banner edicion impresa

Cultural Más Cultural


Pequeño homenaje a Juan Montalvo

Pequeño homenaje a Juan Montalvo


Publicación:03-07-2021
++--

No tenía prisa. Lo pensaría, mientras iba poniendo el último punto a esta historia

    Viaje demorado

     Olga de León G.

      

      Se oían caer sobre la tierra aún seca, los estruendos del cielo, y los relámpagos iluminándolo todo, a pesar de la lúgubre noche que habíase quedado ciega con el último apagón, cuando dejó de serlo; cuando se perpetuó, y la luz no volvió.

      La furia de Júpiter sobre la ciudad de los pecados, por fin se declaró abiertamente: los truenos se volvieron rayos que incendiaron todo sobre lo que caían. El cielo lloró tan fuerte e intensamente que las casas y los pocos autos circulando afuera, parecían veleros indefensos, presas prontas y fáciles a hacerlas desaparecer, o por lo menos convertir en ruinas las primeras y en remeros sin timón ni piloto los segundos.

      En la fonda del camino hacia el lago, los comensales decidieron quedarse. Nada más podían hacer. El agua amenazaba con mover sus autos aún estacionados, pero peor sería si ellos los abordaban. El fontanero cerró las ventanas y aseguró por dentro los postigos y bajó las cortinas de hierro. El temporal se había adelantado. Siempre, por esos lugares, la gente estaba preparada al menos mentalmente, para tales azarosas y tremendas eventualidades.

      Una parroquiana, en la que nadie había reparado, y que se había detenido para comprar algo de comer para el camino, fue la primera en aceptar con resignación quedarse allí varada hasta que la tormenta, o lo que fuera que fuera a ser ese fenómeno inesperado, pasara o por lo menos aminorara su fuerza y amenaza de arrasar con todo. 

      Se acomodó en una mesa alejada de las ventanas y próxima a la barra de servicio, hacia uno de los extremos o esquina. Sacó de su bolso un libro, una libreta y un par de plumas y sus lentes para leer. Hasta aquí, termina mi introducción, que despreciará o la hará suya. Luego, será sola ella quien escriba:

      Así que optó por hacer un ejercicio de memoria y purificación de puntos y comas, como solía llamar a los minutos que se tomaba antes de dejar correr el bolígrafo sobre la hoja en blanco. Cerró sus ojos, después de haber inclinado su cabeza un poco hacia la mesa, puesto los codos sobre ella y las manos en las sienes, y empezó a dejar correr el tiempo. Mentalmente se aisló de las voces y ruidos en el local y fuera de él… Dejó pasar cuatro o cinco minutos, y comenzó.

      Le parecía una eternidad, desde la primera vez que acarició la idea de realizar un viaje sola por carretera, casi cinco lustros.

      Entonces, en aquellos años, tenía sus fuerzas, piernas y brazos jóvenes y sobre todo grandes ilusiones por su futuro a mediano plazo. Ahora, todo era distinto: no le importaba el tiempo y solo lo medía en virtud de los kilómetros que quería recorrer antes de detenerse en cualquier parte; pensaba en especial en que la noche no la encontrara transitando por caminos desconocidos, sin saber en dónde encontraría algún motel o fonda. 

      Pero, no estaba arrepentida ni asustada por andar sola, incluso si la noche la sorprendía antes de llegar a donde pudiera dormir algunas horas. Su coche era relativamente nuevo, con GPS, y semiautomático. No le gustaban los autos automáticos, aunque había aprendido a manejar en uno, a los catorce años… Casi una leyenda, le parecían su infancia y adolescencia desde la perspectiva del presente.  

      La caja de velocidades la mantenía alerta, y atenta a la carretera, los demás autos o viajeros delante y detrás, y a cualquier animal que pudiera cruzarse por su camino, al entrar en alguna de las avenidas departamentales o caminos vecinales. Sí, también era mejor traer un auto de cambios para la vicisitud de que se cruzara sin precaución algún espécimen de esos de dos patas, pues nunca iría demasiado rápido, salvo en las carreteras en donde la velocidad mínima era de setenta millas por hora, y la máxima de noventa.

      Había escrito más o menos cuatro cuartillas traducidas sus hojas a páginas de manila a uno punto y cinco de interlineado. Tenía bien calculados los espacios, las palabras y los caracteres que escribía en una hora. Llevaba hora y media sin parar de escribir, y la historia se aproximaba al final.

      Como casi siempre le sucedía: una vez encarrilada en la trama o en la simple narrativa, no podía detenerse… No porque no quisiera o porque perdiera el hilo conductor de los hechos… No, sino porque sentía que se hallaba en un estado idílico, único… detenerse sería como si un imprevisto se cruzara en su camino y entonces, ella estaba dispuesta a llevárselo de encuentro, antes que detenerse.

