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Pequeño homenaje a Elena Garro

Pequeño homenaje a Elena Garro


Publicación:22-01-2023
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El silencio volvió a las tumbas. La abuela Rodríguez se levantó de su silla y se acercó a la pared para ser escuchada más fácilmente

Olga de León G. / Carlos A. Ponzio de León

Ni centavo de cobre.

Carlos A. Ponzio de León

      

      La oscuridad dentro del recinto era como la del centro de un agujero negro que chupa la luz que emiten las estrellas a su alrededor. Sin embargo, los tres esqueletos ahí encerrados no necesitaban ni siquiera de un hilo de sol para lograr mirarse entre ellos. Sus cavidades orbitarias eran sensibles a los movimientos que ocurrían, ciegos mirones que disfrutaban de observarse, como búhos quietos, parados encima de sus propios huesos. Igualmente, podían escuchar el choque de sus despojos al caminar o estirar sus extremidades, porque de pronto tomaban la decisión de dar vueltas para desaburrirse un poco. “¡Oigo ruidos!”, dijo la vieja quedada en los ochenta años. “¡No hagas ruido, mujer, que los muertos debemos estarnos quietos!”. Un haz de luz apareció desde arriba. “¡Están abriendo la lápida!”, volvió a decir la vieja. “¿A quién traerán, abuelita?” “Espero que sea a tu madre, ¡porque tengo que ponerla en su lugar y he estado esperando el momento desde hace varios años!”

      Comenzaron a asomarse un par de piernas que descendían desde el techo, luego el cuerpo completo iluminado por la luz solar. De arriba se filtraban voces y lamentos. Finalmente apareció una mujer cercana a los cuarenta, vestida en camisón blanco, de cabello largo y castaño y ojos negros. “¡Mamita!”, gritó la niña y corrió a abrazar el cuerpo de su madre cuando estuvo quieta en el piso.  Pero al instante, la madre comenzó a elevarse de regreso hasta salir de la tumba. La niña comenzó a llorar: “¡Mamá, mamá!” “Tranquila, hijita, mamá al rato vuelve” y la niña estalló en un llanto putrefacto. “¡Nunca habíamos visto algo así!”, dijo la vieja estupefacta y continuó: “¿Qué habrá sucedido?” El hombre se quedó en silencio, pensando. “Tendremos que preguntar a nuestros vecinos, los Rodríguez, a ver si saben algo”.

      Cinco años antes, la vieja ya sufría de cáncer de pulmón, demencia vascular y problemas del corazón. Nunca tuvo dinero para atenderse y la única que hubiera podido hacerse cargo de los gastos en medicinas, habría sido esa hija. Pero la hija decidió irse de la casa un día, abandonando a la nieta a cargo de la abuela. El abuelo, por su parte, ya había muerto para entonces. Fue el primero en llegar a la tumba. Luego vino la muerte de la abuela, y con ello la niña enfermó y siguió a sus cuidadores en el camino.

      Aquella noche, la del día del avistamiento de la madre, la familia de la niñita tocó con sus propios huesos la pared que daba a la tumba contigua: la de los Rodríguez. “¿Bajó y subió?”, preguntó la abuela Rodríguez. Y se quedó en silencio un largo rato. Luego se escucharon los pasos de la vieja. De pronto se detuvo, pudieron oírse las patas de una silla que se arrastraban y el suspiro de la abuela Rodríguez al sentarse. Los huesos de sus codos hicieron contacto con la madera de la mesa y se pudo escuchar el tintinar de la rodilla y el talón que subían y bajaban nerviosamente.

      “¡Platíquenme más de esa mujer!” Del lado de acá, del de la familia de la niñita, la abuela contó el pasado de su hija: se había embarazado de un desconocido, quien la abandonó. Y ella abandonó a la niña. En búsqueda de trabajo y sabiendo hacer tantas cosas: como cocinar, planchar, limpiar pisos, coser, lavar ropa… nada de eso eligió, ni siquiera casarse con el viejo rico del pueblo que le ofreció hacerse cargo de la niña. Ella prefirió la fiesta. Anduvo durante años para arriba y para abajo: en los tubos de los prostíbulos, danzando desnuda. Nunca volvió a la casa paterna, ni siquiera por su propia hija, y jamás le preocupó enviar algo de dinero para su cuidado cuando enfermaba, ni para los abuelos.

      Los tres murieron y ahí han estado desde entonces, esperando a que la mujer llegara un día. Y así lo hizo finalmente, pero solo durante esos momentos en que descendió, mostró su rostro compungido y lleno de terror al verlos, cuando volvió a subir hasta desaparecer.

      El silencio volvió a las tumbas. La abuela Rodríguez se levantó de su silla y se acercó a la pared para ser escuchada más fácilmente. “Esa muchacha tuvo oportunidad de encontrar el perdón de ustedes. El Arcángel San Gabriel le concedió ese favor; pero ella lo rechazó. Prefirió condenarse eternamente a vivir junto a su familia.

      La nieta comenzó a llorar nuevamente. “¡Mamita, mamita!”. El abuelo colocó sus huesos sobre el cráneo de la nieta y le dijo: “No llores, hijita, eso de la mamá a veces está muy sobrevalorado en nuestra comunidad.

      

Ni un pedazo de carne

Olga de León G.

