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Pequeño homenaje a Lydia Davis

Pequeño homenaje a Lydia Davis


Publicación:24-07-2021
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Hoy, no importa si se tergiversa el sentido de mis ficciones y me las atribuyen como parte de mi vida: restándoles el valor creativo: ¡escribo cuentos!

Los sueños que me cuento… y, río.

Olga de León G.

      Persigo crear mundos y personajes inverosímiles, y que yo los haga creíbles. Los que a veces contengo, a punto de salir de mi imaginación: “No te entenderán”, pienso. Hoy, no importa si se tergiversa el sentido de mis ficciones y me las atribuyen como parte de mi vida: restándoles el valor creativo: ¡escribo cuentos!, y hoy me divertiré en grande: A lo Lydia Davis: y gozaré, como felina bajo la sombra de la luna, o perrita de paseo por la selva de asfalto, y los parques con césped.

1. Ausencia de momentos

      Lo sabía muy bien: un momento incomprendido provenía de un sentimiento extraviado, y este a su vez, producía muchos más momentos no comprendidos; de suerte que lo que quedaba de su vida en común, se plagó de sentimientos extraviados, que solo producían miles de momentos incomprendidos… por los dos.

      Hasta que la alcoba se quedó vacía, a pesar de que sobre el lecho yacían dos cuerpos total y perfectamente vivos, pero sin un sentimiento ni momento en común.

       

2. Mi amiga y su amante

A pesar de que no tenía afición alguna por los encuentros con desconocidos. Antes bien, los temía, y quizás por eso, se alejaba lo más posible de cualquier roce, aproximación o charla en la vía pública, lugares cerrados, o bajo la nostalgia de un día lluvioso. No deseaba conocer a nadie. Ya conocía a demasiados charlatanes vestidos de galán o conquistadores fortuitos.

Así que optó por inventarse una aventura, para ahuyentar toda posibilidad de una real y verdadera. Y, cada día que algún desconocido llamaba a su puerta, ella salía como bólido caído del cielo cual aerolito, arguyendo que iba a encontrarse con su amante.

Así transcurrieron los años, y mi amiga huía con mayor ahínco de cualquiera que le quisiera hacer plática en la vía pública, biblioteca o restaurante, o que tocara a la puerta de su casa.

Hasta que un día, ella fue -no se sabe cómo ni por qué- a tocar en una casa enfrente de la suya (cualquiera pensaría que fue a pedir una taza de harina o un par de huevos: ¿quién sabe?), donde vivía un hombre solo que también huía de toda mujer que tocara a su puerta. Así que, al abrir su vivienda, el hombre salió despavorido y fue a meterse en la primera casa que halló abierta: la de mi amiga.

Esta, desconcierta por lo que le sucedió, y no habiendo visto hacia dónde se fue el hombre, deambuló un largo rato, dando vueltas a las dos manzanas: en donde estaban su casa y la de enfrente. Hasta que cansada de caminar, y sin comprender nada de lo sucedido, fue a meterse en su propia casa.

Así, durante meses y años, mi amiga durmió en su cama, pero también el vecino de enfrente (quien nunca la despertaba ni molestaba). Y aunque no lo supe de cierto, pues mi amiga no me lo contó, parece que ambos fueron por años amantes, sin saber que antes, habían sido esposos.

3. Lo que ella escondía

      La gente toda a su alrededor, y especialmente los amigos, le escondían muchas cosas. Le escondían cosas verdaderas y algunas mentiras. Las escondían sin que les importara de qué estaban vestidas, si: de verdad, de mentira o solo de ficción, y un poco de fantasía.

Y nadie sabía –menos especialmente la gente a su alrededor o sus amigos-, que ella también escondía muchas cosas, como… cuchillos, tenedores, tijeras, utensilios metálicos para asar espadillas diversas: con carne y vegetales. También mantenía lejos de la vista de cualquiera, una pequeña hacha que tenía atrás de la puerta de la cocina; de su escritorio, estaban ocultas las plumas fuente y corta papeles, en fin, todo objeto que sirviera para causar algún fatal accidente; o la muerte.

No temía que alguien le hiciera daño. No sentía temor de los otros, temía de sí misma… Y, de los viejos fantasmas, los del pasado. Los fantasmas de su madre, de la madre de su madre y de las demás abuelas enterradas hacía más de un siglo.

Así que nada comía que requiriera de cuchillos y tenedores. Bueno, realmente ya casi no comía, el hambre se fue haciendo tan prosaica, que la descartó de su agenda y de su vocabulario: comía cada vez menos. Comía solo para subsistir porque si no, no podría escribir… Y si no escribía, entonces sí se moriría, de pena y decepción de sí misma.

