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…para amar la vida

Publicación:11-12-2021
TEMA: #Agora
A pesar de los padecimientos sobrellevados con algunas pastilla o paliativos para sus males sin remedio ni cura, ella seguía viva
El desayuno de mañana
Carlos A. Ponzio de León
A Pedro Torres no lo preocupaba el tiempo, en ninguna de sus formas; no de la manera en que los centavos sí podían inquietarlo. Cuatro años atrás había llegado a su primer acuerdo con Miss Care, (por poco estuvo a punto de firmar un contrato de manera formal), con la empresa comercializadora de equipo para seguridad industrial ubicada en Apodaca. Consiguió un precio con treinta por ciento de descuento en botiquines, con el compromiso de comprar cien de ellos mensualmente. Pedro Torres luego los revendería a hoteles ubicados en el noreste mexicano. Pero durante el primer mes solo compró veinte: que porque iba comenzando. La meta de los cien la conseguiría poco a poco.
Luego vinieron los meses en los que no compró ningún botiquín. De repente ordenaba cinco; después, nada. La curva de compras con inclinación negativa continuó durante los siguientes cuatro años, hasta que, durante el último año, compró dos botiquines cada seis meses. En junio pasado pidió la más reciente cotización y Miss Care le ofreció un precio de doscientos cuarenta pesos por botiquín metálico. Ordenó dos. Ahora que llegó diciembre, envió por correo electrónico otra orden de compra: dos botiquines más. Pagaría cuatrocientos ochenta pesos en total. Pero durante los últimos seis meses, el precio de la lámina ya había subido cuatro veces. La encargada de ventas le marcó a Pedro Torres.
“Los botiquines cuestan trescientos pesos”, le dijo la señorita. “Pero ¡cómo!, si la dueña de Miss Care y yo tenemos un acuerdo”, dijo el hombre. “Ahorita le regreso la llamada”. La chica consultó directamente con la propietaria del pequeño negocio. “Ese hombre es un tramposo. Dáselos así, a trescientos”. Cuando Pedro Torres volvió a recibir la negativa por teléfono, pidió hablar directamente con la jefa. “¡Pásamelo!”.
“Usted y yo teníamos un acuerdo”.
“Pero usted no cumplió con lo que correspondía, y ahora el acero ha subido doscientos por ciento”.
“Ganamos una licitación para remplazar los botiquines faltantes en hoteles. Yo se los iba a comprar en doscientos cuarenta para venderlos a los hoteles en doscientos cincuenta, y ¡ahora usted me lo quiere vender en trescientos! ¿Cómo le podemos hacer?”
“Mire, no sé cómo pueda hacerle usted, pero yo no se lo puedo vender en menos de trescientos pesos, porque si no, ¿qué le gano?”.
“¿Y la licitación que ganamos?”
“Si la lámina no hubiera subido, no tendría que incrementarle el precio”
“Mire”, volvía a comenzar Pedro Torres, “ganamos una licitación con los hoteles…”
Y repetía el cuento como planeta que gira sin resistencia sobre su propio eje. Era un duro y dale a la misma piedra, sin que el rebote del palo entre las manos fuera a calarle a Pedro Torres. El tiempo le sobraba. Sentado en el sillón de su casa, en camiseta y sin bañarse, no tenía otra qué hacer, más que conseguir un mejor precio. En realidad, iba a revender los botiquines en trescientos quince pesos a los dueños de un hotel situado a cuadra y media de su casa.
No era que Pedro Torres tuviera gula por el regateo. En realidad, estaba en necesidad de reciclar el café y las bolsitas de té, de mandar a la escuela a sus hijos con los vecinos, para no gastar en gasolina, y era de los que literalmente voltean los calzones para volver a usarlos sin gastar jabón en lavarlos. Tampoco era un goloso del pleito; ni del poder. Simplemente contaba con la calma de quien no puede perder ni un solo centavo en un negocio.
La llamada por teléfono fue extendiéndose de los quince a los treinta minutos. Y volvían la misma historia y pregunta: “¿Cómo le podemos hacer?”, “Yo no sé cómo le pueda hacer usted, pero no le puedo dar los botiquines en menos de trescientos”, le respondía la dueña de Miss Care, cada vez echando flamas más intensas por la boca, con los ojos rojos y a punto de soltarle al hombre un insulto.
Su asistente, desde una silla, estaba al tanto de cómo iban evolucionando las cosas. Preocupada porque sabía que un cliente satisfecho, a lo largo de la vida, trae al negocio otros tres compradores por sus buenas referencias, mientras que uno descontento, aleja siete, le dijo a su jefa: “Pásemelo, señora, yo lo arreglo”. Había transcurrido una hora de discusiones. “Ofrécele quince pesos de descuento”, le dijo la patrona desesperada, soltando el auricular.
