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Miradas sobre un camino guiado

Miradas sobre un camino guiado


Publicación:25-09-2021
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Era una tarde apacible, templada y con el viento silbándoles suavemente a las florecillas del campo

Nómadas en la oscuridad

Carlos A. Ponzio de León

A veces tiene que echar el abono sobre las flores y el jardín; en otras ocasiones debe limpiar el vómito del bebé que carga. Pero disfruta, como si viajara calle abajo en bicicleta, acariciar un rostro y arrullar en brazos a una criatura de cabello escaso y piel como la del trigo, pero que de noche se confunde oscura y tierna como la masa de cáscara de grano entre las manos. Lourdes se sienta complacida en la mecedora y entona un cántico escondido y ondulante. Desde niña ha soñado con llegar a ser madre, y ahora que ha cumplido los cuarenta, la vida le permite cuidar de un sinnúmero de chiquirritines, de nueve a cinco de la tarde. Por las noches, agotada, se recuesta sola en su cuarto: al fondo de la guardería, rodeada de ladrillos beige. A veces se le dificulta conciliar el sueño, pero encuentra paz al imaginar que un día: dormirá abrazando alguna de las almas desamparadas que cuida.

Y aquel nueve de mayo, martes en que amaneció el patio de la guardería lleno de charcos, despertó Lourdes con un sabor especial en la boca: como el del perejil que no ha madurado y se encuentra endurecido. Apenas colocó sus pies sobre el piso, escuchó la campana que se hacía sonar para convocar una reunión de urgencia. Entró al agua fría y se enjabonó de prisa. Notó en su estómago un doblez de piel: como el de un camino viejo que comienza a hundirse: Cerró sus ojos y enjabonó obsesivamente su cabello: al que le comenzaban a destellar brillos de canas bajo la luz helada. Salió con su uniforme azul oscuro. Caminó como oruga erecta, hasta cruzar la puerta de la dirección.

Las autoridades financieras se encontraban en la sala de juntas. Lourdes tomó asiento alejada. Su cuerpo encorvado adivinaba una mala noticia: “Tendré que despedir a una de ustedes”, dijo la directora cuando estuvo a solas con las cinco cuidadoras. “No sé cómo voy a elegir”, dijo devastada, desviando su mirada, tratando de esconderla bajo la manta de alguna cuna. El silencio les permitió escuchar el lloriqueo de los niños, llamando desde la sala contigua, mientras el conserje echaba una mirada nerviosa sobre ellos.

Las cinco mujeres se miraron entre sí, con la contradicción reflejándose en sus rostros, rebotando y girando de una pupila a otra, resbalando con pesadez por sus mejillas pálidas: lágrimas redondas que escapaban hasta las comisuras de sus labios que dibujaban una sonrisa incierta. “Es todo”, dijo la directora. Se escuchó el rechinar de las sillas al despegarse de la mesa. Solo Lourdes quedó quieta, sentada, observando las grietas sobre la mesa de madera que se abrían en algunos sitios, contemplando el vacío. Talló el dedo índice sobre un pequeño brillo que notó en el brazo de su silla, como queriendo protegerlo para no ser descubierto ante la mirada de sus compañeras, quienes la observaban mientras se dirigían a la puerta.

A las tres de la tarde, el conserje se le acercó a Lourdes: “Te buscan en la dirección”. Con calma, dejó al niño en su cuna. Tragó saliva y enderezó la espalda. Al llegar, escuchó: “Cierra la puerta”. Tomó asiento con las piernas cerradas, una junto a la otra. Colocó los brazos sobre las piernas e inclinó la espalda para acercarse. “Se escuchan rumores. Dicen que tus hábitos de limpieza no son los adecuados para esta guardería y que tus niños enferman con frecuencia”. El silencio se le metió a Lourdes por entre los oídos, como una sordera ondulante. Debía responder algo, pero solo pudo despegar los labios.

“Empaca tus cosas”. Un suspiro salió de ambas. “¿Puedo dormir esta noche aquí? Me gustaría despedirme en calma”. Lourdes cruzó el pasillo hasta su recámara. Se sentó en el colchón y llevó la palma de su mano a la nuca. Observó el piso y… luego de un instante, dirigió su mirada a la ventana.

A la media noche, Lourdes abrió sigilosamente la puerta. Vestida y con una pequeña maleta en la mano. Se dirigió al cuarto de las cunas. Caminó en la oscuridad, ligeramente iluminada por un farol en el cielo. No requería luz para llegar a la cuna que buscaba. Colocó la maleta en el piso y extendió los brazos hasta sentir el calor que encerraba una cobija. Algo se le apretó en el pecho. Por el pasillo: una silueta se aleja cautelosamente, llevando consigo el claustro materno cancelado antiguamente, ahora pleno y limpio bajo la luz de la luna.

