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Pequeño Homenaje a Chick Corea

Pequeño Homenaje a Chick Corea


Publicación:20-02-2021
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Son versos ausentes, extractos de gloria, como la sanación del espanto y su inmortalidad

La tempestad que llora

Carlos A. Ponzio de León

      

      La primera vez que escuché a Chick Corea fue en la consola de la casa de mis padres, de un disco LP prestado que intercambié durante unos meses por otro: la novena sinfonía de Beethoven dirigida por Herbert von Karajan. El de Corea pertenecía a El Güero, quien tocaba la guitarra eléctrica en la banda de los Neira. Me prestó el disco porque él no conocía la última sinfonía de Beethoven, y además quería explicar lo que para él sería el sonido ideal del teclado en el grupo, el cual yo tocaba. No era la primera banda de la que era miembro, pero sí la más profesional de mi juventud. Yo apenas tenía dieciséis y el resto, creo que pasaba los veinte años.

      Chick Corea era un ídolo entre los rocanroleros del mundo, había fundado Return to Forever en los años setenta del siglo pasado y ya estábamos en 1990. Aunque mi interés por el jazz vendría muchos años después, durante mis treintas, su música ya me parecía una deslumbrante agonía, el frío esplendor de la gloria, la luz sobre un camino sin vergüenza: el espacio perfecto para la astucia. Y aunque estaba familiarizado con algunos virtuosos del rock progresivo, el piano y los teclados de Chick Corea me parecían fuego encendido sobre viejas espinetas Sus duetos: intercambio atónito, la espectacular sonrisa al encontrarnos con la enemistad, el vehículo de la sapiencia.

      Llegué a ese disco por un espectáculo fugaz. Estando en el patio de la casa de un amigo, me vi obligado a trepar la barda para observar lo que escuchaba: jóvenes ensayando rock. El baterista era el Ruby, otro de los amigos mayores que solía invitarme cervezas y carne asada los domingos, el único día que él descansaba de trabajar en el torno con su papá. Ya borracho, solía salir a recostarse en mitad de la calle, sobre Paseo de los Misterios, donde los autos transitaban a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora. Tenían que sacarle la

 vuelta para no matarlo. Era cien por ciento metalero. “¡Peter toca el piano!”, le gritó al tecladista cuando me vio trepar la barda. “¡Bájate, vente a tocar!”, me dijo el otro, Arturo. Di el salto y caí en patio vecino. Ya éramos tres. El tecladista me dejó su instrumento y se movió a la guitarra eléctrica. Y luego de unas semanas, Arturo trajo a Carlos Neira para remplazar al Ruby en la batería. Luego, Carlos remplazó a Arturo en la guitarra con el Güero y trajo a su hermano, Beto, al bajo. Luego, Beto trajo a Miguel Müller para que cantara. Así duraron un tiempo las cosas, y conocí la música de Chick Corea por esa banda. 

      Se me venía una especie de sonido húmedo, pero también de terquedad seca e ilusión al vapor, al escuchar a Chick Corea. Y a su música, al final, se le vino una especie de conmiseración hacia mí. A los cuarenta toqué el tema de Corea: 500 Miles High e improvisé para un grupo de gente que tuvo que evaluarme. No tocando el piano, sino la flauta transversa. No en un escenario, sino en mi estudio en la Ciudad de México. Me juntaba los viernes de fin de semana con el Cuauh, tocábamos jazz unas horas para luego emborracharnos leyendo poesía. Una tarde, llegó con la noticia de que había una clase de improvisación que impartía Gary Burton, quien enseña en Berklee College of Music, (y quien grabó Crystal Silence, de Corea). La materia se podía tomar en línea a través de Coursera. Grabamos el standard caseramente, acompañados por una pista proveída por Burton.

      La perdida reconciliación con la música improvisada, fue encontrada ahí. Se encendió la adrenalina del espectáculo fugaz, apareció el inicio del fin de la gran sombra: la gloria de Corea, una chispa de su fuego inmaculado. A través de él, fabricamos la esperanza de volver a tocar en vivo. Mordimos una hoja de cilantro, y una más de perejil. Vimos alimento en la mirada húmeda de nuestros amigos. El alma se nos volvió pedrería fina. Se enlutó la agonía.

