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Pequeño homenaje a Juana Manuela Gorriti

Pequeño homenaje a Juana Manuela Gorriti


Publicación:07-01-2023
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El cuarto se volvió oscuridad absoluta. Dejé de ver lo que sucedía adentro

El colapso del celibato

Carlos A. Ponzio de León

      

      Conspiraba yo por aquella época, junto con otros compañeros congresistas, resultado de múltiples investigaciones y luego de varios días de haber pasado largas horas dormido con la cabeza colgando por un lado de la cama, aunque a veces despierto escuchando el silencio; conspirábamos, pues, para enviar una iniciativa de ley al congreso con la que se castigaría con pena de muerte a aquellos que sostuvieran amoríos con monjas, fueran estos sacerdotes o laicos. Lo que nos detenía era la opinión que podría despertar en el mandamás, atrapado en el pasado y en su propio origen en el pecado. ¿Qué dirían los historiadores, qué opinión mereceríamos, sino la de traidores que olvidamos la vida de nuestro Padre de la Patria, el cura don Miguel Hidalgo y Costilla? Eso nos detenía. ¿Y qué decir del autor de los Sentimientos de la Nación, el padre don José María Morelos y Pavón? Nos hacía pensar las cosas más de dos veces. Pero el incremento poblacional, la brusca pandemia de embarazos en las congregaciones religiosas y el declive de la población que acudía a las iglesias por falta de fe en los religiosos, nos hacía mantener el dedo en el renglón. Hasta que un día, uno de nuestros compañeros congresistas fue arrestado arbitrariamente por orden del mandamás. Logró dar aviso con un criado que escapó a caballo. Esa misma noche, quienes trabajábamos en la propuesta de ley, huimos a donde Dios nos dio a entender. 

      Yo viajé toda la noche en mi propio carruaje hasta la ciudad de Querétaro, cuna de la independencia mexicana, donde un viejo amigo me albergó en la casa que, hasta hacía unos años, había sido ocupada por sus criados. Una pequeña construcción al final de su jardín, en la parte trasera de su hogar y cuya puerta se escondía detrás de una planta enredadera. Dormí todo el día hasta que desperté a las cinco de la tarde. Aquello tendría sus propias consecuencias por la noche, las cuales deseo confesar aquí. Cerca de las nueve recibí la visita de mi viejo amigo, quien hizo traer la cena para mí. Hablamos de la situación política que reinaba en el país y sobre cómo él, junto con algunos de sus amigos, intentaban remediarla a través de sesiones espiritistas en las que invocaban la ayuda del más allá. No tardé en decirle que yo deseaba participar en ellas. Mi amigo, gustoso, me invitó a la que se realizaría dos días después. Luego de eso, me dejó en la cabaña para que pudiera seguir descansando. Pero no pude conciliar el sueño inmediatamente y hube de dedicarme a mis lecturas.

      Entrada la madrugada, aún con la lámpara de gas encendida en mi buró, escuché voces misteriosas a un volumen bajo, provenientes de algún lugar aún desconocido para mí en ese momento. Pegué la oreja a las paredes y fui tentando con las manos cada rincón. Descubrí que se trataba de voces de mujer, provenientes de la pared contigua a una casona vecina. Con paciencia descubrí que parecían rezar.

      A la mañana siguiente, uno de los criados trajo el desayuno y le comenté de mi singular experiencia. Su expresión fue de espanto. Dijo que la dichosa pared colindaba con un convento que había sido abandonado hacía más de cincuenta años. Mi sorpresa no fue menor cuando expresó que había sido sitio de batallas intestinas en tiempos de la Guerra de Independencia y que todas las monjas que lo habitaban habían combatido con armas de fuego contra el ejército realista; pero que finalmente habían sido víctimas de abuso y brutalmente abatidas por el enemigo.

      Esa misma noche, volví a escuchar los rezos e hice un pequeño orificio en la pared, con mi navaja. Pude ver, a través de él, un cuarto iluminado por velas, en el que seis mujeres altas y esbeltas se encontraban arrodilladas rezando con sus rosarios. De pronto, una se levantó, se desprendió de sus ropas y ya desnuda, de una mesa obtuvo una navaja que colocó en su garganta. El resto seguía rezando. 

      A los pocos minutos, las voces callaron y la mujer de pie se degolló con un movimiento brusco. El cuarto se volvió oscuridad absoluta. Dejé de ver lo que sucedía adentro. Espantado, me alejé de mi posición y quise tapar la pequeña ventana que había abierto, pero no supe cómo. Mal pude dormir, si acaso lo hice un poco. 

      “Nunca supimos por qué, pero nuestro amigo huyó sin despedirse. Dicen que llegó a la sierra y allá vivió el resto de sus días, que no fueron muchos, anunciando el fin del celibato para los religiosos católicos”. 

      “Pues, sí, querido Armando, no pudimos detenerlo a causa de su locura. Dios sepa qué clase de vivencias experimentó al sentirse perseguido, y con el temor de ser encarcelado por el mandamás”.