Una tarde alucinante 

Olga de León G.

Dicen que los males y los bienes, nunca llegan solos.

Emilia creció en el seno de una familia que todo cuanto la niña necesitara o deseara, ella lo tendría. El marido, no. Él provenía de una familia de labriegos, por parte del padre, y costureras, del lado de la madre. Eran gente de trabajo físico, del que saca sudor a cualquier hora; pero también lleva a la cama una satisfacción interna, la del trabajo cumplido y paz para el descanso.

Esa tarde de otoño, a los patos que aún no emigraban se les veía a ratos cruzar en el firmamento sobre las copas de los árboles con poco follaje y abetos cuyas puntas apenas si sobresalían. De pronto, ya no se les veía en el aire, pero alguien los descubría tomándose un descanso en algún lago.

Era una tarde apacible, templada y con el viento silbándoles suavemente a las florecillas del campo. Marina salió del trabajo y se dirigió a la casa de Emilia y José, les llevaría la correspondencia del mes que a la oficina en donde trabajaba les había llegado. Estaba tan escondida su casa en el bosque que un día, cansados de no tener noticias del mundo ni de sus parientes, le pidieron a su sobrina la dirección laboral para allí recibir su correspondencia. Así que sin necesidad de que nadie más lo supiera, Marina recibía cuanto les llegaba y lo conservaba hasta el día en que los visitaría: el cuarto domingo de cada mes.

Desde su coche, próxima a llegar, podía ver el porche en donde ellos estaban, sentados en sendas mecedoras. Esperaban visitas y correspondencia: posibles compradores de la cosecha de este año, revistas y patrones de corte y confección (arte y oficio que Emilia aprendió de su suegra), y alguna carta personal de alguno de sus hijos u otros familiares.

José y la tía Emilia eran entre pobres y no, porque dependían del temporal, de las carestías de telas y de lo que Dios dispusiera para ellos; pero nunca fueron míseros y menos miserables. Estaban ávidos de conversación y visitas, no importaba quienes fueran. Entre ellos ya no tenían mucho qué contarse, conocían uno del otro su vida entera, y José solía repetir las historias de su infancia, de su pasado en la escuela con sus compañeros. Hablaba mucho de sus maestros, de lo agradecido que estaba con ellos, de todo lo que le enseñaron y de cómo tenía que esforzarse para hacer siempre las tareas, aunque faltara la luz en casa: con una veladora alumbraba su libreta y libros para escribir o leer.

A Emilia no le gustaba repetir historias, aunque a veces lo hacía, por inercia o porque quería quitarle la palabra a su marido: le cansaba oírlo contar más de diez veces lo mismo, en una sola semana. A ella, más bien le gustaba mirar hacia adelante, y si no veía muy claro su futuro, entonces se lo inventaba, se contaba cuentos sobre lo que haría dentro de un par de meses, un año... Así fue como empezó a escribir y llenar páginas y páginas de diarios que fue comprando (se los encargaba a su sobrina, Marina, la que ahora esperaban).

Marina, por fin, alcanzó a divisar perfectamente las tres mecedoras y la mesita en medio de ellas, con un platón hondo que seguro contenía frutas, una jarra y vasos y otro plato en el que supuso habría galletitas o piezas de pan dulce. 

Ya estaba estacionándose en el terreno dispuesto para eso, para los autos y camiones de carga de la siembra (elotes, nopales y tunas por temporadas, y naranjas y limones, cuando no habían sufrido de sequía). 

“La tierra se enriquece variando la siembra”, decía José: “todo es asunto de saber qué sembrar primero y qué después de barrer muy bien los residuos, desbaratar los terrones y revolver la tierra…” Con algo de abono de los corrales: los del terreno vecino, porque ellos no tenían animales. Pero, tenían tratos entendidos tácitamente: ellos regalaban parte de su siembra al vecino y podían tomar el abono de los corrales.

No eran grandes sus sembradíos, apenas si les daban para el trueque, comer ellos, y vender algo para comprar lo que fueran necesitando.

Marina se bajó del auto, ellos, arriba en el porche, miró que se levantaron de sus mecedoras y esperaban… a que subiera los cinco escalones.

La sobrina llegó con varias nuevas buenas que dejó sobre la mesita… ¡vacía!; ella recibió de golpe, una muy triste: sus tíos no estaban allí, como vio en sus alucinaciones esa tarde nublada y oscura: estaban adentro, uno al lado del otro en su cama: inertes.



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