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Pequeño homenaje a la Mitología Griega

Pequeño homenaje a la Mitología Griega


Publicación:23-01-2022
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Y como poco han deseado, el resto de sus vidas serán felices, conscientes del Olimpo terrenal en el que ahora viven”

Eternidad en el Olimpo terrenal

Carlos A. Ponzio de León

      

      Al fondo seco de la botella, la vista del viejo no podía llegar: el pequeño estanque de aguas nocturnas que iban y venían dentro de la garrafa, le impedían mirar el fondo marino. Había desenterrado de la profundidad de su alacena, un líquido caro que ahora servía en los únicos vasos de cristal que poseía, delgados y baratos como el par de mendigos que él y su mujer alimentaban en la cocina de su casa. El contenido del recipiente no cambiaba, siempre a medio llenar, aunque los visitantes bebían como si sus vientres fueran descomunales esponjas secas, o insaciables ninfas que alimentan el eterno girar de las estrellas. Filemón le dijo a su mujer: “Este vino no se acaba. Revisa tú qué le pasa a la botella”. Beatriz la apretó del cuello e intentó leer en la etiqueta: pero su vista de tantos años no la dejó entender. Se mordió un labio y miró de reojo a los visitantes: Reencontró al macho de barbas maduras y camisa roída que dejaba ver su torso garrudo, y al joven de mirada audaz y torcida bajo un sombrero de alas amplias. ¿Serían estos mendigos capaces de cometer un acto inhumano? Ahora los miró con mayor claridad: “¡Son deidades!”, le dijo la mujer a su marido. “¡Hay que matar al ganso y darles de comer!”.

      Bajo el cielo atormentado, huía el ave de los golpes de Beatriz: patadas sin rabia que hacían gorjear aullidos al animal, y risas a los mendigos. El ganso fue a saltar sobre las piernas del descamisado. “No es necesario”, dijo el Dios, “ya nos vamos. Suban ustedes al monte, pues la mitad de esta ciudad será destruida por un huracán”. Zeus y Hermes habían descendido al pueblo en medio de una tormenta, pidiendo refugio entre los habitantes, arropados como aquellos que piden limosnas para vivir. Los habitantes les habían negado ayuda, excepto el par de viejos humildes que ahora subían cansados a la cima de la montaña. Los dioses fueron pacientes y actuaron hasta verlos llegar. Desde allá presenciaron cómo iba el pueblo inundándose, las aguas aparejándose con los techos de las torres, para luego ahogarlo todo entre borracheras de gritos, víctimas del matarife. 

      A la mañana siguiente, las aguas descendieron y apareció la choza de Filemón y Beatriz intacta. “En su lugar habrán de construir un nuevo templo”, les dijo Hermes, “en honor a mí y a mi Padre. Será el lugar donde la gente vendrá para obtener los grandes beneficios económicos del comercio, así como la bendición de un Padre ausente. Los afortunados recibirán energía para vivir, e ingenio para crear. Reinarán sobre las abominaciones y recibirán el pasaporte del Hades para ir y venir libremente desde el inframundo. Con facilidad recolectarán peces como alimento, y las serpientes les obedecerán para entregar gran escarmiento entre sus enemigos. Entenderán los secretos que vocifera el viento, y a sus oídos llegará la música que cantan las musas, a compás de la lira eterna. Las nubes les arrebatarán sus miedos y los peligros del universo.

      Filemón y Beatriz descendieron de la montaña y derribaron su propia choza, ante la admiración de los sobrevivientes: la única edificación aún en pie. Los aldeanos pronto les ofrecieron toda su ayuda para acarrear mármol y edificar el santuario. La pareja alzó columnas y muros de inmensidad hasta entonces desconocida. Y también algunos sueños austeros sobre sí mismos. Pero fueron nombrados guardianes del templo por la comunidad.

      Cuando el edificio estuvo terminado, Zeus descendió en forma de águila y en pleno vuelo a bajo cielo, les anunció: “Les concederé un deseo”. Filemón y Beatriz se quedaron quietos, mirando ilusionados las sombras de las alas del águila. No sabían qué elegir. “¿Tienen acaso miedo de no ver su deseo realizado?”, preguntó el dios, lanzándoles un rayo que transparentó sus cuerpos e iluminó sus corazones. “Ahí están sus deseos”, les dijo el águila, “ahora mírenlos”. Pasmados se vieron los corazones el uno al otro. Luego, sus propios pechos. Mirando los ojos del águila, dijeron: “Deseamos vivir el mayor tiempo posible. Y cuando llegue el momento: morir juntos”. El pájaro Zeus descendió sobre la rama de un árbol que sobresalía en el campo. “Aquí serán enterrados y encima de esta tierra, nacerán: un roble y un tilo, inclinándose el uno hacia el otro. Sus obras e historias serán eternas. Y como poco han deseado, el resto de sus vidas serán felices, conscientes del Olimpo terrenal en el que ahora viven”.

