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La letra y la ciudadanía

La letra y la ciudadanía


Publicación:21-04-2021
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La autonomía y la excepcionalidad de los escritores resultaron, a la postre, ser un espejismo: la resistencia al poder es, en sí misma, otra forma de poder

Monterrey, NL.- Hace unos días recibí la invitación para participar en una mesa virtual sobre la situación actual de la literatura en la localidad (el trasfondo de este asunto es, no hace falta aclararlo, la relación entre las letras y el poder político). El tema, por supuesto, no es nuevo. Tampoco es inusual que, en tiempo de elecciones, los partidos políticos se “acuerden” de las actividades artísticas y organicen este tipo de foros (había olvidado apuntar que la invitación procedía de uno de ellos). Sí resulta extraño, en cambio, plantearse esta relación en los días que corren, marcados por el enclaustramiento, la incertidumbre y la necesidad (y la urgencia) de imaginar el retorno al espacio público. Esa fue la principal razón para dar el sí a mi participación. Tras la charla, algunas cosas se quedaron en el tintero. Estas líneas derivan de lo que dije (y de lo que no alcancé a decir) ahí. Otra aclaración necesaria: el título de este artículo evoca, de manera indirecta, a otro de índole parecida, escrito por Octavio Paz en los años setenta: “La letra y el cetro” y a sus ramificaciones, como “El escritor y el poder”.  En concreto, tomo como punto de partida la idea (¿obsesión?) de Paz de colocar al literato contemporáneo en un remanso alejado de los pantanos y ciénegas de la política y sus conductas pragmáticas. “El escritor moderno introduce en la sociedad la crítica de la sociedad”, sostenía el poeta en aquellas lejanas páginas, para más adelante ponderar la revelación literaria a través de una crítica constante (a sí misma y a la sociedad): “La literatura desnuda a los jefes de su poder y así los humaniza. Los devuelve a su mortalidad, que es también la nuestra”. Pero ¿acaso no nos revela también que nuestro lugar no se encuentra afuera, sino adentro de la tribu?

La autonomía y la excepcionalidad de los escritores resultaron, a la postre, ser un espejismo: la resistencia al poder es, en sí misma, otra forma de poder, y la lucha por la profesionalización terminó por reforzar el vínculo de artistas y creadores con los gobiernos, las instituciones públicas y la burocracia. Mucho se ha dicho sobre el lazo entre las letras y el poder (toda creación es, en parte, un acto político, no hace falta remarcarlo), y no añadiré más tierra a esa montaña. Falta, en cambio, hablar de la circunstancia presente, de este instante en donde es evidente la hegemonía de lo audiovisual; en donde las formas de representación (política, estética, ideológica) han sido cuestionadas y revertidas; y en donde existen múltiples soportes y formas de comunicación (e incomunicación). El sempiterno cuestionamiento (¿qué lugar ocupa la literatura en la sociedad?) debe ser replanteado, y formulado desde un ángulo distinto. 

Quienes nos dedicamos ahora a la escritura no conocimos esa hegemonía (si es que alguna vez existió) ni el prestigio de la cultura letrada otrora anhelado y defendido por Octavio Paz. Hemos experimentado, en contraste, la constante pérdida de las capacidades lectoras y la simultaneidad de discursos de toda índole. Estamos inmersos en la saturación y las posibilidades de hacer visible nuestro trabajo se reducen a la publicidad y la propaganda. Esto, por una parte; por la otra, tenemos ante nuestros ojos la irrupción de infinidad de estallidos y revueltas sociales en todo el orbe (y en América Latina en concreto): movimientos como el feminismo y las quejas y reclamos de diversos grupos minoritarios (sumados a las cantidades ingentes de migrantes que a diario se desplazan del “tercer” al “primer” mundo) han hecho evidente la urgencia de replantear conceptos como la justicia, la igualdad. la solidaridad y los derechos humanos. No podemos formular de nuevo el cuestionamiento de lo literario sin ocuparnos antes de estos asuntos, haciendo nuestras (porque lo son) sus demandas. ¿Literatura comprometida? Si así fuera dejaría de ser literatura: no hablo de subordinación, sino de replanteamiento y resignificación. Y si bien concuerdo con Paz en que el escritor y la escritora no deberían habitar en el palacio de los gobernantes, rechazo la idea del asilamiento aséptico:  habitamos la polis y somos parte de sus problemas y sus soluciones. Ha sonado la hora de dejar de aspirar a la excepcionalidad y tratar, en cambio, de portar con dignidad el título de ciudadanos.   



« Víctor Barrera Enderle »