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Pequeño homenaje a Katherine Mansfield

Pequeño homenaje a Katherine Mansfield


Publicación:19-06-2021
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Nada de eso podía hacerla sentir lo que ahora buscaba en la vida

Los prodigios de la inmortalidad

Olga de León G.

      Cada noche durante el otoño, antes de meterse bajo las sábanas lista para dormir, Catalina aspiraba el aroma de los azahares. Le fascinaba hacerlo. Era un ritual que aprehendió desde niña en casa de sus tías abuelas. Algunas noches, a pesar de ser ya septiembre bien entrado, el calor no se iba y las tías sacaban sus catres y los tendían en aquel enorme patio, cerca de los naranjos, no debajo, pero sí cerca.

      Procuraba no exaltarse demasiado, pues los médicos le habían recomendado vivir cualquier experiencia, aun las más gratas, como disfrutar el aroma de los azahares con moderación… su corazón no resistía ni excesivo alboroto o alegría, ni sufrimientos o tristezas en demasía. Un día su corazón se cansaría y, simplemente, dejaría de latir.

      Su cabeza reposaba del lado más próximo al naranjo. Su marido dormía del otro lado, para donde el viento no le llevaba con mucha intensidad -como a ella- ese aroma dulzón y embriagador de los azahares. A veces sentía que los pequeños pétalos traspasaban el cristal y el mosquitero de su ventana, sabía que no era posible, solo en su ensoñación podía suceder.

      Un día, después de la noche en que se olvidó de aspirar profundamente y de abrir la cortina que cubría la mitad de la ventana, justo su mitad, del lado del naranjo, ella y la sábana con que se cubría del sereno de la madrugada, amanecieron envueltas en flores de azahar.

      Empezó a juntar los pétalos y los metió todos en el cajón de los recuerdos de su cómoda, a un lado de la cama. Luego, procurando no hacer mucho ruido para no despertar al marido, caminó hacia el baño. Tomó una ducha caliente, se enfundó en sus pantalones de mezclilla que había dejado listos desde la noche anterior. Calzó sus tenis sin talón y una playera amplia. 

      Se dirigió a la cocina, prepararía un desayuno ligero, pues tenía mucho qué hacer dentro y fuera de la casa, para la reunión que tendrían con el grupo de amigos de toda su vida. Los vecinos de hacía más de treinta años, quienes ya no vivían al lado de ellos pues se habían mudado hacia las afueras de la ciudad. A pesar de la distancia y su encumbrada situación financiera, los ex vecinos seguían viéndose, por lo menos, una vez al mes. Salvo cuando Héctor estaba de gira por el extranjero o tenía reunión de trabajo impostergable, lo cual lamentaban.

      Otras de las parejas en esas reuniones, eran Julio y Susana, con quienes los unía una relación de muchos años, aún más, pues se conocían desde la escuela de bachilleres.

      Al poco tiempo, se levantó el marido, fue a la cocina y encontró a Cata con el desayuno puesto sobre la mesita y a ella, terminando de hacer la lista de lo que compraría para la reunión de esa noche. 

      Eduardo fue el primero en abordar lo insólito de la noche… Ella no daría crédito a lo que le diría: ¿Te levantaste durante la madrugada, Cata? No, respondió ella. ¿Por qué? Preguntó con disimulo. Lo cierto es que recordaba perfectamente haberse levantado de la cama, pero solo para ir al baño.

      Me levanté y fui a asomarme al patio, saliendo por la cocina. Estuviste fuera de la cama, cerca de dos horas. No te hablé porque pensé que estabas dormida, como sonámbula; no quise asustarte. 

      Y, allí estabas sentada encuclillas junto al naranjo, parecía que hablabas con alguien… a nadie más vi. Me quedé un rato, luego opté por volver a la cama y me quedé nuevamente dormido. Ya para amanecer, te vi plácidamente dormida, lleno tu camisón de flores de azahar y tus brazos cruzados como queriendo retenerlos allí, junto a tu pecho.

      ¿Por dónde te saliste? Por la ventana contestó Cata, sonriendo con naturalidad. Pero, la ventana estaba cerrada y por entre las varillas, no cabes. ¡Ah!, pues entonces, no sé. Tal vez, no me salí…Tal vez los pétalos me cayeron del cielo. O, ¿no serías tú quien me los puso encima?, tú fuiste quien salió al patio.

      Aquella conversación se hizo un ovillo que en años no pudieron resolver. Ni vieron a los amigos esa noche, como que no habían invitado a nadie. La mayoría de ellos habían muerto hacía mucho… Y, ahora, ellos mismos no estaban seguros de que siguieran vivos. A lo mejor, solo eran el sueño de alguien más que los recordaba: gentiles, educados, y, también, distraídos y algo mentirosos.