Hasta que llegó el día en que las uñas y el cabello le crecieron tanto, que al pasar frente a un espejo, se regresó a mirar dentro de él: quién era ese espécimen que la observaba con la mirada fija y llena de extrañeza. ¡No supo quién era! No se reconoció. Sorprendida en grado extremo: no supo cómo describirlo, y, sin embargo, solo ella podía saber lo que vio. Entonces, no pensó en otra cosa que salir corriendo de ese lugar maldito, que la convirtió en un monstruo.

Y se fue, para no caer en tentación de: buscar algún cuchillo y acabar con el monstruo del espejo. No quería que además de ser hoy ella misma un monstruo; mañana, fuera una asesina.  

Nuevo campeón de boxeo

Carlos A. Ponzio de León

      

      Ramiro enciende la televisión a las nueve en punto de la noche. Sintoniza el canal que transmite las peleas de box. La cámara enfoca el túnel de donde salen los dos boxeadores para dirigirse al cuadrilátero por las diagonales junto a los asientos. La gente grita de pie, enloquecida, a favor de su peleador favorito. Ambos levantan los brazos con los puños envueltos en sus guantes finos, delgados, de látex, en señal de que saldrán victoriosos. Suben por las escalerillas y al atravesar las cuerdas, están en el ring. En cada esquina, los mánayer abren las maletas. Ahí traen un arsenal de artefactos, fotografías, prendas de ropa íntima de dama, dibujos a lápiz en papel: todo aquello con lo que intentarán hacer enojar al contrincante para que suelte un golpe y su boxeador pueda caer a la lona, y así ganar el combate.

      Gana el primero que es derribado, ya sea por un buen golpe, o porque se deja caer ante el más mínimo rozón o empujón del contrincante. Pierde el que se enoja y golpea. Durante los tres minutos que dura cada asalto, el boxeador se debate entre golpear o no al oponente. Se detestan como bestias odiosas. Se han insultado en los días previos a la pelea, en conferencias de prensa y entrevistas de radio. Y en cada asalto, siguen agraviándose. Cada uno: va y viene a su esquina y trae algo en las manos: una fotografía o dibujo que molesta al otro. Una foto de la esposa desnuda, una imagen de la esposa teniendo sexo con otro, la madre del contrincante siendo maltratada, una fotocopia de las calificaciones reprobadas durante la infancia, un dibujo del contrincante con orejas de burro. Un meme con una burla sobre un pariente muerto.

      Filipito “Huesos de Acero” se mueve de un lado a otro en calzoncillos azules, y Pepito “Manos de Princesa”, en calzoncillos blancos. Han llegado al sexto asalto sin hacerse daño. Filipito es a quien se le ve desenvolverse más tranquilo en el cuadrilátero, con la serenidad de una ola en mitad de la nada. Pepito es quien de pronto aprieta los dientes, con coraje. Con la mirada le pide más agresividad a su mánayer. En el descanso, dijo abiertamente: “Estoy comenzando a enojarme, este tipo ya se ha metido demasiado con mi hermana”. Del baúl de su esquina, el asistente le entrega al mánayer una libreta con anotaciones, resultado de la exhaustiva investigación que se realizó sobre el contrincante, previo al combate.

      El mánayer hojea el cuaderno. Busca los apuntes que estén anotados en tinta roja. Son los más ofensivos. En la página trece, encuentra uno que le llama la atención. Cierra la libreta, se para erguido y vuelve su vista al combate: “Calma, Pepito, en el próximo round lo tendremos”. Medio minuto más tarde suena la campana. Pepito “Manos de Princesa” vuelve a su esquina. “Mira, le vas a decir lo siguiente”, le dice el mánayer a su boxeador, y se acerca a cuchichearle algo al oído.

      Cuando suena la campana para el regreso, a Pepito se le ve llegar a la zona de combate con mucha calma, con más tranquilidad con la que se le había visto durante los últimos dos asaltos. Chocan puños y comienzan a gritarse nuevas groserías. En una de esas, Pepito le suelta a Filipito: “Tú no sabes quién fue tu papá”. Filipito se queda quieto, le vienen recuerdos de su estancia en el orfelinato cuando era niño, donde su madre lo dejaba de martes a domingo para irse a talonear. A Filipito le ruedan dos lágrimas en los ojos. Aprieta un puño mientras tiene fija la mirada en la lona, comienza a sentir el odio de volcán que lo tiene metido en este oficio. Ve con fuego de lava a Pepito, quien ríe a carcajadas frente a él y está a punto de doblarse por el dolor de la risa en la panza.

      En eso, sin más preámbulo, Filipito le suelta un golpe en la nariz al contrincante, quien cae a la lona sangrando, como si hubiera caído un mazo en su cabeza. El dolor no le impide sentir la felicidad del momento. La gente estalla en gritos. El mánayer salta al ring para abrazar a su pupilo. ¡El mundo tiene un nuevo campeón mundial!



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