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Los retoños del tiempo

Los retoños del tiempo


Publicación:06-03-2021
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Desgraciadamente, el maltrato a la mujer va mucho más allá del hogar, en lo laboral igual sucede

La leyenda de la aparecida 

Olga de León G. 

      Todas las noches, poco antes del inicio de la primavera y hasta el diecinueve de marzo, cuando sonaban las doce campanadas de la media noche, aparecía en la calle principal de aquella pequeña comuna, la silueta de una mujer envuelta en traje de seda con vaporoso ensamble de encaje sobre fino raso que caía desde sus hombros hasta abajo de los tobillos: no se dejaba ver si calzaba zapatillas o traía sus pies desnudos.

Era una silueta esbelta, aunque no muy alta, quizás medía un metro con sesenta y cinco centímetros. Pero la penumbra y los arbustos muy bajos de la plaza principal, la hacían lucir más alta. Las doce campanadas provenían del reloj de la iglesia que formaba parte de la fachada, y se hallaba a la mitad de la cúpula central, parte más alta del hermoso edificio mezcla de barroco con algo del arabesco de mediados del siglo diecinueve.

Ya casi nadie se sorprendía al verla, si atinaban a pasar por allí en esa hora o poco después. Con los años y las décadas, se había vuelto parte esencial del entorno. La mujer daba una vuelta completa a la cuadra de la plaza. Lo hacía lentamente, parecía que flotaba; luego, desaparecía.

Cuentan las buenas gentes nacidas en ese pueblo y los ascendientes y descendientes de ellos, que la silueta correspondía a una mujer que sufrió en silencio la crueldad del marido y el maltrato de todos los hombres del pueblo que por despechados la acusaban de liviana y mala esposa. Mentiras. Solo mentiras salieron por más de medio siglo de la garganta de quienes, porque usaban pantalones, creían ser hombres.

Un día desapareció, cuando la mujer que se aparecía en el mes de marzo -lo hacía desde 1909-, y daba vueltas a la plaza como si flotara sobre el adoquinado, sin más ni más, un día ya no lo hizo, por décadas. Tardaron en darse cuenta de que había desaparecido, porque cada año, en esa misma época, otra mujer repetía el ritual de la aparecida. 

      Justamente, hace poco menos de cuarenta años, una niña, fue la que se dio cuenta de lo que pasaba en su casa, con su abuela, y se lo contó a su madre, le dijo: “-Mima, por qué la abue sale todas las noches con su vestido de novia y regresa muy temprano por la mañana… Yo la veo que sale llorando y cuando regresa parece muy contenta, entra sonriendo hasta mi cama, me da un beso en la frente y me dice”: “-mi niña, tú ya no sufrirás como nosotras”. Por qué sufres tú mamita, porque mi papá te grita, o porque me regaña sin motivo y me exige que le diga dónde andas, cuando vas a la tienda o al mercado… Qué pasa con mi papito, mamita: No nos quiere… O, ¿está enfermo?

      Y, finalmente fue hace cuatro o cinco años, que una joven de menos de veinte, portando el vestido de novia de su madre, en ese mismo poblado al que la modernidad no había cambiado en nada, retomó el ritual de su bisabuela, su abuela y su madre recién asesinada por la tristeza y el abandono a los que la condenaron la sociedad y el marido, y salió la noche anterior al ocho de marzo y se encaminó hasta la calle principal del pueblo.

      Sonaban las doce campanadas en el reloj de la hermosa iglesia, cuando la joven tras aparecer en medio de la calle, empezó a darle vueltas a la plaza. Dio al menos tres vueltas, antes de que alguien notara que esta era la verdadera aparecida, la mujer que inició la leyenda el día que el marido la corrió de su casa y las leyes nunca le hicieron justicia, quedando a merced de una horda ignorante de ese pueblo, quienes la lapidaron. 

      Esa noche, la silueta iba literal y realmente flotando, no se le veían sus pies. Y, el velo sobre su cabeza también flotaba, como si no hubiera en ese cuerpo: ni frente, ni cabellera, ni cabeza que lo sostuviera.

      La leyenda de la aparecida, a partir del ocho de marzo de mil novecientos setenta y siete, cobró vida real. …Desgraciadamente, el maltrato a la mujer va mucho más allá del hogar, en lo laboral igual sucede. La vida de las mujeres: cultas, ignorantes, ricas, pobres, jóvenes y mayores, cambió poco. Nada nuevo hay bajo el sol, dijo un hombre… ¡Debió decirlo una mujer!