En busca de un retrato

Carlos A. Ponzio de León

      

      La señora Hernández llegó sola a la calle de Donceles. No solía visitar el centro sin compañía, ni con la alegría de un niño que se empapa bajo la lluvia. Ahora se aventuraba para conocer el estudio de un pintor. No lo comentó con su marido. Dejó el auto estacionado a media cuadra de su destino, encargando que se lo lavaran por dentro y por fuera, y que le aplicaran cera. Notó un olor penetrante a aceite de motor que rápidamente pasó por alto. El encargado del estacionamiento anotó la placa en un pedazo de papel que pasó por el marcador: Las dos en punto. Llegaría cinco minutos tarde.

      Gabriel escuchó sonar el timbre en la cocina y descendió de prisa por las escaleras. Su interfono no funcionaba. A la señora Hernández le emocionaba tanto el encuentro, que le causaba fuego en el estómago. Durante los días previos, se había formado la ilusión de una adolescente que descubre por primera vez en la vida, la salida del sol por el horizonte, con tonos violetas y anaranjados. Tal vez sería inmortalizada con un retrato. 

      Cada uno reconoció a la persona que había conocido una semana atrás, en la inauguración de una exposición colectiva en una galería en las Lomas. Gabriel no participaba en la exposición, pero había asistido por invitación de un viejo amigo. En realidad, ¿desde hacía cuánto tiempo que no pintaba? En las charlas entre salones conoció a la señora Hernández y a su marido, y se agradaron mutuamente.

      Ahora, al subir hasta el cuarto piso en un elevador que daba lástima, la señora Hernández encontró un espacio grande que, en lugar del estudio de un pintor, parecía el departamento de un simple desempleado. Cruzó la sala desordenada, la cocina sucia y llegó a un pequeño cuarto de tres metros cuadrados. En el centro, sobre un piso reluciente, había un caballete, y de las cuatro paredes colgaban cuadros: Un caballo, un frutero, un rosal y un paisaje. 

      “¿Tiene usted pinturas para la venta?”. Gabriel no contaba con nada qué ofrecer. Se había deshecho de toda su obra, regalándola entre familiares y amigos. “Puede escoger entre lo que ve colgado”. “No veo retratos”. “Créame, soy buen dibujante, yo le puedo hacer uno maravilloso”.

      La señora Hernández comenzó a sentir una desilusión que le era familiar. Su trabajo como administradora de una tienda de telas, que diez años atrás le había devuelto la confianza en sí misma, ahora le deprimía. A sus cuarenta años, casi nada la ilusionaba. Sobre la cotidianidad de sus labores, una amiga le había advertido: “Vi en las noticias que ese tipo de trabajo pronto se automatizará en el mundo”. Había gastado diez años de su vida estudiando telas para manteles, cortinas, sábanas y alfombras, impresas con adornos triviales. Había estado persiguiendo a los empleados que daban un servicio malo y regular a los clientes, y preparando documentos para el contador del negocio. Nada de eso podía hacerla sentir lo que ahora buscaba en la vida.

      Dos meses atrás, en la computadora de su trabajo, había leído un reportaje de un periódico español, sobre las amantes y modelos del pintor Modigliani. Sintió atracción por aquellas mujeres que dejaban a sus maridos, ya fueran príncipes o duques, por artistas bohemios que les ofrecían una vida llena de pasión y aventura. “Luego eran inmortalizadas en retratos”, le dijo a su mejor amiga, quien a su vez le respondió: “Yo conozco al dueño de una galería en las Lomas de Chapultepec. Se allega de pintores”. La señora Hernández convenció a su marido para que la acompañara a la apertura de la siguiente exposición. Ahí conocieron a Gabriel, un pintor sin éxito comercial quien les había parecido encantador por su fácil conversación. 

      Ahora, en el departamento, Gabriel le dijo a la señora Hernández: “Necesitaría un adelanto para comprar algunos materiales”, “¿Cuánto costaría el retrato?”, preguntó ella. La cifra no le impresionó. Pensó en si debía esperar a encontrar a un pintor más. Algo no encajaba en su idea de llegar a ser inmortalizada. ¿Gabriel lo lograría? Le observó los zapatos y preguntó: ¿Cuánto tiempo tendría que posar para usted? “Si me facilita una fotografía, no tendría que hacerlo”. La señora Hernández caminó alrededor del cuarto y dijo: “La próxima semana le enviaré la imagen por WhatsApp”, y se dirigió a la puerta, recordando lo que ya había olvidado: el olor a aceite de motor del estacionamiento donde había dejado su auto.



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