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La magia de vivir amando

La magia de vivir amando


Publicación:13-02-2021
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La ciencia me ha vuelto supersticioso. A ella, el corazón la ha hecho mantener prejuicios. Intentamos conservar la razón política

La alcanzaremos

Carlos A. Ponzio de León

      

      Lo que me gusta de andar con ella, es que me siento como si fuéramos dos gatos muy ágiles, saltando de azotea en azotea, intentando alcanzar la luna. El día que se pintó el cabello de rosa y violeta, viéndose rojo y azul, llegué a creer que mi maullido llegaría a estrellarse en alguna estrella. Nuestro amor, a solas, no es sutil: cuenta con la energía de la cascada eterna, y aunque desde un inicio necesitábamos tratarnos suavemente, había días en que soltábamos arañazos mutuos. Su cuerpo de fruta afrodisiaca ha llegado a consumir parte de mis huesos. Reconozco que también hay miedo entre nosotros, un miedo a entregarnos hasta perdernos en la oscuridad del universo. Y a pesar de ello, el deseo mutuo nos permite inmortalizar las noches y encender la primavera: con el humo de la máquina moderna de vapor.

      Desde un inicio, había cosas que teníamos que enseñarnos mutuamente. Por ejemplo, a limpiarnos las garras, al regreso, luego de la noche en que salíamos de caza. O a escuchar el sonido de los chelos: acompañados por el murmullo de los astros. A entender la mesura musical de los silencios. A descubrir las tramas más remotas, las escondidas en las venas de los corazones. Tuvimos que aprender a observar con paciencia los largos trazos, a veces algo abstractos, dibujados en las curvas del camino. A olvidar nuestros errores con el perdón que otorga la mirada puesta en el futuro. A reconocer las oportunidades que ofrecen el dolor y la lluvia seca en las entrañas. A valorar las notas rápidas, las notas lentas, y las notas quietas de la música.

      Aprendimos que la vocación no se improvisa en un segundo, y que el dinero hay que aprovecharlo como el oro de la mina que se agota. Que el estado marital se siembra en campos, más allá del de los árboles que crecen para convertirse en papeles firmados en juzgados e iglesias. Que hay actuaciones que nos quedan bien, que nos corresponden; pero otras, no. Es imposible ser la estrella en todas las películas; y a veces, ni siquiera podemos serlo de las nuestras. Que la manera de maullar tiene un acento peculiar que nos vuelve únicos, reconocibles e inolvidables. Que todo en esta vida, incluyendo nuestras relaciones, se pueden terminar.

      Que hay lugares para los gatos, y otros para los tigres, pero siempre hay dónde ronronear. Que cuando el deseo es mutuo, el modo de transportarse es lo de menos; el camino estuvo diseñado para nuestro encuentro. Que mi lugar no está en la oficina, ni en la casa, sino en su corazón. Y hay tantas fiestas que celebrar. Los disfraces hay que vestirlos de vez en cuando. El amor nos hace pedir intimidad; y el terror, sociedad. Que contamos con nuestros trucos escondidos, tan inútiles y tiernos, como necesarios y graciosos. Que ella pide privacidad; y yo, acostumbrado a lo público. Pero nos permitimos entrar a nuestros lugares más secretos.

      Compartimos sueños, pasatiempos. Construimos esperanzas juntos. Nos pedimos no dejarnos caer, el uno al otro. Y tenemos nuestras obsesiones: las que nos dan vida y las que nos matan; pero ambos estamos ahí, perseverando hasta hacerlas funcionar. Agradezco de sus maullidos que, por ellos, también he dicho adiós a muchos vicios. Hay creencias tontas que hemos terminado por mantener los dos, con tal de impulsar la actitud que las vuelva realidad. Quizás un día, alcanzaremos la luna.

      La ciencia me ha vuelto supersticioso. A ella, el corazón la ha hecho mantener prejuicios. Intentamos conservar la razón política. Nuestras historias médicas no nos ahuyentan. Nuestras ambiciones, a veces parecen distintas; pero en el fondo, son iguales. Ella pide aventuras; yo le doy crónicas, y eso parece ser suficiente. Nuestras diferencias religiosas nunca brotan. Pero los miedos nos hacen darnos zarpazos. Intentamos controlarlos. Ella tiene debilidades de carácter que me lastiman y yo, las mías. No dejamos de intentarlo: volvernos más fuertes, hasta que podemos caminar por bardas cada vez más estrechas.

      También reconocemos fortalezas. Amamos nuestras mascotas. Conocemos nuestros secretos. Hay tantos libros, libretas y cartas que nos involucran; que nos vuelven cómplices. He aprendido a comer atún, como los gatos, y a comer de manera más saludable. Sigo sin entender su letra manuscrita, sin comprender algunos de sus temas. Pero no me desanimo; de alguna manera, me hace crecer. Me temo: que crecemos juntos. Cada vez entiendo menos lo que las estrellas dicen de ella. Y cada vez que me hiere, con un arañazo, ahora intenta curarme. Me ha hecho ver que las rosas, son rojas; y las violetas, azules. Creo que un día, de un solo salto llegaremos a la luna.