“El que escucha su mal oye”

Olga de León G.

       La hormiguita volvió a sus buenos hábitos de lectora asidua, los que había abandonado muy a su pesar, impelida por las circunstancias y necesidades familiares que la requerían a toda hora y en todo momento. Así, tomada la decisión de sacrificar horas de sueño y apresurarse en el cumplimiento de sus deberes, para darse el lujo de un poco más disposición de tiempo personal, la hormiguita se propuso leer autores no muy conocidos, comenzando por algunas mujeres del S. XIX.

       Se topó con Juana Manuela Gorriti en la Colección de cuentos seleccionados por Oviedo, de quien este da opinión, y que a la hormiguita le gustó, por lo contradictoria y hasta un tanto absurda, pero sobre todo por lo poco aceptada en su tiempo.

- “Qué importante es saber escuchar”, amigo mío, le dice al elefantito que siempre la acompaña en sus aventuras, como si la hormiguita hubiese concluido tal, después de leer a la Gorriti.

- Sí, amiguita, así es. ¿Qué te habías hecho?, tenía mucho tiempo de no verte por estos rumbos de “la civilización culta y elevada”, según los más doctos en estas materias.

       La hormiguita agachó su testa colorada y se metió en sus más hondos pensamientos, por unos segundos; para luego levantarla con una lagrimita rodando por su mejilla, y sin dejar de sonreír dijo: elefantito, mi querido amigo, sabrás que tengo enfermo a mi hermanito mayor, el que vive conmigo, hace muchos años. Pues bien, sufro las de Caín para ir en busca de sus medicamentos. Corro y corro, un día sí y otro también para conseguírselas, pues no siempre me las dan en la primera vuelta: a veces, es difícil conseguirlas… Hay que ir más de tres o cuatro veces. ¡Ah!, pero eso sí, insisto, a veces casi les ruego a los de la farmacia, otras, cuando ya estoy desesperada, me enojo y les reclamo que por qué me las niegan, que si piensan que voy a venderlas, o si son ellos los que “las venden”. Eso les digo, cuando ya me hicieron ir más de  tres veces, ¡en balde! Pero, ¡no me rindo! Así que luego de suplicar y enojarme: toco puertas, subo pisos, busco a los directivos o autoridades… Y, acabo diciéndoles: pues no sé cómo le harán ustedes, pero yo no me voy de aquí sin las medicinas para mi enfermito. Y así es: No me regreso a mi casa sin ellas… aunque sea después de varias vueltas. 

       Por eso me desgato tanto, otra veces camino de una a otra clínica sosteniéndome con una mano de mi caderita, que el dolor es muy fuerte y siento que no llegaré completa… Pero me encomiendo al de mero arriba y, ¿qué crees?, llego y regreso, casi sin dolor y con todas mis patitas en su lugar. Y, la medicina de la otra clínica, sí me la dieron… No fue vuelta en balde, a pesar de que en la primera, “no la hayan tenido”.

       Pero, olvidemos mis penas y déjame te cuento mis últimas alegrías. Estoy leyendo unos cuentos fantásticos, si bien en algunas partes, no muy claros, o no entiendo del todo el estilo ampuloso y entremezclado que enreda a los personajes con el narrador y hasta con el posible lector. Pero, me gustan los difíciles e incomprendidos. ¿A ti también, elefantito? El fiel amigo asintió con su trompa y orejas.

       La hormiguita seguía caminando, iba como en zigzag, mareada y cansada, efecto de sus medicamentos tomados en la noche y la falta de sueño y descanso necesario. El elefantito no estaba allí. Ella había alucinado que se encontraron. Traía la presión muy alta. Y parecía que no podría dar un paso más, sin caerse. Se percató de su  estado y asiéndose del barandal, ya para entrar a la que suponía era una clínica, miró sin mirar al guardia y preguntó: ¿Por aquí se llega al traspatio, o es la entrada al sótano? El hombre a quien llamó guardia, se quedó mudo y perplejo, no entendía de qué le hablaba esa señora hormiguita. Dándose cuenta de ello, ella le dijo: “Quien escucha su mal oye. Seguramente, usted nunca se ha apercibido de esto”. Más perplejo se puso el guardia, quien, tras lo escuchado, se despertó de su letargo y buscó a la hormiguita, que se había escabullido ante un descuido, entrando a la sala de espera para sentarse entre la multitud. De allí pasó a otra sala y a otra. Por último estaba donde debió llegar desde el principio: la Gran Sala de los rezagados para No dormirlos, solo examinar sus signos…

       El día llegaba a su fin, y la hormiguita estaba contenta, consiguió una de las medicinas más caras: no se rompió su caderita, tampoco perdió alguna patita en la distancia recorrida y los dolores, aunque solo por un momento, habían desaparecido. Y así  -como dijera Juana Manuela Gorriti-, “el que escucha su mal oye”: La hormiguita entendió tal frase: ¡oyó!

 



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