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Pequeño homenaje a Pedro José Morillas

Pequeño homenaje a Pedro José Morillas


Publicación:15-01-2023
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Un hombre de campo

Carlos A. Ponzio de León

      

      En aquella época, la loma estaba llena de árboles, no como ahora: pelona, lapidada por calles de asfalto de donde brotan algunas casas. Por aquellos tiempos podía alzarse la vista durante las noches y se alcanzaba a ver un mar de estrellas en la bóveda nocturna, o escucharse a las chicharras en las tardes de verano. Los osos no aparecían buscando comida dentro de los botes de basura en los jardines de las viviendas. Si los perros subían a la loma, soltaban ladridos que rebotaban contra los troncos, dejando oír percusiones que reverberaba descendiendo por el cerro. 

      Fue por aquella época del año de… que subí a la loma acompañado de mi lomito: un dálmata blanco de manchas negras. Iba yo apreciando la belleza del trayecto, oliendo la humedad de la tierra negra, admirando el brillo verde del moho sobre algunas piedras y que en ocasiones trepaba por los troncos de los árboles. Llegué hasta la punta del cerro cuando me pareció notar a un hombre sentado, admirando la vista hacia el otro lado y dándome la espalda. Cuando escuchó el sonido de las hojas secas pisoteadas por mi perro, se levantó intempestivamente y dando un giro me apuntó con un rifle que sostenía con seguridad entre sus manos. 

      Yo sentí que mi sangre se congelaba en la punta de mis pies, cuando a él seguramente le hervía en la cabeza. “¡Tranquilo!”, le dije, “soy vecino, vivo en la calle de…” El hombre parecía seguir calculando cada una de mis expresiones, sin alterar su propia posición. “No sabía que fuera tan peligroso subir la loma”, le dije finalmente. El hombre dejó escapar una sonrisa irónica y me dijo: “No cargo con un rifle para asaltar aventureros, que son muy pocos, sino que es mi trabajo lo que me obliga. ¿No sabe usted quién soy? ¿Ha escuchado hablar de Agapito Treviño?”. Solté una carcajada y no tuve otro remedio que decirle: “Será usted su fantasma, porque Agapito Treviño fue fusilado hace ciento cincuenta años”. En ese momento escuché hierba seca triturada por pasos y al girar mi vista, noté un caballo blanco. ¿Cómo había podido subir hasta allá?

      “Siéntese en esa roca”, me dijo señalando una con su carabina, “le voy a contar mi historia”. Nada me podía parecer más interesante. “Pero debe usted prometerme algo. Ahora que me ha visto, no puede contarla a nadie, hasta que yo haya muerto”. “Así será”, le respondí inmediatamente, mientras me dirigía a colocarme en el lugar indicado.

      “Soy descendiente directo de Agapito Treviño”, dijo el varón. “Y como el salteador de caminos, yo también le robo a los ricos para darle a los pobres. Pero nadie sabe de mi existir. Como nadie ha sabido de la descendencia de Agapito Treviño. Todos hemos vivido con nuestras familias en cuevas escondidas a lo largo de estas sierras. Pero como todo lo que comienza debe llegar a un fin, también así la descendencia de don Agapito Treviño. El mundo ha cambiado. Ya nadie viaja con sus tesoros en carruajes por caminos poco vigilados, y he visto en sueños que se avecinan cambios con esos aparatos que se llaman computadoras. Un día, las joyas ya no serán joyas, el oro dejará de ser oro y el dinero dejará de ser dinero. Los bancos guardarán la riqueza en las computadoras y mi trabajo será cada vez más difícil de realizar. Se necesitarán conocimientos que, viviendo de esta manera, no podré adquirir.” Y el hombre dio una fumada a su cigarro. Estuvimos en silencio un largo rato. 

      “Asaltar no es fácil cuando se es un hombre de campo. Ahora son narcotraficantes los que se encargan de repartir algo de sus riquezas. Al menos eso cuentan ellos. O quizás solo sea lo que cree la gente. No es difícil engañar a las masas. ¿Se ha puesto usted a contar cuántas mentiras cree lo que ustedes, los hombres estudiados, llaman sociedad?” Hubo un silencio que no quise interrumpir y que volvió a alargarse. Me quité los lentes para limpiar las micas y volver a ver con claridad al hombre.

      “Los pobres no siempre son los buenos de la historia”, comenzó a decir nuevamente el varón. “Trato de no arrepentirme de lo que he hecho estos últimos quince años. Pero debo reconocer que todo ser humano tiene cosas buenas y otras malas y a veces, cuando enfrentamos diversas circunstancias, esas circunstancias son la raíz de la maldad. Pero ahora, con tantos psicólogos… es responsabilidad de cada uno el cómo responde ante su situación, o al menos si decide repetir comportamientos que nos hacen daño”. El caballo blanco comenzó a relinchar. El descendiente de Agapito Treviño se dirigió a él para montarlo. Y antes de desaparecer por una colina que descendía del otro lado de la loma, me dijo: “He dado testimonio de este secreto y será su responsabilidad divulgarlo cuando yo haya muerto”. Y eso, estimados lectores, es lo que hago ahora.

