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Los riesgos de la edad

Los riesgos de la edad


Publicación:11-02-2023
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Cuando estamos jóvenes, o incluso en la medianía de la edad, por ahí de los cuarenta, nunca pensamos en que un día tendremos los años de los abuelos

Para Nueva York

Carlos A. Ponzio de León

      Tengo doce años, pero en las noticias dicen que tengo la mente de un genio adulto. Hoy viene un galerista desde Nueva York, a visitarnos. Quiere que mi mamá firme unos papeles. Mi papá está furioso. “Van a pagar lo que el inservible de tu padre no puede pagarte”, me dice ella. Se refiere a la universidad, no solo a las telas y a los acrílicos. Lo que tengo que hacer es completar doce cuadros en un año. Grandes, de metro y medio por metro y medio, o mayores. Los van a montar en una galería de Nueva York y luego los llevarán a una feria de arte en Miami. Tal vez se vendan por mucho dinero. Ellos hablan de treinta mil dólares por cada uno. Mi mamá y yo nos quedaremos con la mitad del dinero. La última vez que hablé por teléfono con mi papá, me gritó: “No firmes nada. maldito monstruo friki”. Me quedé temblando y esperé a que se calmara. Él mismo quiere hablar con estos señores, pero ellos no quieren ir a visitarlo a la penitenciaría.

      Dicen que con la firma de mi mamá basta; don Arturo la ha estado asesorando. Él es abogado y nos cobró con un pequeño cuadro que pinté con cariño. Se trata de su perro Manchas caminando por la calle. Don Arturo dice que, dado que la custodia sobre mí la tiene mi mamá, mi papá no requiere dar su consentimiento para el contrato con la galería. Yo extraño a mi papá, de cualquier manera. Pero robó dinero creando cuentas bancarias con tarjetas de crédito a nombre de otra gente, sin el consentimiento de esas personas. A veces pienso si una de ellas no sería don Augusto, o quizás doña Luisa, porque desde que vino la policía a llevarse a mi papá, los hijos de ellos han dejado de juntarse conmigo. Mi mamá me ruega que ya no los busque, pero a mí me caen bien y a veces voy a tocar a sus casas, aunque nadie abre.

      Raúl, mi compañero de salón, dejó de molestarme desde que se llevaron a mi papá. Solía patearme cuando jugábamos fútbol en la escuela. Ahora parece como si me tuviera miedo. No se acerca. Yo, de cualquier manera, en el recreo prefiero ir al salón de educación artística a tocar el violín. Me gusta más pensar en notas musicales que sentir la mirada de mis compañeros que chismosean cuando paso junto a ellos. Creo que de grande voy a ser abogado y vigilaré los derechos humanos de los niños.

      Los señores de Nueva York han llegado. Traen un traductor para hablar con nosotros. También viene un equipo de tres personas a realizar un video promocional para la galería. Quieren filmarme pintando, aunque yo preferiría que me grabaran tocando el violín. Me gustan las piezas del método Suzuki más que los Estudios de Kreutzer. Dicen que, en estos momentos, lo más importante es la pintura. Nos enviaron una hoja con la lista de tomas que realizarían y de los materiales que se necesitan: Un bastidor casi completo instalado sobre el caballete, los botes de pintura, pinceles, todo eso y claro, el cuarto de pintar. Además, me tomarán sentado en la sala, diciendo algunas frases. Las enviaron en español y así las diré. Pero en el video aparecerán subtítulos porque gente de todo el mundo me verá. Además, nos han avisado que la señorita Harris me entrevistará. Serán preguntas sorpresa. Solo espero que no me interroguen sobre mi papá. No quiero explicarles por qué está en la cárcel y lo mal que yo me siento por ello.

      Mi papá llamó en la mañana. Quería hablar con mi mamá, pero ella no quiso tomar la llamada. Me hizo prometerle que le diría a ella todo lo que me dijo él. Que la va a demandar, que la va a mandar a la cárcel por explotarme, que tiene derecho al maldito dinero de Nueva York… Yo solo me quedo callado. Me tiemblan las piernas. No le digo nada a mi mamá porque ella se pone a gritarme como loca y los vecinos escuchan cuando ella dice que la estoy traicionando, que no quiere saber nada de delincuentes, que está haciendo todo por mí, eso que el criminal de mi padre no ha podido hacer como tutor. Y yo prefiero ir al sótano y ponerme a pintar figuras que parece que se desvanecen cuando uno se les queda mirando. Personajes grotescos que no son más que mis papás peleando y que la galería dice que valen mucho dinero, y que son la razón por la que han venido. Y yo quiero que se las lleven porque hay mala vibra en esos cuadros.