      Había en Chick Corea la esencia que inspira el crecimiento de otros músicos. De pronto, el Güero ponía un casete con su música dentro de su pick up roja, en la que nos dirigíamos de Ciudad Satélite, en Monterrey, a las faldas del Cerro de la Silla, en la colonia de en frente. Nos metíamos por caminos cerrados, hasta el fondo, donde nadie pudiera encontrarnos. Algunos iban en la caja de la camioneta, con los cartones de cerveza. A veces nos acompañaban chicas, las aspirantes a coristas que no sé de dónde, Müller y los Neira sacaban. 

      No había demasiado relajo. Faldas, el sonido de los árboles, un colchón de hojas, la botella de vidrio al destaparse. El sol prendía con su espina la ilusión de los jóvenes que bebíamos ahí. Al final habría un apasionante negro desde el cielo que: yo nunca conocería, personalmente, en ese sitio. La tentación de besar un muslo aparecía. Respiros inmersos en el agua de un río ausente. Mi voz, mi espanto. Catarsis limpias por el llanto.

      Yo podía imaginar que ahí pasaría de todo. Busco entre sombras, excavando en la memoria. La incertidumbre está echada bajo tierra, no hay forma de sacarla. Un concierto especial ese domingo. Chicas que me parecían distintas, en cada viaje a las faldas del Cerro de la Silla. Cada una con su silueta: arabesco de ritmos musicales. Los cigarros, el espectáculo que no aparece en el recuerdo. Porque cuando la noche comenzaba a lanzar su soplido sobre la tarde que pillaba, Beto Neira le decía al Gúero: “Ya es hora de llevar a Peter a su casa”. Nos subíamos a la camioneta. Ellos regresarían a conquistar la llama. 

      Las notas y acordes de Chick Corea retumban en mi imaginación, desbordada de añoranzas. Son versos ausentes, extractos de gloria, como la sanación del espanto y su inmortalidad. La música de Chick Corea es el sueño enloquecido, la germinación de algunos de los instantes más preciados de mi vida.

      

    Duendecilla de la noche

     Olga de León G.

      

      Sin saber a quién escuchaba, lo amé desde el primer sonido que de él llegó a mis cándidos oídos, era Chick Corea. Antes de conocer el tamaño que entonces, final de la década de los años sesenta del siglo pasado, ya ocupaba en el arte de la creación y la mixtura y originalidad, casi artesanal y al mismo tiempo tradicional y clásica, ni la que más tarde alcanzaría el hombre, el músico, compositor y pianista, con su obra y sus bandas o grupos, me enamoré por vez primera de un ser fuera de mi alcance y de mi mundo de fantasías literarias o poéticas. 

      Sí quedé locamente enamorada de los sonidos, de la revolución de emociones que encerraba en sus composiciones, de la sonrisa que imaginé entre compasiva y enigmática, al tiempo que tan clara como la de un bebé, sin complicaciones adultas ni turbios o escondidos sentimientos. 

      Acostumbrada desde la infancia a la música suave y a la vez alucinante, por lo que a la imaginación de una avispada niña le permitía reproducir en su mente escuchar música clásica, especialmente de vals, en esa etapa de su vida, el contraste frente a esta nueva música, para ella, fue increíble: la juventud de mis quince años tuvo una madurez de un solo salto en el renglón de la música, en una noche a hurtadillas, cuando: 

      Sorprendí ante la consola, a mi padre limpiando cuidadosamente un disco LP, para disponerse a escuchar lo que poco después conocí como Jazz fusión o simplemente Jazz. Era una noche de velada entre él y mi madre, cuando suponían que los hijos, ya todos dormíamos. 

      No hice ruido alguno, decidí permanecer pegada a la pared que dividía la salita de estar de la sala grande, y que no descubrieran mi presencia, para escuchar también aquel disco: Esa noche yo conocí a Chick Corea. Y sin discutir las diferencias entre la clásica, el vals y algo como Crystal Silence, de una exquisitez nostálgica increíble, quedé maravillada, más cuando supe que también eso era Jazz, jazz de Chick Corea. 

      Quién que lo haya escuchado en sus grabaciones, en conciertos en vivo, por España, Italia, Suiza y otros lugares además de Estados Unidos; oyendo Return to Forever, Now He Sings, Now He Sobs, entre muchísimas más, podría permanecer apático ante la noticia de su muerte. A quienes disfrutaron durante su vida de su música y su genialidad como compositor, segura estoy de que no

dejaría de arrancar no digo algún par de lágrimas, sino un torrente de lluvia, cual tempestad que llora por los ojos de quienes conocen su obra o parte de ella. …Y, no obstante, su legado maravilloso permanecerá para las generaciones presentes y futuras.



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