      Gozaba de la escritura, tanto como ahora, recién acababa de descubrir, que también gozaba enormemente de su soledad y su viaje por tantos años demorado. Pero, no era momento para lamentos, estaba en el instante preciso de su vida, para hacer lo que recién había decidido hacer: vivir solo consigo misma, y su auto, este viaje por carretera. Antes no habría sido posible…

      El dueño de la fonda empezó a abrir las ventanas, los comensales empezaban a calmarse, algunos tomaban sus cosas y se dirigían a sus autos, otros irían a dormir, en el cuarto que tenían pagado. Ella, aún no decidía qué hacer; si seguir escribiendo allí, rentar un cuarto o retomar la carretera. 

      No tenía prisa. Lo pensaría, mientras iba poniendo el último punto a esta historia.

Noche quieta

Carlos A. Ponzio de León

      Acechaba la media noche cuando me abordó un cansancio aterrador mientras conducía por la carretera rumbo a Veracruz. Sumaba ya: cerca de trece horas en el auto. En el primer hotel que divisé, me detuve. Bajé dejando la maleta en la cajuela. “¿Tiene abierto el restaurant?”. “Cierra en media hora”. Seguí las indicaciones hasta que encontré un pasillo que iba a dar a una puerta de madera oscura, corrediza, con figuras mitológicas y semiabierta. Ingresé y tomé asiento en la primera mesa., Arribó el mesero con el menú surtido en carnes rojas. “No se vaya”, le dije al joven. Pasé la vista rápidamente y ordené. “Término medio, casi crudo”, concluí.

      A los pocos minutos trajo una cerveza helada en un tarro de barro cocido, barnizado con esmalte fino, que parecía porcelana débil, a punto de soltar un grito desolador en la montaña. El frío comenzaba a soplar con esmero, hasta enterrarse en las rendijas del lugar. Luego arribó al restaurante una mujer delgada. Calculé que sobrepasaba los sesenta. Exageradamente maquillada, de labios siniestros y pestañas lúgubres, como enorme muñeca bella, pero capaz de asesinar a un hombre. Se sentó en la mesa junto a mí, y en un instante, un terrible presagio recorrió mi cuerpo; decidí cambiarme de lugar. Cargué con mi bebida a otra mesa. El rostro de la mujer se vistió de furia cadavérica. Me gritó: “Soy la dueña de este hotel. ¿No me reconoce?”

      Sin pedir permiso, se acercó para decirme dulcemente: “Quiero que conozca mi cuarto”, y cuando divisó al mesero, le llamó: “Suba la comida del señor a mi recámara”. Me condujo por la puerta corrediza y tomamos el elevador. “Miles de jóvenes saben perfectamente quién soy yo”. Descendimos en el cuarto piso y cruzamos el pasillo para ingresar en la primera puerta.

      Se abrió frente a mí una sala amplia y elegante, pero decadente. Con viejos sillones tapizados en terciopelo rojo, oliendo a humedad. De las paredes colgaban carteles de cine enmohecidos, enmarcados. “Yo actué en todas esas películas”, me dijo estirando su brazo y haciendo girar su muñeca. De su pequeño bolso rosa sacó un portacigarros metálico y me extendió la mano. “Ya no fumo”, le dije. Encendió su cigarrillo largo, delgado y sin filtro. Guardó el encendedor zippo. Luego detuvo la mirada en el humo que exhalaba sobre mi rostro.

      ¿Me seducía la mujer? Me acerqué a los carteles y fotografías sobre los muebles: Pedro Infante, Jorge Negrete, Germán Valdés, Mario Moreno, entre muchos otros. Todos junto a ella. Más allá: una fotografía junto a Dolores del Río, María Félix, Libertad Lamarque y Marga López, ¿Qué edad tenía esta mujer? Giré mi cuerpo y sentí su fuerza irresistible, que me atraía. Ella observaba bajo el umbral de la puerta de su recámara. Con el dedo índice, me llamó. La seguí.

      Sentí que: ni mis brazos ni mis piernas me obedecían. Me tomó de la mano y me condujo hasta su cama. Recostado boca arriba, alcancé a ver figuras que se movían por el alto techo. Eran sombras que poco a poco distinguí: Cráneos circulando alrededor de un gran candil. Volaban para luego descender frente a mi rostro. “¿Qué edad tienes?”, le pregunté perdiendo la consciencia… Alcancé a escuchar una voz débil: “Ciento veinte”, mientras su cuerpo de transfiguraba en humo…

      Al despertar, me encontré desnudo, en un cuartucho de motel. Salí sin encontrar mis pertenencias, ni el restaurante, ni el ascensor, ni la recepción decrépita y elegante de la noche anterior. El lugar: vacío. Afuera: un edificio y el estacionamiento abandonados, excepto por mi auto. Miré alrededor y encontré un señalamiento junto a la carretera: “Pueblo La Malquerida, a 2 km”. Abrí la cajuela, saqué ropa y me vestí. Continué el camino apresurado, guardando en mi pecho esta historia, que nunca antes me había atrevido a referir.



« El Porvenir »