Permanencia de una memoria extraviada

Olga de León G.

Se conocieron cuando ella tenía doce años, y él quince. La atracción fue instantánea. Cuenta con cierto orgullo, la ancianita de noventa y siete años, que ella lo vio primero. Un día pasó al lado de donde el joven de sus sueños solía juntarse a platicar con dos o tres amigos… y ella siguió pasando dos o tres veces a la semana, siempre con su nana.

Ese día pasó caminando lentamente, y dejó caer como por descuido un pequeño monedero, sin una sola moneda, para que no hiciera mucho ruido al golpear contra la baldosa. Así, ella sabría sin necesidad de voltear hacia atrás, si él la seguía con la mirada, pues, sin escuchar ruido al caer el monedero, entonces el joven, que también la estaba viendo pasar, recogería su monedero y la alcanzaría para dárselo: como así fue.

Doña Conchita esbozó una sonrisa y continuó: ese fue el principio de un encuentro que duraría toda la vida. Pero, no crea usted, mi niña, que todo fue andar entre los algodones de las nubes o mirar extasiados al cielo, contando las estrellas en el firmamento, o los aerolitos que suelen estallar antes de caer a la tierra. No, ¡qué va! Hubo algunos paréntesis, puntos suspensivos y muchos sin embargos.

Yo acababa de terminar la primaria, me cuenta con sus ojitos brillándole de emoción; y entraría al siguiente nivel en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, donde se educaba, primero a las niñas y luego, a las adolescentes, para transformarlas en señoritas casamenteras, pues serían un dechado de virtudes, aprenderían: tejido, bordado, a poner una mesa, cuidar del esposo, cocina y modales. 

      Allí estudié, me dice doña Conchita, con los recuerdos saliendo de sus pupilas y su vivaz memoria, lienzo sobre el que pinta con una sonrisa salpicada de cascabeles. Nos preparaban para el fin último en la vida de una mujer: amar y servir na los nuestros, después de a Dios Padre; Hijo y la Santísima Virgen. ¡Claro!, los prójimos primeros en la vida terrenal son el esposo y los hijos. Esta era la vocación de toda mujer católica, por aquellos años.

      Y se sumió en su pensamiento y en sus recuerdos más remotos, porque de los recientes, poco recordaba. Acompañada de quien la asistía, iba al parquecito de la colonia donde paseaba y pedía siempre sentarse en una banca frente a la Iglesia. Aquella, donde ella y el joven de la mirada color de mar con un cielo reflejado en él, se habían casado. Esa fue su rutina los últimos siete años, desde que se internó en la casa hogar para personas mayores… “con un poquito de olvido de memorias recientes”. Ella lo escogió por la cercanía con la iglesia en donde se casó, y dejó estipulado que allí la llevaran cuando nadie más pudiera atenderla. Un día a la semana -generalmente los sábados-, iba con quien la cuidaba en la casa de reposo, y se sentaba frente a la Iglesia de la Luz, en la placita del mismo nombre.

      Mira, mi niña linda, sí, tú que quieres saber cómo se siente el amor… No es y sí, ese cosquilleo en la boca del estómago; ni tampoco y sí, ese no saber qué nos pasa que quisiéramos correr por la calle o las veredas de un bosque o por donde sea, pero correr, para calmar la ansiedad, por: ¡sabe Dios qué!, que nos ahoga y nos seca la garganta dejándonos sin habla y al mismo tiempo, cantando sin afinación alguna, pero cantando a voz en cuello y emulando a alguna opereta escuchada solo en sueños… 

      Sí, eso justamente es el amor: se siente como un sueño del que no quisiéramos despertar… Por desgracia, despertamos antes de que pase mucho tiempo desde nuestro embeleso primero. Y, así, hemos de admitir que amor también son: desacuerdos, diferencias, arrebatos, gritos, ofensas y silencios; unos más a veces de uno de los dos lados, otras, allí van aparejándose. Miente quien te diga que fue víctima de su amor y los maltratos del novio o del esposo. Ambos son víctimas y victimarios. Salvo honrosos casos de injusticias mayúsculas de uno o una sobre el otro. Y, ¿amores ideales?… Seguramente los hay, aunque ni fue mi caso, ni conocí pareja que lo fueran. Nos lo inventamos…

       De pronto, la viejecita calló y con una seña pidió que la ayudaran a levantarse. Tras haber visto llegar a la iglesia, como cada sábado, a una pareja de novios. A quienes, con suave ademán, lanzó su bendición. Mientras ellos, desde lejos, comprendieron que su amor sería mágico. 

      Contenta y tranquila, regresó a la casa de reposo para seguir amando en silencio al novio de su niñez… ¡Su amor, más allá de toda magia!

 



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