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Mi Padre. Mi Esposo

Mi Padre. Mi Esposo


Publicación:02-02-2025
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Fue una excepción en su propia familia: Nadie como él

Pesquisas sagradas

Carlos A. Ponzio de León

En su niñez, mi Padre fue cuidado por sus abuelos durante temporadas. Le gustaba caminar: subía cerros acompañado de un primo, en la adolescencia. Salían por la mañana y regresaban al atardecer. Llevaban sus botas Federicas. ¿Las llamaban así por feas? No lo sé, pero cuando mi Padre enfermó, en la última parte de su vida, le sacaba tremendos sustos a mi Madre porque se levantaba de la cama para ponerse sus zapatos: decidido a salir de casa para ir al centro a comprar sus botas Federicas. Mi Padre ya no estaba en condiciones de andar solo en la calle y mucho menos de trepar a un camión, a pesar de que casi toda su vida anduvo en camiones. Fue un abogado honesto, poco dinero hizo en vida; y aunque no es precisamente el tema de este texto, debo decir que ciertas condiciones se requieren para amasar fortunas en este mundo y cualquier tipo de riqueza financiera. Por citar un ejemplo: el hombre más rico de este planeta es también el mayor charlatán que ha visto la historia del mundo de los negocios. Es el falso profeta del que habla el Apocalipsis.

Durante su infancia, mi Padre tuvo amigos con quienes se reencontró mucho tiempo después, incluso en esta última etapa de su vida en la que me tocó despedirme de él: su último año y medio de vida. Pude ver a uno de sus amigos venir a la casa a derramarle lágrimas cuando estaba en cama, sin despertar, justo cuando yo llegué a Monterrey hace año y medio. Y mi Padre, con ayuda de un fisioterapeuta y, sobre todo, con los cuidados de mi Madre, logró levantarse nuevamente y extender su estancia en la Tierra durante dieciocho meses más. Primero partió aquel hombre de las lágrimas.

El escurridizo vaivén del destino llevó a mi Padre por diversos trabajos a lo largo de su vida: fue apoderado legal de algunas empresas, profesor universitario, articulista de opinión política en periódicos de circulación nacional; pero siempre, litigante independiente. Nunca muy exitoso. Me tocó verlo defenderme en un asunto de acoso laboral y sacó las garras como nunca lo vi hacerlo, excepto por mi hermana, en otro asunto de orden civil. Toda su vida fue abogado defensor de causas perdidas, (un hombre que nunca jugó ajedrez, pero que hubiese sido capaz de sacrificar una torre en una partida, por una posición estratégica, a veces sin mucha certeza táctica; todo por ganar tiempo). Una de las frases que más le recuerdo: "No hay peor lucha que la que no se hace". Fue un luchador contracorriente toda su vida. Y aunque él estaba muy orgulloso de sus papeles de litigio, me parece que a Dios lo que le enorgulleció más de su trabajo fue su opinión política. Pero era capaz de citar a Montesquieu y a cualquier Filósofo del Derecho en sus litigios.

Luchó batallas contra el Sistema Judicial Mexicano, demandó a jueces, magistrados, gobernadores y hasta presidentes, en el sistema judicial internacionalmente más conocido por su podredumbre. Y, sin embargo, respetaba a algunos miembros de la Suprema Corte. Por supuesto, no a las ratas de abolengo, ni a plagiarias, ni a mediocridades en dos patas.

Me parece que mi Padre siempre supo quién era él. Y sabía bien quién era yo; pero nunca me lo dijo. En su lecho de muerte, eso fue lo último que le dije al despedirme. "Ya sé quién soy, Papá". Él no podía hablar, ni abrir los ojos; pero apretó mi mano con mucha fuerza.

Tan solo un par de días antes había sido transferido a un cuarto. Abrió los ojos y nos vio a mi Madre y a mí frente a él. "Cierra los ojos dos veces si puedes escucharme, Amor", le pidió mi Madre. Así hizo él, abrió y cerró los ojos dos veces, por última vez en su vida.

Mi Padre sabía dibujar a lápiz algunas figuras de memoria: indios y vaqueros, paisajes y edificios rústicos. También le gustaba la música; pero nunca tocó un instrumento. Se afinaba y cantaba con algunas canciones de El Trío Argentino, Daniel Santos, Ray Charles, Roy Orbison, Barbra Streisand y algunos otros. Mi Padre nunca estuvo en una sala sinfónica, excepto cuando Minería tocó mi obra "Hacia una Nueva Esperanza" en la Nezahualcóyotl, y la Iberoamericana, "Homenaje y Profanaciones", en la Manual M. Ponce de Bellas Artes. Mi Madre dijo alguna vez que mi memoria, "Héroe de Cien Batallas", estaba dedicada a él.

Aunque mi Padre nunca reconociera en público la existencia de Dios, comprendo lo mucho que sabía de Él a través de una de las frases que mejor le recuerdo: "Al triunfo y al fracaso hay que tratarlos como lo que son... como dos impostores".

Veintitrés de enero de 2025

Olga de León G.

