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Los sueños rotos

Los sueños rotos


Publicación:03-12-2023
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No necesitaba mucho para vivir, lo que necesitaba era justamente eso, ¡vivir!

Carrera de caballos

Carlos A. Ponzio de León

Junto a la línea de meta, en la orilla exterior de la pista, se colocó el juez de llegada. Alzó su banderilla blanca para dar la indicación de que, por su parte, él estaba listo. Los yoquis ya estaban montados sobre sus caballos, bien sujetos, con las fustas en las manos, los cascos acomodados, esperando el disparo de salida y la apertura de las puertas, para que finalmente el narrador en los palcos del hipódromo arrastrara la erre gritando "¡Y, arrancan!".

Una hora antes, cada jinete había ido a las caballerizas a liberar a sus caballos de las pesebreras. Les colocaron las mantas con sus números correspondientes y luego los llevaron a dar dos vueltas a la fuente, para que los apostadores pudieran admirar a los animales y elegir al favorito. Los jinetes se dirigieron al área de ensillado y estuvieron listos para el trotón de media hora que les permitiría calentar a las bestias, antes de la carrera. Finalmente, luego de un pequeño descanso, cuando el pelotón del hipódromo se organizó y dio la señal, salieron a la pista para dirigirse a los boxes.

Luis de la Selva era un hombre ancho, de dinero y comodidades que gustaba de la apuesta. Traía los dados en una mano y los datos del folleto en la otra: leyó de cada caballo: su desempeño en pruebas e historial más relevante del último año. Repasó cuidadosamente los 12 nombres de la cuadrilla en la que estaba interesado: la de la carrera de las cinco de la tarde. Estaba fascinado por los dos caballos más rápidos en las pruebas: Kásinsker" y "Natán". 

El primero venía de actuaciones deslumbrantes en carreras internacionales por todo el orbe y no se quedaba atrás en el Derby de Kentucky. La estrategia del jinete era presionar a los caballos de la competencia, casi a empujones, con gritos y majaderías hasta que lograba, él mismo, lo que deseaba: coronar a su caballo en el primer lugar. Natán, por su parte, contaba con poca experiencia fuera de su país; pero soportaba todo lo que su público le demandaba, siempre que no compitiera en otro lado que no fuera su hipódromo natal. Así es que aquello parecía iba a ser un duelo entre presiones internacionales y demandas nacionales. A Luis de la Selva le gustaba la idea.

Andaban otros caballos cuyos resultados no eran interesantes, sino con historiales atrapados en el pasado. Como esas canciones de relleno en los antiguos discos, de típica banda setentera del rock. Pero, brillaban por su esplendor visual: un caballo blanco llamado Rocinante de Noche, otro azul marino llamado Boquita de Esperanza y el más viejo de todos, Cielo Rojo, al que de plano nadie le veía futuro con sus trece años (cuando el típico caballo de carreras se retiraba a los seis). Pero este último parecía un caballo enojado, de ojos rojos como la uva y de lengua que parecía salivar vino amargo, propio de la ira.

Luis de la Selva no les prestó importancia. Hizo cálculos y concluyó que cualquiera de ellos llegaría al menos tres cuerpos atrás del que fuera segundo lugar. Decidió no apostar por el triplete, sino que iría únicamente por el uno y el dos. Lo que Luis de la Selva estaba pasando por alto, es que, en algún momento, todos los caballos arribarían a la meta; algunos más tarde que temprano, mismamente; sin embargo, llegarían al final.

No hubo silencio previo. Nacida de la nada, se escuchó una voz grave que venía de los altavoces: "¡Y... arrancan!". Kásinsker con el número 51 y Natán con el número 13, salieron enfurecidos de sus boxes. Iban con una rabia más que animal, como par de espadas que destrozan el viento, como tijeras que parten por la mitad el mundo, con la risa en las mejillas contenida; en fin, con velocidad infinitamente extraordinaria. 

A los cien metros de distancia, iba el pelotón de caballos hecho bolas, con dos puntiagudas cabezas y sus respectivos cuellos al frente: Natán venía primero; Kásinsker, segundo. El resto de los caballos era difícil de distinguir el uno del otro. Excepto por Cielo Rojo, que salió del box trotando con elegancia, despacio, despacito, una vez que tomó el tiempo necesario para recuperarse del aturdido disparo de salva que dio el juez para la salida. Iba con distinción inconfundible, seguro de ir en el último lugar. Su jinete le dio un par de espuelazos y el caballo descompuso la compostura para acelerar el paso.

