Dios, del hombre y de todo lo creado. Dios se nos comunicó en Jesús con tanta plenitud que el Evangelio lo llama “la Palabra”. Es una Palabra que expresa su contenido simplemente mostrandose, pues “la Palabra es Dios”; desde el principio “la Palabra era Dios” (Jn 1,1). Estamos hablando de un “principio” sin comienzo en el tiempo, pues la Palabra de Dios es coeterna con Dios. Ella se comunicó a los hombres en Cristo. Por eso Jesús repetía: “La palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado” (Jn 14,24).

Para cumplir esta misión, Jesús aprovechaba el lugar donde se reunían los judíos el sábado para leer la Escritura y comentarla: “Recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas” (Mc 1,39). La lectura y comentario de la Escritura la hacían también otros en ese tiempo; pero entre ellos y Jesús había una diferencia que todos percibían: “Quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1,22). Es una diferencia esencial, la mis-ma diferencia que hay entre Dios y el hombre. Los escribas enseñaban comentando la Palabra de Dios; Jesús, en cambio, es la Palabra de Dios y todo lo que él hablaba era Palabra de Dios. Él no comenta la Palabra de Dios como palabra de otro; su palabra es Palabra de Dios. Esto es lo que significa: “enseñar con autoridad”, con la autoridad de Dios.

Entre las sinagogas en que Jesús enseñó se cuenta también la de su propio pueblo, como nos informa el Evangelio de hoy: “Jesús vino a su patria... Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga”. Se produjo el mismo efecto que en otros lugares: “La multitud, al oírlo, quedaba maravillada”. Oír a Jesús hablar de su Padre debía ser impresionante. Habríamos esperado que en su propio pueblo todos se alegrasen de oírlo y diesen crédito a su enseñanza. Pero ocurre lo increíble: comienza a operar la envidia, que impide alegrarse con lo bueno del otro. En lugar de alegrarse, decían: “¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada?... ¿No es éste el carpintero, el hijo de María?”. La envidia era para ellos un obstáculo, una piedra de tropiezo (skándalon) que les impedía creer en él: “Se escandalizaban a causa de él”.

Preguntaban también: “¿No es éste hermano de Santiago, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?”. La respuesta es: “No, Jesús no tiene hermanos carnales; su madre María es perpetuamente virgen”. En el mismo Evangelio de Marcos se mencionan dos de esos nombres como hijos de otra María que desde Galilea siguió a Jesús hasta la cruz: “Había también unas mujeres mirando desde lejos, entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de Joset, y Salomé...” (Mc 15,40). Esos personajes no son “hermanos” sino “parientes” como rectifica Jesús: “Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio”.

Jesús se maravilló de su falta de fe”. Este episodio del Evangelio es una advertencia: que la humildad con que se presentó el Hijo de Dios –“tomó condición de esclavo” (Fil 2,7)- no sea para nosotros motivo de escándalo que nos impida creer en él.



« Redacción »