“Ojo por ojo...”

Olga de León G.

La hormiguita suele ser sensata, sensible y muy reflexiva. Mas esas cualidades no niegan que pueda tener otras no tan nobles, en momentos extremos que, como todos los hermanos de esta y otras especies, ella también ha vivido y sufrido: no digo algo grave sino innombrable e imperdonable. Como el día en que fue víctima -sin pretenderlo- de circunstancias horrendas.

Pues bien, he aquí que una semana antes del fatídico día, cuando su buena amiga, la también muy laboriosa abejita, la invitó al Círculo de Lectores de los sábados y una frase de Gandhi, que allí escuchó, se le quedó grabada en su cerebrito: “Ojo por ojo y todo  el mundo quedará ciego”. El perdón es la única respuesta ante la venganza.  Pero, ese día no quiso recordar ni honrar a Gandhi. El fuego de la furia y el enojo dominaban su mente y su corazón.

No, definitivamente no podía quedarse sin castigo ese gusano que andaba por el mundo buscando la lástima de todos en aras de su lloriqueo y el poco aprecio de que gozaba entre todos los demás animalitos de su misma especie, que igual se arrastraban por la tierra o trepaban por troncos y hojas, pero nunca entraban en conflicto con nadie más, antes bien, se mostraban útiles y agradecidos con todos los que se topaban en el camino y los ayudaban a seguir en él.

Tengo que encontrarlo, cercarlo y atraparlo para aplastarlo frente a toda la comunidad, que todos lo reconozcan por lo que es: un repugnante gusano con el ego demasiado inflado y muy despectivo para con quienes tienen alguna debilidad o incapacidad menor o no, transitoria o permanente…

Y, como si sus hermanos del bosque, la selva, el desierto y la sabana hubiesen leído aun a la distancia el pensamiento de la hormiguita, acudieron, todos, lo más presto y raudo que pudieron para estar al lado de ella y ayudarla en su venganza… Cosa curiosa, todos estaban a favor de que la hormiguita cobrara venganza, como si se tratara de una historia tan escalofriante y similar a la que le sucedió a Valentín Páez, el ranchador, en el cuento con este mismo nombre de Pedro José Morillas, casi dos siglos antes: “Qué cosas tiene la vida”. Nuestra hormiguita queriendo matar al gusano… Nunca lo habría creído, ¡de no estarlo leyendo ahora!

Eso estaba viviendo la hormiguita, cuando una mariposa se posó en una rosa del rosal blanco que estaba por donde iba atravesando la pequeña colorada, y la saludó, diciéndole: 

- ¡Hola, amiguita querida! Te veo un tanto descompuesta, con el rojo de tus chapitas más encendido que nunca y tus movimientos muy acelerados. ¿Vas con demasiada prisa?, ¿o algo te preocupa más hoy que ayer?

No bien terminó de hablar la mariposa, otro gusanito se le acercó a la hormiguita y le ofreció llevarla a donde fuera sobre su lomito; luego, un abejorro le ofreció transportarla por el aire fresco, volando entre las ramas de los árboles, para que no sudara… 

Al rato, muy poco después, apareció un armadillo y una tortuga y un sapito regordete, que le ofrecen llevarla, incluso sin saber ni preguntarle hacia dónde quería ir, ni qué empresa blanca y noble o turbia y violenta deseaba poner en marcha o darle fin. Y con ello, a los pensamientos que todo el día la habían atormentado, llenando su cabecita de un increíble deseo de venganza.

La hormiguita sacudió su testa y dirigiéndose a todos sus amiguitos, les dijo: Ya me han ayudado mucho. Han aclarado mi juicio y han puesto en la dimensión exacta a la venganza, la que pensaba cobrar por todos los agraviados que nada hicieron para defenderse de un espécimen que no merece ni que lo nombre, llamémosle: el envidioso e inseguro.

La mariposa comenzó a revolotear y un hermoso colibrí que había llegado casi al final, dijo: Convoquemos a una reunión, que sea una fiesta por la alegría de coincidir y seguir siempre así: unidos, en paz y haciendo un poco o un mucho por todos los demás: sí, dijo a voz en cuello el armadillo, si uno ayuda a otro y este a otro más, pronto ni estaremos ciegos ni ocuparemos gafas… Todos rieron de la puntada. Miren, dijo la tortuga sacando su cabeza y mirando hacia atrás, allá viene el elefantito azul, tu gran amigo, hormiguita.

      Sí, ya quiero subir a su oreja para ir a nuestro oasis y refrescar mi testa… que nunca más vuelvan a mí esas ideas, pues ciertamente: “ojo por ojo, dejará al mundo ciego”.   

      

      



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