El picor de la pasión

Carlos A. Ponzio de León

Había en su manera de sazonar un picor que no a todo el mundo le gustaba. Despertaba el odio interior entre algunos, porque quitando la sazón de los chiles, el sabor de lo que preparaba era el de manjares de estrellas en un cielo imperdonable y brillante, sabores ordenados como robles maduros que se fermentan en coñac. Uno a uno, los gustos iban apareciendo en el paladar de los comensales, desde lo ácido hasta lo dulce, pasando por lo amargo y lo picoso, que siempre se quedaba.

      Sus pretensiones de vida no iban muy lejos, iban y venían con el día a día: tener limpia la ropa y los barandales, brillante el piso, sacudidos los muebles. Limpiaba con cuidado el polvo de los libros que se encontraban encima de la repisa vieja, oliendo a papel húmedo: sus favoritos eran los de cocina. Y a pesar de que guisaba toda la semana para el negocio de su madre, su pasatiempo era prepararse platillos especiales los domingos: recetas que descubría entre los tomos de la abuela: cocina gourmet, tan distinta a la comida corrida que disponía de lunes a viernes, escuchando entrar desde la calle los ritmos de un pueblo en luto.

      Pero el resplandor del fuego brilló en los ojos de Martha cuando un día, un porteño entró al restaurant. Laboraba en una oficina cercana, dos cuadras rumbo al norte. Traía la sangre despierta, como quien consume cabezas de ajo cada mañana. Pidió la carta al sentarse y la mesera se la trajo, ondeando de un lado a otro. A él no le molestó descubrir que la variedad de platillos fuera pequeña. Ordenó sopa caldosa de pasta, ensalada de lechuga y jitomate, y un pedazo de pechuga en salsa pasilla. Estiró sus pies y dirigió la mirada al televisor que colgaba de la pared más cercana. 

      Al verlo, a Martha se le hizo un revoltijo duro en el estómago: un montón de piedras rasposas chocando unas con otras, sin la suavidad de las que se encuentran sumergidas bajo el río, sino con la resequedad de ladrillos que se raen en un temblor. No deseaba que el palpitar de su corazón se le notara al caminar cerca del caballero. Se le vino la urgencia de abrazarlo y amarrarlo con un mecate a la silla, para que nunca pudiera irse. Martha le trajo el postre, con una sonrisa en sus labios color de rabia.

      El porteño volvía, dos o tres veces a la semana. Hasta que descubrió a Martha observándolo de reojo. La invitó al cine. Un domingo de mañana, se encontraron en el quiosco del parque. Vieron en pantalla grande une película antigua, de colores desteñidos como chiles viejos.

      Luego caminaron por las calles hasta detenerse a tomar un café en un rinconcito, al fondo de un lugar. Ella dijo que tenía comida en casa, para ambos. “Me encanta el picor de lo que preparas”. “Nadie en la familia se come lo que hago con escozor. A mí me gusta, aunque me curta las manos por el contacto con los chiles”. “¿Qué preparaste para hoy?”, preguntó él, mientras giraba su taza de café ardiendo en la mesa. Ella contó del pollo marinado, de la ensalada con morrones y del caldo con trocitos de serrano.

      Más tarde, mientras se sentaban a la mesa, él tenía los ojos puestos en el cuerpo de ella; y ella, en el de él. El hombre saboreó un cielo rojo que le supo a amanecer. Martha observaba con gusto los gestos de placer que su invitado exageraba cuando llevaba los platillos a su boca. Al terminar, se sentaron frente al televisor. Pero unos segundos después, ella lo tomó de la mano y le dijo: “Hay algo que quiero enseñarte”. Lo condujo a su cuarto, sentándolo luego en la cama. Martha sacó un vestido rojo que se colocó para que él imaginara cómo se vería con él. “¿Me lo pruebo?”. Él asintió dibujando una sonrisa, dejando escapar un bufido de su boca.

      Ella comenzó a desvestirse y cuando estuvo totalmente desnuda, el porteño se levantó para acariciarla. Recostados en la cama, Martha pasó sus agrietadas manos sobre el cuerpo de él. Aquel sintió el ardor del amor cuando atraviesa la pasión; hasta arribar al peligro de quien se frota habanero en la piel. 

      Guardó silencio un momento; pero cuando la comezón la sintió como la de llagas que abren surcos de dolor en la tez, preguntó por la Cruz Roja más cercana. Ese fue el fin de la relación. El porteño no volvió y Martha comenzó a cocinar sin picor. Esperaba que un día, algún porteño arribara para saborear su nueva sazón.



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