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La magistral obra

La magistral obra


Publicación:17-11-2024
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Cuántas veces salimos sin propósito alguno y sin destino definido claramente: ¡pocas!, muy pocas

La fuerza de la costumbre

Olga de León González

Se había resuelto por no salir a la calle, se quedaría en casa. Y, no fue una decisión fortuita ni deseada. Simplemente no podía salir. No tenía con ella, o a la mano, sus máscaras predilectas. Las había estado usando alternadamente durante las últimas semanas, luego, repentinamente no las encontró. Había buscado exhaustivamente, por toda la casa: nada, no estaban en ninguna parte.

Las máscaras siempre la sacaron de cualquier apuro; eran lo mejor de su identidad y de su existencia: la máscara del disimulo, de la modestia y la sencillez, entre otras tres o cuatro, que gustaba de elegir entre todas, aunque algunas no le sentaban bien, por más que se empeñara en ello: eso de la sencillez, no se le daba con facilidad... Y, no obstante, la verdad, sí era una persona sencilla, pero algo complicada por la máscara de la soberbia que no lograba quitarse de su rostro, no fácilmente.

En fin, se decidió, saldría a la calle sin máscaras. Total, la espontaneidad podría ser su máscara nueva más exitosa, a partir de hoy (ayer). 

Cuántas veces salimos sin propósito alguno y sin destino definido claramente: ¡pocas!, muy pocas. ¿Quién lo hace en estos tiempos o en cualquier otro del pasado?: Nadie. 

Todos los relojes de la casa y sus propios relojes pulsera, hasta la hora en su celular, se detuvieron. Es como si hubiese sucedido algún fenómeno paranormal que detuviera el tiempo, no sé si en el mundo; pero sí en esa casa. Además, para añadirle más incógnitas a sus pensamientos, la vista se le nubló y no supo qué le pasó, no en ese instante, en el que sintió como si una fuerza extraordinaria y mágica, la levantara de su sillón favorito, la llevara hasta el guardarropa en su recámara y escogiera, casi sin mirar, el atuendo mejor que en tales condiciones podría haber escogido: de colores alegres, pero no escandalosos; tampoco era uno del todo nuevo, pero sí con poco uso, como que estaba colgado en el apartado de lo especial. 

La ducha fue rapidísima. Se vistió, buscó en donde sabía que la encontraría la secadora eléctrica: tres minutos y su corta cabellera estaba seca y estupendamente alborotada, para pasar por un peinado "casual", y a la vez, intencionalmente estilizado y estupendo: ¡cómo no ser así!, si solo tenía tres o cuatro cabellos: corto, dócil, escaso y moldeable.

Buscó donde siempre estaban las zapatillas adecuadas y tomó bolso, celular, llaves de casa y del auto, y se encaminó a la puerta principal. Listo, todo era ya cosa de girar la perilla y decir: me voy... No sé a qué hora regresaré, o si lo haré o no. Pero, sí, pero, a quién se lo diría. Ya nadie vivía con ella.

Entonces, ni siquiera si una tormenta de agua helada le hubiese caído encima, le habría hecho el efecto que ese instante, parada desde adentro frente a la puerta principal, de salida y entrada a su casa, le causó: ¿entró en la realidad?, ¿o salió de ella? ¿Acaso soñaba? El miedo...No, un terror indescriptible la cubrió de cabeza a pies, ¿acaso se había vuelto loca? ¿A dónde iba?

Solo porque no pudo moverse, se quedó de pie, allí mismo. 

Cuántos años había estado encerrada. Cuántos vivió al cuidado de su esposo. ¿Qué había sido lo primordial para ella en los últimos diez años? Sabía las respuestas. Pronunciarlas en voz alta, no resolvía su gran problema: "Salir de la casa". Volver a la vida real. Mas no la cotidiana para ella. Sí, insisto, no para ella.

Nunca supo bien a bien, cómo le hizo para salir de la casa. Enfrentar la calle, es decir: al sol ardiente, al revoltoso viento, como al maravilloso verde de los árboles y los pajarillos revoloteando sobre las flores; pero también, a las palomas con sus despreciables excrementos, sobre el capote y la cajuela, y en las puertas de su auto, no fueron la mejor bienvenida al mundo exterior que ella hubiese deseado.

Subió como autómata al asiento del piloto de su auto, cerró la puerta tras sentarse. Aseguró el tirante del cinturón de seguridad y puso el auto en reversa, salió.

Condujo hasta el final de la cuadra, hacia arriba (era una calle empinada). Volteó hacia ambos lados y viendo que no venían autos, giró a su izquierda y en la esquina bajó por la misma calle en donde se ubica su casa, pero del lado de regreso hacia la avenida que la conduciría lejos de esa casa.

Solo fue hasta el supermercado más próximo. No se bajó del auto, ni se estacionó. Regresó por donde había manejado y llegó de nuevo a su casa... Tardó solo minutos, quince, en esas maniobras.