La encargada de ventas le ofreció tres opciones a Pedro Torres: un botiquín más pequeño, al precio anterior de doscientos cuarenta; o un botiquín de tela, por el mismo precio; o un descuento de quince pesos en el botiquín que el cliente quería.
Pedro Torres aceptó el descuento. ¿Qué podía hacer con los treinta pesos que había ganado luego de una hora de batalla por teléfono? Una lata de frijoles refritos, cuatro salchichas y cinco huevos: El desayuno para la familia del día siguiente.
La vida afortunada de Concepción
Olga de León G.
Había nacido un doce de diciembre de finales del siglo pasado. Su madre la bautizó y confirmó como Fabiola Guadalupe. Y, aunque la mujer nunca fue muy apegada a la Iglesia y sus preceptos, era la suficientemente piadosa y buena persona para no necesitar de la religión, más de lo que ella creía: ser tenida por cristiana y una hija de María. Cada noche pedía a la virgen, cobijara con su manto a su hijita y a ella, le diera las fuerzas y salud necesarias para sacar a su niña de la situación de pobreza vivían.
Pasaron los años y Faby, como todos la llamaban, se convirtió en una hermosa y talentosa joven. Hija única de una madre soltera entregada en cuerpo y alma a educarla, estaba a punto de terminar sus estudios preparatorios en Piano, requisito para ingresar al Conservatorio, así como contrapunto y armonía para composición de música clásica y clásica moderna, esto último porque recién había descubierto su pasión por la creación de obra clásica.
María Concepción, como se llamaba la madre de Fabiola, cada día iba deteriorándose más en su salud: artritis, osteoartritis, patología neurológica, entumecimiento de sus piernas, padecimiento de dolores en lumbar, cervicales y espalda media, amén de pellizco del nervio ciático, y el desgaste de cartílagos y consecuentemente, dolores muy intensos en una rodilla, cadera y piernas, manos y dedos, la consumían cada día, y más en las noches.
Pero estás viva, le dijo cierta mañana una vecina, poco considerada y consciente de esos padecimientos. Sí comadrita, Gracias a Dios, mientras contenía el llanto por el dolor que no desaparecía.
Faby era su faro en la vida, que la mantenía con el ánimo elevado para seguir ayudándola en lo poco que ella aún podía.
No, madrecita, usted ya no tiene que ocuparse de mí. Al contrario, ya verá que pronto yo le retribuiré cuanto se ha esforzado.
La joven trabajaba de mesera en un elegante restaurante del sur de la ciudad, y al poco tiempo aceptó citas con hombres acaudalados, pero esto se lo ocultó siempre a su mamá, hasta que… Cierto día, la llevó a una colonia mejorcita que en la que vivían, con todos los servicios y ninguna calle sin pavimento, además de que esa colonia tenía muchas áreas verdes.
Fabiola detuvo su pequeño auto, y dijo: bájese mamacita, vamos a ver esta casa. María Concepción no entendía de qué se trataba. Ya allí, Fabiola le extiende la mano derecha y le dice: “la dorada abrirá la puerta”. Hágalo, la casa es suya.
Conchita con el rostro cubierto en llanto, abrió la puerta y apenas si pudo dar un par de pasos adentro, cuando a punto de desmayar, abrazó a su hija, sin que pudiera decir nada: enmudeció de amor, de agradecimiento, pero igual o tanto más, por la incredulidad ante lo que finalmente había entendido.
… Y, el piano, tus estudios hija, aún no los concluyes. Qué has hecho para poder comprarnos esta casa… ¿Acaso abandonaste tus metas en la música?
No, madrecita, solo los he llevado más lentamente, pues he estado trabajando desde hace años, hasta que tuve la suerte de entrar como mesera a un elegante restaurante, donde ahora soy su pianista… Suerte, porque allí recibo propinas muy buenas, figúrese usted que con una sola podíamos desayunar, comer, cenar y comprarnos ropa… Volvió a sonreír y, cubriéndose los labios, añadió: ese dinero… lo ahorré.
¡Hijita, qué afortunada soy, qué suerte la mía de haberte tenido hace veintisiete años!
A pesar de los padecimientos sobrellevados con algunas pastilla o paliativos para sus males sin remedio ni cura, ella seguía viva, y aunque en más de una ocasión pidió a Dios Padre que la recogiera: cuando no había analgésico ni desinflamatorio que le permitiera dormir o hacer sus cosas, entonces, rogaba al cielo por esa solución: morir.
Fabiola llegó ese día sonriente y feliz, a un año de que se cambiaron de casa: Mamá, mamita, gritaba desde la entrada, mira mi mima, mira… Traía un documento que la acreditaba como concertista y otro como candidata que había sido aceptada en una Universidad de Francia para continuar sus estudios.
Ahora tendré que dejarla, pero nos escribiremos; y, hablaremos por teléfono… No sé qué más decir madre mía: ¡tengo mucha suerte!
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