A los doscientos metros, se escuchó al narrador en el hipódromo decir: "¡Esta carrera ya se coció, señores!". Y guardó silencio. A los quinientos metros, Natán se veía como seguro ganador. Le sacaba un cuerpo completo a su perseguidor más cercano, Kásinsker, mientras que el jinete de este iba dando tumbos; no sabía qué hacer. El otro se le iba despegando. Al kilómetro de distancia, Natán sacaba dos cuerpos. Entonces se escuchó un grito: "¡Boquita de Esperanza te va a alcanzar!". El jinete de Natán ni se inmutó. Llegó primero al final de los mil cuatrocientos metros, sacándole tres cuerpos a Kásinsker. 

El resto llegó después: Macho Fabuloso con minuto y veintitrés segundos; Por La Carrera Doy El Alma, minuto y veinticuatro... y así sucesivamente, hasta que al final arribó Cielo Rojo, que parecía acompañado por alas del cielo, flotando sobre la tierra: el de los ojos de la ira de Dios y la saliva de vino amargo. En la meta cerró con 2 minutos, 02 segundos y 8 centésimas, mostrando a la concurrencia la lección más dolorosa de la historia...

La jugadora

Olga de León G.

Nunca había apostado por algo, no en serio, es decir, a cambio de dinero o algún otro bien material. No era su estilo de vida. Y no tenía condición económica para hacerlo. Razones de peso para dudar que alguna vez lo hiciera: era una persona sensata y de gustos sencillos; apegada a la religión y las buenas costumbres. Eso lo dice todo: debieron obligarla o darle alguna droga que la pusiera en una situación semejante: alegaban ahora los hijos. 

Sus ojos lucían un cierto brillo extraño y su voz era más firme y segura, como nunca lo había sido. Parecía no dueña de sí misma sino del mundo; dueña de todo lo que la rodeaba, y más...

Tenía ya cinco días de no dormir en su casa ni en su cama. No había regresado al hogar desde aquel día en que él se fuera. La casa comenzó a parecerle demasiado grande, demasiado sola y vacía. Para qué regresar, si ya nadie la esperaría, nadie estaría contando los minutos y las horas que tardaría en llegar o llamar por teléfono para avisar cuánto más se entretendría en las compras de víveres, con el médico o en las vueltas obligadas del día.

Las llamadas que últimamente hacía a alguno de sus hijos eran para pedirles que le hicieran una transferencia a su tarjeta de débito:  -me quedé sin dinero, hijito; o, -creo que perdí o me sustrajeron la billetera, afortunadamente le había sacado las tarjetas; pero, no traigo efectivo para pagar la despensa ni el carro de sitio... Tal historia relataba mientras seguía en el casino. Hasta ahora, en que dudaron de ella.

Y, no le preocupaba ganar o perder, sino la credibilidad que le darían o no sus hijos. Si uno no respondía pronto, llamaba al otro; o, a la hija. A esta la dejaba para el final, como último recurso; a ella no quería molestarla, pues no sabía cómo reaccionaría el yerno, de saber que la suegra le pedía dinero a su esposa.

-Mamita, ¿en dónde estás? No te preocupes, vamos por ti y allí pagamos lo que hayas comprado, y te llevamos a tu casa. Solo dime la dirección. -Silencio del otro lado.

Ahora sí que estaba metida en un lío: cómo hacerle para que no fueran por ella y solo le hicieran una transferencia: -Estoy bien.

-Bueno, conste que yo no quería preocuparlos, pero no me dan opción: Me fui de la casa. Cerré todo muy bien, clausuré gas y agua, la luz no, por la alarma, y para que se vea que alguien está allí, con los dos focos que dejé encendidos. Pronto llegaré a casa de tu tía Irina, pero casi se me acaba el dinero y no veo por aquí un banco cerca. Puedes o no hacerme una pequeña transferencia, luego te pagaré. O, ¿debo pedir trabajo desde donde te estoy hablando?, hijito.

La mujer, próxima a los setenta, se persignó y pidió perdón al Señor, por las mentiras que estaba diciendo. 

Lo cierto es que jamás se había divertido tanto, como en los últimos cinco días: casi sin dormir, comiendo solo cuando el hambre le calaba, perdiendo dinero en las maquinitas y hablando poco, y solo con quien ella decidía hacerlo.

No necesitaba mucho para vivir, lo que necesitaba era justamente eso, ¡vivir!

Un día dormitaba en la sala de algún cine; otro, se metía en un casino y jugaba, lo que fuera, le daba igual, ningún juego dominaba. Otro más, entraba en algún templo, se ponía a rezar y con la cabeza inclinada acababa por dormirse.

  Dicen que el diablo anda por doquiera, pero ella no le temía al diablo. Tenía miedo de su soledad, de las esporádicas visitas de sus hijos, solo para recordarle que estaba vieja y que no podía hacer esto o aquello. Así que un buen día decidió no escuchar a nadie y esconderse de ellos, de sus hijos, e irse a recorrer el mundo... O, inventarse uno nuevo, como: ¡el que ahora estaba viviendo!

 



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