Metió el auto a la cochera sin techo, apagó el motor y dejó caer su cabeza sobre el volante. Así permaneció unos dos o tres minutos... lloró un poco... se limpió las lágrimas, descendió, abrió la puerta de su casa y entró diciendo: ¡Ya llegué! 

Nadie le respondió.

Más vale pájaro en mano...

Carlos A. Ponzio de León

Me gustaba que le gustaba la poesía. Y era guapo, atractivo, además de ser un escucha excelso. Podíamos pasar horas platicando en los cafés de Monterrey. Visitábamos tanto el Sanborns como el Vips de Morelos, el Martins de Plaza Versalles, el Florian de Plaza La Silla, el Vips del Tecnológico de Monterrey, algunos cafecitos gourmet en San Pedro, el Martins de Humberto Lobo, el Vips de Calzada San Pedro, el Sanborns de Plaza Fiesta San Agustín, en fin, por cafés, no parábamos. 

Yo le explicaba de economía y él me contaba de sus ideas incipientes de investigación. Por el curso de verano que tomó con un profesor visitante que vino de Estados Unidos para enseñar temas de Elección Pública, a alumnos que estaban a media carrera, él decidió comenzar a hacer investigación en el tema del tamaño del gobierno. (Si a la investigación que un alumno de carrera se le puede llamar investigación). A la evolución del monto total de gasto del sector público, durante el siglo XX; le llamaba crecimiento del gobierno. Ese gasto había aumentado en México, como en casi todo el mundo. Hablaba de elecciones democráticas en un país donde la democracia no existía. Era la década de los noventa del siglo pasado.

Yo me había graduado para entonces y trabajaba como funcionario académico en la facultad. También me gustaba porque tocaba el piano, sabía de memoria varias sonatas de Beethoven. Yo disfrutaba de la música: gastaba una parte considerable de mi salario en discos compactos. Pero pocas veces íbamos a escuchar a la Sinfónica de Nuevo León.

Yo le compraba los cigarros, una cajetilla diaria. Él nunca traía dinero, ni para su vicio, ni para el café, ni para comer. Yo lo subsidiaba totalmente. También le regalaba libros y cada dos semanas, un par de boletos para que fuera a ver el partido de los Tigres, (la universidad los obsequiaba a la facultad). Él iba con un amigo de infancia. No puedo decir si yo estaba enamorado de él, pero los actos que realizaba, por él, eran actos de amor (El discípulo amado). (No sé si tal vez mi posición siempre fue un tanto narcisista y él era un chico empático. No estoy seguro de que los narcisistas seamos capaces de amar, pero él y yo hacíamos buena pareja). Miento, sí estaba enamorado de él.

Tenía mis propios sueños con él. Deseaba que estudiáramos el doctorado en la misma universidad de Estados Unidos, en Chicago. Sin embargo, por un tema de visión, a mí nunca me fue bien en los exámenes psicométricos que las universidades piden para ingresar, no lo suficientemente bien como para ser aceptado en un programa de doctorado. De cualquier manera, nuestra relación se vino abajo antes de que él terminara la carrera.

A mí me ofrecieron un buen trabajo en la Ciudad de México. Era una dirección de área bien pagada; una opción muy prometedora para un recién graduado. Fue un exprofesor mío el que me invitó a moverme para trabajar allá, junto con algunos otros compañeros. No lo pensé mucho. Creí que mi amigo del alma iría a visitarme de vez en cuando a la capital. O por lo menos, yo estaría viniendo a Monterrey cada dos semanas, básicamente para verlo. Y siempre fue así. Yo iba y venía, hasta que un día me dio la noticia.

Se había enamorado de una chica. Una compañera de su generación. Me lo dijo mientras bebíamos unas cervezas en el bar del Sanborns de San Agustín. Para mí fue un shock, una noticia que me sospechaba, pero que me cayó como volcán en erupción. Inmediatamente lo acepté. En ese mismo momento, le pedí que fuéramos a buscar a la amiga de mi generación a la que yo le gustaba. Luego fuimos a buscar a la chica con la que él salía. Cenamos juntos los cuatro. Yo quería conocerla a ella.

Mi vida cambió radicalmente a partir de entonces. Me desilusioné de muchas de las cosas en las que había creído hasta entonces, pero aún tenía fe en la poesía y en el arte y en la posibilidad de hacer un doctorado. Luego de nuestro rompimiento, completé un libro de poemas que tenía años de haber iniciado y no concluía. Al poco tiempo, me casé. Tuve hijos y ahora estoy hecho un hombre de familia. Mi vida, definitivamente, no dejaría rastro sobre la tierra si no es porque de pronto, él escribe sobre mí. (¿Se habrá vuelto un narcisista, convencido de que su vida va a trascender?). En fin, él guarda buenos recuerdos de nuestro tiempo juntos, lo puedo ver y leer en sus textos. Y aprendí la lección. "Más vale pájaro en mano...". (Parábola de las Diez Vírgenes).

 

 



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