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Salvando a la vieja camioneta

Salvando a la vieja camioneta


Publicación:27-02-2021
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La alfombra de nieve

Carlos A. Ponzio de León

      Don Ramiro salió de la casa con las tres cobijas, con las que él y su mujer solían taparse durante las noches de invierno. Él era el tipo de viejo agrio que siempre esperaba que le sucediera lo peor en la vida. Cuando escuchó en las noticias de la radio que esa misma noche caería una helada en la ciudad, como no se había vivido en los últimos cien años, imaginó que se le venía encima una ola que le hundiría el barco en ultramar. Pensó en los tubos de su camioneta, que se le congelarían junto con los líquidos, haciendo reventar los fierros de la troca. Era su principal inversión para el sustento de su vida. ¡Cuánto les había costado comprarla, a él y su mujer, luego de años de ahorros! 

      Era una furgoneta de caja cerrada, de un rojo brilloso como las esferas de navidad. Tenía el cristal delantero estrellado, que no le estorbaba la visibilidad al conductor. Don Ramiro había batallado con tantas cosas en la vida, que estaba acostumbrado a prepararse para las situaciones más adversas que se le venían. No era el tipo de hombre que viera oportunidades en las situaciones problemáticas, sino solo peligros inminentes, escalofriantes. Escuchó la noticia de la helada y fue a buscar a su mujer: “Hay que tapar la camioneta, se nos puede congelar”. Ella mostró un poco de asombro: “¿Pero, con qué? Nada más tenemos las cobijas con las que nos tapamos, y el plástico de la lavadora”. 

      “Préstamelas”, dijo don Ramiro con determinación, sintiendo alivio al presentir que el barco saldría sin daños de la tormenta. “¿Pero con qué nos vamos a tapar nosotros, viejo?”. Don Ramiro pensó que durmiendo abrazados, él y su mujer no sentirían tanto frío y estarían protegidos de cualquier calamidad. 

      Cuando salieron a la calle, sintieron el golpe helado en las mejillas y la frente, el de un viento capaz de atravesar los troncos de los árboles; pero no las cobijas. Bajaron de la camioneta las mesas de la tienda itinerante de productos oaxaqueños. Luego cubrieron el vehículo con las cobijas y Don Ramiro colocó encima dos ladrillos: uno en el techo y otro en la cajuela, para que las colchas no fueran a salir volando con el viento. Entraron en la casa y encendieron el calentador de gas.

      A las dos horas notaron por la ventana que la nieve ya estaba cayendo y se asomaron por la ventana delantera: las cobijas estaban cubiertas por dos centímetros de nieve. Sus corazones saltaban como los de niños que ven llegar a Santa Claus cargado de regalos. No conocían ese espectáculo. Don Ramiro sintió un tipo de calma, que bien podía ser la eterna, como la de un sonido grave emitido por la rotación del planeta. No se lo comunicaban, pero ambos querían tocar aquella alfombra blanca. “¿Salimos?”, preguntó la mujer.

      Caminaron con cuidado. El frío logró curtirles la sonrisa que les iluminaba en las mejillas, pero aguantaron el navajazo. Dieron pasos enterrando los zapatos sobre la nieve. Dudando un poco si se congelarían al hacerlo, tocaron la nieve. “Es mejor que el hielo”, dijo la mujer. ¿A qué sabrá? Llevó el puñado a su boca y encontró pequeñísimos trozos de hielo que se le deshacían en la lengua, sin sabor, ni siquiera a agua de la llave. Estuvieron, a rato parados, luego caminando lentamente, sin ir muy lejos, hasta que pensaron en que podían enfermarse. Entraron en la casa, se quitaron zapatos y calcetines, y se calentaron los pies con toallas.

      Hablaron media hora frente al televisor, sin poner atención en la película que se proyectaba: Que la nieve esto, que la nieve aquello: Que de niño yo pensaba… Hasta que: “Finalmente, la vida nos dio la oportunidad de conocerla”. Se fueron a recostar satisfechos, con un largo suspiro en los pulmones, listos para taparse con todas las toallas que encontraron, sin importar si estaban limpias o sucias.

      Se fueron quedando dormidos tranquilamente. Don Ramiro comenzó a soñar en el barco de ultramar, que despegaba del agua y comenzaba a volar por un cielo donde los peces flotaban. Su mujer soñó con un castillo lleno de refrigeradores que contenían congeladores llenos de queso oaxaqueño, y que los quesos sabían a frutas. 

      La temperatura nunca dejó de descender durante la madrugada, hasta que salió el sol. La camioneta fue remolcada al deshuesadero municipal, y luego de dos años sin que alguien la reclamara, fue destrozada. La policía no pudo determinar la hora exacta de la muerte, pero ambos viejos amanecieron congelados bajo las toallas.

