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La neblina frente al espejo

La neblina frente al espejo


Publicación:01-05-2022
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Puedo recordar perfectamente el día en que por primera vez sentí miedo, un miedo real y consciente, lo que me hizo sentirlo vívido y se grabó en mi mente

Tras el cristal del destino

Olga de León G.

      Siempre he sabido, por los decires de las gentes y algunas lecturas sobre Psicología y desarrollo cognitivo, cuyas referencias no recuerdo (ni vienen al caso, ahora), que la edad en que empezamos a tener conciencia clara del entorno, de nuestra existencia y la de los demás es a los cinco años de edad. Ignoro si al respecto, durante los últimos cuarenta años, ha habido nuevos descubrimientos y ha cambiado esa concepción -he dejado de leer sobre el tema- pero, lo que importa es que, en mi caso personal, la conciencia me vino un año y dos o tres meses antes, a poco de cumplir cuatro.

      Puedo recordar perfectamente el día en que por primera vez sentí miedo, un miedo real y consciente, lo que me hizo sentirlo vívido y se grabó en mi mente “ipso facto”, quedando esculpido con fino cincel en la memoria, por mucho tiempo. Fue la noche en que vi, tras el cristal de la ventana de mi cuarto que daba al patio de la casa, los ojos de la noche.

      Eran unos ojos grandes y oscuros, un poco más negros que la misma noche, la que de alguna forma estaba iluminada por la luna plateada y las estrellas sobre el firmamento. Yo me había levantado a asomarme, como si un resorte o fuerza desconocida para mí, entonces, me impeliera a ello. 

      Los vi de frente, muy cerca del cristal y un frío helado recorrió mi pequeño cuerpo. No pude moverme, me quedé parada, solo viendo esos ojos que carecían de rostro y cuerpo. Fue la primera vez. Luego creí verlos, otras veces, pero como estaba somnolienta, al día siguiente pensaba que solo había soñado con su imagen.

      Pasaron los años y, sin querer, se me fueron olvidando esas experiencias. Hasta cuando cumplí once años, justo el día de mi cumpleaños, volvieron a ponérseme enfrente y no sé cómo o por qué supe que nunca se habían alejado de mí. Mudamos de casas, cuatro o cinco ocasiones, de ciudad de residencia, tres… y en esta segunda aparición, ya tenían rostro y cabellera, era un rostro de mujer y largo cabello oscuro también, como los ojos color azabache que penetraron en mis pequeños ojos claros y cincelaron mi alma, desde los cuatro.

      Entonces, tuve aún más miedo que la primera vez. Quizá tuve mayor conciencia de que un fenómeno paranormal me asediaba y perseguía de ciudad en ciudad. ¿Por qué? Y, ¿por qué solo a mí, de toda mi familia?, que para los once años ya estaba compuesta por ocho miembros, incluyéndome.

      Mi hermanito menor que yo un año y meses, jamás los vio, dormíamos a los cuatro en el mismo cuarto, aunque en diferentes camitas. Él siempre se dormía temprano y nunca lo despertó nada extraño. Era un niño muy tranquilo, quizás dormía sin preocupaciones… En cambio, a mí, todo me preocupaba… vivía al pendiente de mis padres y del hermanito menor que nosotros. 

      Además, por si de algo sirve a esta historia, siempre tuve una imaginación pródiga en historias reales o fantásticas; y, por si eso fuera poco, era apremiante en todo: escuela, casa, amistades…

Tuvieron que pasar otros once años, para que mi visión de esos ojos negros de la penumbra o medias noches sorpresivas volvieran a aparecer en mi vida. Solo que ahora, a los veintidós años, me trajeron… nos trajeron a toda la familia hechos funestos y dolorosos. Dos meses antes de la partida de este mundo de nuestro padre, los ojos que ahora definitivamente puedo llamar “los ojos de la muerte”, se adhirieron al cristal de la ventana de mi cuarto y me dijeron todo lo que debía saber: estás sola, en este trance estás sola: Morir y ver morir es intransferible.

Pero, hoy, cincuenta y dos años más tarde, la muerte y sus ojos enormes de color azabache, se fueron sin pena ni suerte. Dios y todos los ángeles que nos protegen a mí y mi nueva familia, les dijeron: ¡No! Aquí nada hay para ti. No ahora… Vuelve en otros once o veintidós años más: a lo mejor te regresarás igual, ¡con las manos vacías!

