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La vida en Twitter

La vida en Twitter


Publicación:11-09-2021
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Sería absurdo discutir en las redes, sobre todo cuando pienso que tengo razón

Las redes sociales me recuerdan a los mercados de pulgas y chácharas; encuentras allí desde un abrigo de astracán hasta un revolver, si sabes buscar. Yo alguna vez encontré un libro de mi autoría en veinte pesos y lo compré de inmediato. Lo firmé y lo revendí en otro puesto por treinta. Sí, lo acepto, siempre he sido un poquitero. Y como al main stream literario le resulto abominable, yo mismo debo llevar mis propias cuentas. No nací para hacer vida social con extraños, colegas y demás arbitrariedades del oficio. En Twitter lanzo mensajes, citas de autores, aforismos, maldiciones, pero en cuanto las escribo salgo corriendo de allí y a otra cosa. No leo respuestas, ni mensajes personales, ni nada, hecho que me debe hacer parecer un arrogante. Más bien soy desentendido y Twitter no es mi medio de comunicación fundamental; lo mío es el lenguaje escrito y los libros y revistas, aunque sean virtuales. No estoy al tanto de las noticias, pues ello me volvería más ignorante; sin embargo, de vez en cuando pongo algo de atención en la actualidad para entretenerme y cerciorarme de que los hechos siempre llegan después de lo pensado. Sé que en mis citas he abusado de varios escritores y filósofos. Tal vez a alguien le sean de provecho mis alusiones. Y si no, me da lo mismo. No puedo cambiar mi propia vida, ni las costumbres en casa, mucho menos voy a desear influir en desconocidos. Por ello, la idea de alterar la vida de un país entero me parece aterradora. Que lo intenten si tienen buena voluntad, cultura e inteligencia. Si no, que dejen continuar al tren sobre sus maltrechas vías. No sé cuántos seguidores tengo en Twitter; no consulto el número, aunque de pronto algún indiscreto me informa sin pedírselo. ¿Cómo puede alguien estar atento a esos datos? La vanidad disminuida a unas cifras, por demás relativas. Alguna vez en la madrugada, saliendo de un antro, me quedé tirado en la calle Amsterdam, pues me sentí mal repentinamente, y lo último que hice antes de desdoblarme encima de una banca fue pedir ayuda en Twitter. Nadie fue en mi auxilio y creo que sólo tuve un par de burlas como respuesta. ¡Vaya seguidores!

La verdad me tomo las cosas muy en serio porque no les encuentro sentido. Sería absurdo discutir en las redes, sobre todo cuando pienso que tengo razón. Hace un par de meses probé entrar a Instagram, pero no lo uso ni sé para qué sirve, subí algunas fotografías, pero me aburro y no le encuentro gracia. Mi pareja —la del arca de Noé— me agregó a algunos “amigos” para seguirlos, ella los eligió, pues es docta en esos asuntos. Yo sólo sigo a mi sombra, pero cuando va detrás de mí. Me gusta escribir en Twitter porque allí ensayo el aforismo, no porque quiera comunicarme. La comunicación es esencialmente ruido, como suelo decir, y ya casi nadie tiene algo interesante qué decir, comenzando por mí. No borro los tuits que envío al aire porque no considero importante mi historial y no me avergüenzo de haber escrito nada, son leves cicatrices, los mensajes arrojados a esa sucia bañera de nombre Twitter: y allí flotan y permanecen porque de entrada son accidentales, y ante los accidentes no puede uno hacer nada. Es verdad que pienso antes de escribir, pero las consecuencias resultan imprevisibles. La red está colmada de basura y, sin embargo, hay quien obtiene conclusiones de ella y se construye una ética de papel que cualquier viento disemina. De vez en cuando algo en Twitter brilla o llama mi atención. Les digo, los mercados de chácharas son así; hay que dedicarles cierto tiempo, pero al menos en los mercados públicos haces ejercicio y tu curiosidad se despliega en los montones de objetos puestos en venta.



« Guillermo Fadanelli »