Banner Edicion Impresa

Cultural Más Cultural


Por gracia ustedes han sido salvados

Por gracia ustedes han sido salvados


Publicación:24-09-2023
++--

Si nosotros confiaramos en nuestros méritos, no daríamos lugar a la bondad de Dios, como esos obreros de la primera hora

Leemos en este Domingo XXV del tiempo ordinario una parábola que nos transmite solamente Mateo, la «parábola de los jornaleros enviados a la viña». Podemos decir que esta parábola es una catequesis sobre la gracia divina, concepto que es esencial a la fe cristiana, difícil de comprender a nuestra mentalidad individualista y eficientista.

¿Qué razón tiene Mateo para introducir esta parábola en este lugar? A primera vista parece sugerida por la sentencia con que Jesús ha concluido el episodio anterior: «Muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros» (Mt 19,30). La parábola de los jornaleros enviados a la viña habla también de «primeros y últimos» y concluye con la misma sentencia: «Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos». Parece ser este el motivo por el cual el evangelista la introduce aquí. Pero el evangelista tiene un motivo más profundo para introducir esta parábola en este lugar; quiere reafirmar, por medio de ella, lo dicho por Jesús sobre la total gratuidad de la salvación. El episodio anterior es el del «joven rico» (según Mateo se trata de un joven), que rehusó vender todas sus posesiones y seguir a Jesús. Ante el comentario de Jesús sobre la dificultad de que un rico entre en el Reino de los cielos, reaccionaron los discípulos asombrados diciendo: «Entonces, ¿quién puede ser salvado?». La respuesta de Jesús es una expresión de la gracia divina: «Para los hombres eso es imposible; pero todo es posible para Dios». Y agrega esta promesa: «En verdad les digo... cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, también ustedes se sentarán sobre doce tronos...» (Mt 19,25.26.28.29). Que alguien se siente sobre un trono en la gloria de Cristo y posea la vida eterna es posible solamente a Dios; es un don de Dios que ningún ser humano puede reivindicar; es una gracia divina. Lo afirma claramente San Pablo: «Por gracia ustedes han sido salvados... ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios» (Ef 2,5.6.8-9).

La parábola tiene la introducción habitual usada por Jesús para aclarar algún aspecto del misterio cristiano. En este caso quiere aclarar lo dicho acerca del don gratuito de la salvación: «En efecto, el Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana (6 horas) a contratar obreros para su viña». En el caso de los primeros obreros, no hay gratuidad, porque ellos, teniendo por delante todo el día, estaban en situación de negociar con el propietario y exigieron que él se comprometiera, por medio de un contrato, al pago de un denario al día por su trabajo. El propietario aceptó el contrato: «Habiendo concordado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña». Pero el propietario salió nuevamente a la hora tercia (9 horas), encontró a otros hombres en la plaza cesantes y les dijo: «Vayan también ustedes a mi viña, y les daré lo que sea justo». Lo normal es que ellos hubieran exigido 3/4 de un denario, habiendo transcurrido la cuarta parte de la jornada. Pero confiaron en la justicia y bondad del propietario y no exigieron nada: «Ellos fueron». El propietario volvió a buscar obreros a la hora sexta, nona, incluso undécima, cuando quedaba sólo una hora de trabajo para acabar la jornada, e hizo lo mismo.

La parábola sigue con el momento del pago de todos esos obreros al final de la jornada (hora duodécima, 18 horas). El propietario dice al administrador: «Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros». Aquí aparece el concepto de «primeros y últimos». «Vinieron los de la hora undécima y recibieron un denario cada uno». Podemos imaginar al auditorio de Jesús, entre los cuales estamos nosotros, reaccionar pensando en algún error. O, al menos, pensando que el pago de los demás será proporcional: «Al venir los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno». El auditorio de Jesús probablemente está de acuerdo con ellos cuando protestan contra el propietario: «Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del día y el calor». No es una protesta abierta; es «murmuración», la actitud de rechazo solapado. Por eso, el propietario se dirige, no al grupo, sino a uno de ellos y le da un trato justo y amable: «Amigo, no te hago injusticia. ¿No concordaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete». El propietario acentúa «lo tuyo», la medida de tu esfuerzo. Y agrega el punto culminante de la parábola: «¿No me está permitido hacer con lo mío lo que quiero?». A los obreros de la última hora les hizo un don que no habían merecido, que no habían ganado, fue un regalo, una gracia. La explicación que da el propietario es esta: «Porque yo soy bueno».

Con esta parábola Jesús nos enseña que nuestra relación con Dios debe consistir en reconocer sus dones, su infinita gracia y no pretender nada ante Él. Si nosotros confiaramos en nuestros méritos, no daríamos lugar a la bondad de Dios, como esos obreros de la primera hora. Después de su conversión, que fue una gracia de Dios, San Pablo, enseña que la justificación, que nos hace gratos ante Dios, no se obtiene por nuestro esfuerzo, lo que él llama «obras de la ley», sino por pura gracia: «Si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otro modo, la gracia ya no sería gracia» (Rom 11,6), sino salario. El Catecismo define la gracia como «una participación en la vida de Dios» (N. 1997). Nadie puede pretender obtener esto como pago por su esfuerzo. El Catecismo continúa: «La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla» (N. 1999). Tiene una sola explicación: Que Dios es infinitamente bueno.

Santa Teresa del Niño Jesús sabía que ningún mérito propio podía presentar a Dios para merecer el don de la vida eterna y todo lo esperaba de su amor: «En el atardecer de esta vida compareceré ante ti, Señor, con las manos vacías, porque no te pido que cuentes mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de ti mismo...» (S. Teresa del Niño Jesús).



« Felipe Bacarreza Rodríguez »