El barro del éxito

Carlos A. Ponzio de León

      Desde hace dos años que nuestro negocio se volvió próspero y tan sano como adolescente cuyo cuerpo hace efervescencia bajo la tormenta. Desde entonces soy una persona renovada, con la energía justa para elevar el rendimiento de nuestras inversiones al triple de lo que han crecido hasta ahora. Mi esposa y yo nos conocimos en la carrera de sistemas. Nos graduamos con la idea de perfeccionar y vender, a otras empresas, nuestro programa: que calcula en automático, al final de mes, la contabilidad fiscal de los negocios, a partir del registro diario de las ventas en la caja. Nos costó mucho esfuerzo mantener las actualizaciones de la miscelánea fiscal durante los primeros años, hasta que mantuvimos ingresos constantes y suficientes que nos permitieron contratar a un contador que nos ayudaba a hacerlo diariamente. La idea fue mía y de ella, aunque es cierto que sus padres fueron quienes financiaron las inversiones de los primeros dos años. Pero quien hizo prosperar el negocio, fui yo. Ahora siento que mi esposa no me es suficiente, ni estará lista para lo que debemos aspirar en los próximos cinco años. Quisiera pedirle el divorcio, pero no es mi deseo lastimarla.

      Es importante que yo acuda a los centros nocturnos de la Zona Rosa porque ahí conozco nuevos clientes. Van muchos jóvenes casi en sus treintas que han emprendido su propio negocio. Es cierto que pocos de esos contactos se traducen en ventas finales, pero son una parte de mi quehacer de ventas. Cuando los jóvenes me ven sentado en los sillones rojos, con dos chicas delgadas en bikini a mi lado, bebiendo tremendos Tom Collins con las piernas cruzadas y sus manos sobre mis muslos, destilando sus perfumes Paris Hilton, quieren aprender de mi éxito, desean saber cómo he podido granjearme esta vida de éxito. “Yo reduzco en treinta por ciento los costos administrativos de cualquier negocio”, les digo. Y se interesan. Y les cuento un poco de viajes que me invento a Nueva York y entonces me invitan una botella de brandy. Algunos de esos chicos, de hecho, son atractivos.

      Y ahí fue donde conocí a Lolis. Una húngara con la que no me he ido a vivir, únicamente porque amo demasiado a mi esposa y no la quiero lastimar. Pero no estoy seguro de que mi mujer esté lista para el éxito que viene. Por eso decidí abrir una nueva firma sin que ella se entere. Los nuevos clientes los reparto entre las dos empresas. Es lo justo luego de tanto trabajo que he hecho. Tampoco quiero dejar nuestro negocio conjunto sin clientes. Ella aportó en su momento a la programación de nuestro sistema y la verdad, aún la amo demasiado. A pesar de lo entrometidos que son sus padres en nuestros asuntos, y las ideas extrañas que le meten en la cabeza, que: si yo ando con otra mujer, que: si no llego a dormir, que esto y que lo otro. No comprenden que todo va ligado al éxito. No quieren saberlo con certeza. Y yo no les digo nada porque aún los respeto.

      A Lolis, la húngara, le pagué el implante de bustos. Permito que siga trabajando porque no tengo el dinero para cubrir sus gastos y es muy activa. Le gusta su trabajo que, la verdad, yo honro. Es difícil de realizar y gana dos terceras partes de la cantidad de dinero que yo. Me presenta amigas y no es celosa. Y cuando nació nuestro hijo, ella se hizo cargo de la mitad de los gastos médicos. Es una mujer tan enérgica que, a las cuatro semanas del parto, volvió a la pasarela. A diferencia de mi mujer, Lolis nunca llega tarde a sus deberes laborales y se entrega a ellos al cien por ciento. Le es importante acudir al gimnasio, aunque deba dormir poco. Mi mujer, en cambio, está acostumbrada a una vida cómoda y rutinaria, como la que ha vivido siempre, acostumbrada desde su infancia. Se levanta tarde y se va a la cama temprano. El trabajo no es su prioridad. Ni está lista para explotar el potencial del negocio. Yo crecí esforzándome, sin tener de dónde agarrarme: me hice a mí mismo.

      Y, a pesar de ello, por los años que hemos dedicado al sistema, por la perseverancia y fidelidad hacia mí, valoro a mi mujer y la amo con todo mi corazón. Por eso no le he pedido el divorcio. Pero está impidiendo nuestro crecimiento. Es una disyuntiva con la que debo vivir diariamente, atormentado como lodo que se desbarranca de una montaña. Se llama éxito y trae consigo sus propios derrumbes internos.



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