      

      

      

Lágrimas fértiles

Olga de León G.

Extrañamente, la desolación y la tristeza habíanse apoderado de aquel pueblo otra hora exuberante, lleno de vida y próspero. Lo cierto es que la sequía había caído sobre esas tierras como una maldición al estilo de las rabietas o furias de los dioses griegos. La gente se preguntaba qué habría sucedido. Quién o quiénes habían llegado a vivir allí que causaron el enojo de sus divinidades. 

      Desde hacía cientos de años, a un pueblo peculiar por sus habitantes y por la abundante y diversa flora y fauna que en él existía y se reproducía libremente, nada lo afectaba: lloviera o no; hiciera calor o mucho viento seco; frío intenso y con abundantes nevadas. Era un pueblo cual reino mágico bendecido.

Lo mismo podían verse montañas elevadas que planicies. Pero, en el centro de esa comarca, rodeada de la más diversa vegetación y variada fauna, elevada como si se tratara de un enorme castillo, una planicie había, desde donde se dominaban todos los horizontes cercanos y no tan cercanos.

Sus construcciones lindaban con las nubes, era un espacio donde los mitos griegos se fraguaban y esparcían por toda la tierra. Pertenecía a los dioses y sus descendencias que según se creía, no habían muerto ni desaparecido. Ni se habían ido al cielo a vivir en el firmamento como estrellas. En realidad, se traba una comunidad a la usanza de la Antigüedad helénica. Sus habitantes nunca dormían, vivían preocupados porque alguna fatalidad les cayera encima.

Hasta ese rincón desconocido de la tierra, había llegado el viejo Cefeo, rey de Etiopía en otros tiempos. Y, todas las noches, aquel que se hacía llamar Cefeo, fuera real o una visión del pasado, lloraba sin cesar por la maldición que ahora había caído en su territorio: la terrible sequía que tenía sumida a toda la gente en la más lamentable pobreza y tristeza, por falta de lluvia, de agua en los ríos y mares y, obviamente, la total carencia de vegetación y fauna. Los campos estaban cubiertos de terrones, peñascos arenosos pero duros como piedras. Los pocos animales que por ahí merodeaban estaban enjutos o muriendo a la orilla de los caminos.

Entonces, Zeus se apiadó de sus hijos. Convocó a una asamblea a los dioses y semidioses que eran fieles tanto a los humanos como a los dioses… Y fieros, contra toda injusticia. Así fue como, allí estuvieron: Atenea, Afrodita, Teseo, Agamenón, Aquiles, el audaz Ulises, Pandora con la esperanza en su caja, Dédalo, el anciano sabio padre de Ícaro, y este, antes de que sus alas se consumieran por volar muy cerca del sol, de cuya luz brillante se enamoró; también Tiresias, Eco y tres más, cuyos nombres se me escapan de la memoria (tal vez no fueran muy importantes).

      El viejo rey Cefeo era venerado y cuidado por sus nietos, como si se tratara de un gran héroe. Y no era para menos: era el padre de Andrómeda, de la fuerza y el poder, quien se atrevió a sacrificar en otros tiempos, a la mujer por sobre el hombre y la paz por sobre la guerra, cuando así lo decidía él, para salvar sus tierras, su poder y su prestigio de padre y rey.

      Mientras Afrodita distraía la atención de algunos, con sus encantos; Atenea hacía gala de sus conocimientos y sabiduría, burlándose de los más ingenuos como Perseo e Ícaro, y Ulises u Odiseo se desesperaba porque no veía que la Asamblea organizada por Zeus avanzara, siendo que a él le impacientaban las indecisiones… 

      De pronto, la oscuridad se hizo presente y el firmamento fue la lámpara mágica que iluminó la realidad. Y desde allá arriba, donde habitaban Andrómeda y Perseo, con tristeza por haber sido condenados a quedar encarcelados entre nubes y astros convertidos en Constelaciones, lloraron como un par de Magdalenas. Y cayeron en forma de tenue pero persistente lluvia millones de milésimas de lucecitas, precipitándose sobre la tierra árida y totalmente seca, en forma de lluvia dorada. ¡Lágrimas fértiles que salen de ojos divinos, ojos agradecidos con la vida y el amor!

      …Y aquel pueblo reverdeció en sus campos y engordó su fauna. Y el espíritu de sus habitantes se afianzó a la vida de las estrellas. 

      



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