¡Viene alguien, Gertrudis!, métete debajo de esa mesa que tiene el mantel muy largo…quien quite y así no te vean. Y, tú Anita tras el sofá, estás tan chiquita que en un apuro cabes debajo de él. Toño, Toñito, corre, ven acá, escóndete en la ropería, detrás de los abrigos, que tú tan flaquito ahí cabes muy bien, paradito, de pie, pero no te muevas y si puedes no respires o hazlo, pero muy quedito, que los que entren no te oigan… No tenemos tiempo de volver al sótano, oigo ya sus pasos cerca. ¡Ocultémonos!

“Y tú, Lila, dónde te esconderás hermanita”, pregunta Paco, quien entra al cuarto de dormir, de sus padres, asustado, pero disimulando su miedo. Es el mayor de todos los hermanos. Y subió corriendo las escaleras, para avisarles del peligro que se avecina si los gendarmes entran y los descubren viviendo todavía en su propia casa: “Tienes que esconderte muy bien, también tú, Lila. Que si nos agarran, nos separarán y cada cual podría ir a la calle, al desamparo total, o a casas distintas… Y, así, nunca encontraremos, ni nos encontrarán nuestros padres o alguno de los abuelos”.

Afuera se oía soplar al viento, con más intensidad que otros días. Ellos, los tres niños y los dos mayorcitos, los casi adolescentes, estaban acostumbrados al soplido del viento que se colaba por los vidrios rotos de algunas ventanas y las rendijas de los portones grandes, ya medio desgastados y medio más viejos y resecos por el abandono y poco uso. 

Nadie los visitaba, ni siquiera para ir a preguntar si la propiedad estaba en venta. Pero, cómo les preguntarían, si no estaban a la vista de los demás; y aunque lo estuvieran, nadie podía verlos… Quizás la gente del pueblo no quería ver a nadie que allí pudiera estar viviendo, o tenían miedo de que algún miembro de esa familia se les apareciera repentinamente. Lo desconocido como la muerte, infundía temor, más en esos tiempos de revueltas y fuertes diferencias políticas.

  Lila se quedó detrás de la puerta, junto al ropero grande que tenía un enorme agujero por atrás, ella podría meterse allí, en un apuro. Paco volvió de prisa al sótano, a confundirse con la penumbra que en él reinaba.

“Pelotón, ¡alto!; detengan su marcha. Revisemos esta propiedad, veamos que nadie esté viviendo aquí… y si dejaron algo de valor o hay algo para comer, un pedazo de carne…”.  

Y, los cinco hermanos, en silencio, empezaron a elevar sus plegarias al cielo, con sus ojitos bien cerrados, las manos tapando sus orejas  (donde alguna vez las tuvieron), y su cabeza gacha, como quien se quiere esconder: no viendo, no oyendo y tampoco respirando, a esto último, ya estaban acostumbrados. 

      Un par de soldados, de los más jóvenes y con cargo de proveedores, sin temor a sorpresas, empezaron a recorrer los amplios cuartos de aquella que debió ser la finca de algún rico hacendado.

      El sargento, el soldado de primera y los cuatro fusileros y granaderos  se acomodaron sobre los sillones menos enterregados para descansar, mientras el jefe decidía qué camino tomarían ahora o más tarde. Mientras, los tres proveedores buscaban no sabían qué, pero obviamente, allí no hallarían municiones ni mucho que pudiera servirles; no obstante iban atentos revisando las existencias.

      De la presencia de los dueños de la casa, que aún la habitaban, nadie se percató, cómo lo harían si solo quedaban sus espíritus que deambulaban por los cuartos, el pórtico y el patio, cuando presentían que sus niños corrían algún peligro de noche o que podían ser descubiertos viviendo aún en su propia casa. No, de día nada temían, sus hijos sabían cómo salir ilesos de cualquier problema…

      Estando a punto de dar por terminado su recorrido, los dos soldados proveedores, oyeron un fuerte ruido en el sótano y con algo de miedo, bajaron las escaleras. Pronto se detuvieron, pues otro ruido se escuchó, ahora arriba… rápidamente regresaron y fueron hacia la que era la alcoba principal: Nada, todo se veía normal. Entonces, alguno de los que descansaban o dormían en la sala, gritó: ¡qué pasa, soldado! Antes de que pudiera recibir respuesta, llegó con el rostro desencajado, el soldado que había descubierto a Toñito, al tratar de sacar un chaquetón del ropero.

      Viendo, sin mirar, lo sucedido, los demás hermanos empezaron a emerger de sus escondites, envueltos en lo que les quedaba de sábana o ropa con la que los habían escondido sus padres antes de que ellos murieran a manos del ejército de rebeldes revolucionarios. … No salieron caminando sino flotando, sobre los muebles y cosas de la casa. Todos, sin discriminar por rango, salieron espantados, escuchando sonoras carcajadas que parecían provenir del techo. Subieron a sus caballos los que llegaron montados y corriendo los que andaban a pie. Todavía a distancia escucharon tremendas risotadas y el movimiento de las sábanas agitadas por el fuerte viento.

      Con voz calma, pero fuerte y decidida, Lila y Paco, al unísono pronunciaron: ¡Gertrudis, Toñito, niñas!, volvamos a la casa; es hora de cenar. 

 



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