      

La tristeza no mata…

Olga de León G.

      ¿Por qué no se mueve, mamita? Siempre que venimos a ver a mi abuelito, está sentado en esa mecedora, en el sillón o en la cama, y en cualquiera que esté, no se mueve… parece que está muerto.

      No digas eso hijito. Lo que sucede es que lo invade la tristeza… hay que hablarle, platicarle cosas, lo que sea… y aunque parezca que no te escucha, tú síguele platicando… Cuéntale de tu escuela, de tus amiguitos, dile que lo quieres mucho y acércatele y dale un abrazo y un beso en las manos, o en la frente, donde tú quieras. Desde que tu abuelita se murió, él se ha vuelto muy callado, como si ya nada le importara… Tenemos que hacer que él se dé cuenta de que nos importa, que lo queremos y que deseamos esté en nuestras vidas.

      Pues si eso quieres, mamita, llevémoslo a vivir con nosotros, no lo dejemos aquí solito. Mis tíos casi nunca vienen a verlo, solo nosotros venimos, una o dos veces a la semana. El resto de los días se lo pasa solo, o con doña Nacha, cuando le toca venir a asearle la casa y dejarle comida hecha para tres o cuatro días… Pero, yo creo que ni ganas le dan luego, al día siguiente o a los dos días, de calentarla.

      La madre nada dijo, se quedó pensando en cuánta razón tenía su hijito. Nueve años tenía Jaimito, y podía ver con claridad la mejor solución para verdaderamente ayudar al abuelo.

      De tristeza, nadie se muere. La gente mayor se muere de abandono, de enfermedades graves o incurables, pero no de tristeza. La tristeza es el sentimiento provocado por una conciencia clara del abandono en que se vive, de entender que ser adulto mayor, mayor de setenta u ochenta años y con achaques o problemas de movilidad, es convertirse en un estorbo, una carga para cualquiera de la familia.

      Cuando estamos jóvenes, o incluso en la medianía de la edad, por ahí de los cuarenta, nunca pensamos en que un día tendremos los años de los abuelos, ni en qué tan sanos o con achaques, en el menor de los problemas, estaremos cuando tengamos setenta o más años. No, nunca lo pensamos con anticipación. Para nuestra desventaja y mala fortuna, pues no prevenimos un posible futuro infortunado.

      La madre de Jaimito miró por vez primera con gran ternura, y no con tristeza, a su padre. Era imperativo sacarlo de ese estado en el que se hallaba. Contrató terapeutas, hizo que le dieran rehabilitación a sus músculos y buscó un médico nutricionista que le indicara cuál era la mejor dieta para su padre, considerando las enfermedades que padecía y los medicamentos que tomaba.

      Y no se lo llevaría a vivir con ellos, por el contrario, ellos se mudarían con él.  María era madre soltera y solo tenía a Jaimito, así que cambiarse de casa no sería un problema para ellos. El problema podrían ser los hermanos, si pensaban erróneamente que el interés de María fuera quedarse con la casa, una vez muerto el abuelo. Pero, ninguno dijo nada. Ninguno podía ni quería hacerse cargo de su padre en tal forma.

      Jaimito tuvo el gran ejemplo de su madre. Ahora, casi veinte años después de que se mudaran a vivir con el abuelo, él, otra hora niño, dedicó su vida a atender a los adultos mayores y ayudar a las familias a ser empáticas con los viejos. Estudió medicina y se especializó en Geriatría. En su consultorio, sobre la pared de frente a la entrada y atrás de su escritorio y sillón, había un cuadro resaltando un par de frases: “De tristeza nadie se muere… de abandono y enfermedad, sí”. Amemos y cuidemos a nuestros ancianos.

      María estaba orgullosa de su hijo, y seguía cuidando con ayuda de especialistas a su padre, un viejecito de noventa años que venció la tristeza acompañado de su hija y su nieto; y hoy, lee cuentos -escritos por él mismo- a los internos en la casa de reposo del Dr. Jaime Zaldívar B., su nieto. 

      



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