La última nevada

Olga de León G.

      Como todos los días, el hombre se levantó refunfuñando. Pero ese en particular, tras una noche de mal sueño, fue un monstruo el que saltó de la cama, cuando su mujer, con voz suave –más que de costumbre- le dijo: estamos a dos grados centígrados, pero dicen que la sensación es de menos uno, acabo de oírlo en las noticias… Y dijeron que bajará hasta cinco menos cero.

      La calle lucía desierta, no solo ni un alma pasaba por ella; tampoco autos… menos perros o gatos callejeros, seguro estaban resguardados de la helada que se avecinaba, replegados a las paredes de las viviendas y entre bolsas de basura.

      El hombre con sus pelos hirsutos y su desaliñada barba y bigotes blancos como los copos de nieve que empezaban a caer, le gritó a la mujer que le diera algo con qué cubrir el cofre de su viejo carro-camioneta: uno hechizo por su sobrino; quien tenía taller de reparaciones y arreglos para partes y autos, con lo que se encontraba, o le vendían vecinos y amigos, de otros barrios menos fregados.

       Ese era el único vehículo que poseían; y lo mantenían lo mejor que podían pues para ellos, era su más preciado tesoro… su herramienta de trabajo… el que les proveía una forma decente de ganarse la vida y sostener sus humildes gastos de alimentos, servicios y medicinas en su vejez. En él acudían cada mañana, a vender sus tortas y guisos a la salida de los colegios que les quedaban próximos.

      Al que estaba más cerca de su casa, arribaban poco antes de las diez con treinta minutos de la mañana, a la hora del recreo. Al otro, si les quedaba mercancía en las ollas, iban a pararse frente a la entrada, a las doce en punto. Allí, acababan de preparar lo que no hubiesen terminado de hacer en casa, como envolver las tortas en servilletas enceradas cada una; o rellenar los panes con fiambres y lechuga y tomate, o picadillo. En este colegio, los niños de la primaria y los adolescentes de la secundaria salían más tarde. Era un buen colegio –eso creían ellos- era de paga.

      Ese día de la helada, la viejecita impulsada por la orden del marido de que buscara con qué tapar el viejo vehículo, apresuró su paso hacia la recámara, mientras pensaba de qué cobija podría desprenderse para que no se fueran a congelar el depósito del agua y el del para-brisas, además de que no se les fregara el radiador cuando intentaran encenderlo a la mañana siguiente. Porque, ella suponía que podrían ir a vender, como todos los días, sus comidas. No sospechaba lo que les deparaba el mal tiempo, ni con lo que el destino los sorprendería.

      Regresó a la entrada principal cargando algunos periódicos, la cobija color azul-aqua, que eligió de las tres que tenían, para tapar el cofre, y un gran pedazo de plástico que había recogido de la basura de su vecino. Abrió la puerta y se detuvo… se acordó que necesitarían algo pesado para ponerle encima a la improvisada cubierta del cofre, que evitara se volaran plástico y cobija, con el viento que ya empezaba a soplar.

      Con todo lo que llevaba entre sus brazos, se agachó y con esfuerzo levantó unos pedazos de blocks que vio junto al último escalón… En tales condiciones, nerviosa, antes de soltar todo lo que cargaba, llamó a su marido para que la ayudara, pero no lo vio en ningún lado… Fue entonces, cuando acostumbrada a aventarle las cosas, para que él las alcanzara, aventó el primer pedazo de block calculando que le quedara a su alcance. Tuvo tan mal tino, ¡y tan excelente puntería!, que fue a golpear la nuca del viejo gruñón que refunfuñaba agachado, porque ella se estaba tardando.

      Una corriente de frío congelante recorrió su flaco y arrugado cuerpo, y sin pensarlo mucho, quiso ir a ayudarlo.

      Al día siguiente, las vecinas que por allí pasaron, se detuvieron al verlos sobre el concreto, cubiertos de una gruesa capa de blanca nieve. La viejita estaba encima de él: quiso ir a quitarle la piedra de su cabeza al ver que no se movía, y con el peso que aún le quedaba en sus brazos, resbaló antes de bajar, y su frente chocó con la roca ensangrentada.

“- Te dije: un día morirán juntos. Peleaban mucho por los problemas de la vida… -decía una de las vecinas-  pero ellos se amaron como ninguna otra pareja”.

“- Búllele, dijo la otra, que hace harto frío. Vamos a llamar a la cruz verde… O, ¿a quién le reportamos? ¡Seguro, fue un accidente!”.



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