La madrugada del jueves, sonó mi teléfono celular; una voz femenina preguntó por mí, ¿es usted, la esposa del señor Carlos Ponzio Elizondo? Asentí, con la voz temblorosa, esperando lo que ya temíamos mi hijo y yo. Y la voz calma y suave continuó, ¿cómo se llama usted? Respondí con mi nombre completo, el nombre de nacimiento, el que nunca se pierde. Enseguida se identificó ella: soy la doctora Alexandra... ¿Anda usted por acá, en el hospital? No doctora, el doctor le dijo a mi hijo que ya no fuera a las siguientes citas: la de la tarde y la madrugada, que en la mañana nos veía... ¡Pero, por favor!, ya dígame, ¿qué pasa?, ¿qué se necesita o qué se ofrece?

Lo tan temido y sin embargo también esperado y, no obstante, nunca en realidad deseado, escuché entre medio dormida, muy nerviosa y alterada, en voz de la doctora Alexandra: su esposo acaba de fallecer. ¿Podrían acercarse al hospital lo más pronto posible? Hubo silencio de mi lado. No podía hablar... Luego nerviosamente dije, debo avisarle a mi hijo, me parece que se está bañando... Yo estaba dormida, le dije a ella... Y no, no estamos cerca, nos tardaremos como cuarenta y cinco minutos o más, en llegar... No sé.

Seguí hablando: -a qué hora murió y cómo se dieron cuenta. -Los doctores pasaron a su cuarto y lo encontraron ya sin signos vitales. ¿Fue infarto? Pues, puede decirse que sí. ¿A qué hora? A las doce de la noche con treinta y ocho minutos de hoy jueves, veintitrés de enero. 

Eran las doce con cuarenta y siete minutos cuando la doctora me llamó. Un corto silencio de ambos lados, con sollozos ahogados casi imperceptibles, del mío. Finalmente accedió -sin que se lo solicitara- a que pudiéramos llegar dentro de una hora y media o dos.

Yo creía haber estado viviendo una larga pesadilla de más de dos años. Ingenua de mí, la pesadilla real apenas comenzaba: dejar ir a alguien que ya se ha ido, un ser querido con quien compartiste la vida durante más de cincuenta y dos años de matrimonio, o muy cerca de sesenta, si contamos desde que nos conocimos y lo que duramos de novios. No es nada sencillo, a pesar de que sabíamos que el desenlace no tardaría mucho; y que además sería lo mejor para él, quien estaba sufriendo demasiado. Pero, a pesar de mi carácter realista y mi objetividad en el juicio, no dejaba de pensar en que algún milagro increíble podía aún sobrevenir. ¡Autoengaño total! 

La gente que siempre estuvo cerca, mis hijos (particularmente el hijo, quien vivió con nosotros el último año y medio) y mis amigas más próximas, no se cansan de repetirme que debo sentirme bien conmigo misma, pues cumplí en forma excedida mi desempeño de esposa y cuidadora, en los años que estuvo enfermo... y aun antes, pues jamás lo abandoné a su suerte. Pero, no es así, me reclamo tantas cosas, como el no haber estado a su lado en el momento de su partida final, y: ¡cómo duele!

Durante el período que estuvo enfermo, lo vi como siempre fue: fuerte, valiente y a ratos impenetrable, no se mostraba, no daba a entender cuánto soportaba; quería darme gusto: ¡creer junto conmigo en los milagros! Hasta que ambos nos desencantamos, la realidad nos ubicó cruelmente y de golpe.

Ahora, la casa se siente medio vacía. Mi principal motivo de vida ya no está aquí. Él ocupó todo mi tiempo durante más de dos años y medio. Sé que empieza una nueva etapa para mí. Ahora el tiempo es totalmente mío, y aunque no sé exactamente cómo empezaré, sí sé que muchas cosas van a cambiar: yo tengo que adaptarme a esta nueva etapa. Pero, no estaré del todo sola, no solo porque mi hijo me acompañará, sino porque Carlos padre siempre estará aquí, en mi corazón y en mi pensamiento. A él le brindaré cada nuevo día, cada logro que alcance. 

Me amó como pocos hombres saben amar a una sola y única mujer. Yo lo amé mucho después, cuando me di cuenta de su calidad humana y su desinterés por lo material; a pesar de que esto último fuera parte de lo que me molestaba de él, porque a ratos sentía que era solo yo la que tiraba de la carreta. No me daba cuenta de que él siempre iba por delante de mí.

Fue una excepción en su propia familia: Nadie como él. Y ni algunos de ellos, los de su familia, lo conocieron realmente; pero, afortunadamente, otros sí. Era feliz dando, regalaba su trabajo, por más que existen sujetos que lo vilipendiaron injustamente, fue recto y justo a carta cabal, siempre: son más los que esto atestiguan, que lo contrario. Nunca pretendió el poder ni peleó por capital; las ideas eran lo suyo, la verdad, la justicia y la honestidad. Amante de la historia y defensor de los que a nadie tenían para defenderlos. Pero, no era ciego, y nunca renegó de algún rico, por ser rico, sino solo si era injusto y mentiroso, es decir, falto a la verdad y las leyes.

Una de sus frases que para mí fue de las favoritas, es la que decía cuando iba a defender lo indefendible, no te preocupes: "ninguna ley está por encima de la Constitución".

 

 



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