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La exaltación de la memoria

La exaltación de la memoria


Publicación:26-06-2021
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“La justicia es una virtud que alcanza el destino de todos los hombres, vivos y muertos”

El destino de la justicia

Carlos A. Ponzio de León

            El padre de las niñas Montero tenía un cuarto separado de la casa, que destinaba a las reuniones de su grupo político clandestino. En las paredes colgaban retratos de Marx, Mussolini, Hitler y Stalin, y en las mesas había adornos representando valores como la fraternidad, la justicia y la igualdad, pero que nadie, excepto su gente, reconocería con tales significados. De las paredes también pendían: una llave metálica que simbolizaba sabiduría y éxito, una escoba que ayudaba a expulsar el mal fuera del grupo, y un abanico de mano que representaba la inmortalidad. En la mesa central del cuarto había una madeja de hilo que figuraba la pasión política de sus amigos. Toda la luz dentro del cuarto era proveída por seis velas que representaban, cada una, la verdad, sostenidas en mástiles que descansaban sobre monedas antiguas.

      Alrededor de aquella mesa, el padre de las niñas Montero y sus seguidores habían planeado un ataque con bombas molotov a los balcones de la casa presidencial. Eso lo llevó a él a la cárcel, a cumplir una sentencia de quince años. A las niñas Montero, su madre les prohibió entrar al cuarto. Ella no sabía si debía limpiarlo o dejarlo intacto, dudaba: por la posibilidad de que el proceso judicial se reanudara. La madre había sido despedida de su trabajo como capacitadora en la única empresa transnacional del pueblo, y ahora se dedicaba a limpiar casas en los barrios de clase baja.

      Las niñas Montero abandonaron su antiguo colegio privado y desde la detención del padre, asistían a una escuela pública lejana. Ningún niño hablaba con ellas. Caminaban solitarias, una detrás de la otra, a la hora del recreo. Iban y venían en camión en un viaje de una hora. Las niñas Montero sabían que, a los muchachitos de la escuela, sus padres les prohibían entablar conversación con ellas por la situación familiar.

      A raíz de aquello, las niñas Montero, en cuestión de seis meses, comenzaron a apreciar la soledad y el silencio, y se volvieron muy independientes, pero a la vez unidas entre ellas. Jugaban solas, en casa, mientras la madre trabajaba. No había necesidad de que alguien tuviera que recordarles hacer las tareas escolares. Ellas solas abrían sus mochilas y cuadernos, y en las escaleras que daban a la sala. frente al mueble donde alguna vez descansó una enorme televisión de plasma, antes de haber sido vendida para pagar los gastos del abogado de su padre, se sentaban a llenar planas y a responder las preguntas encargadas en sus clases.

      El tiempo, para ellas, pasó con la calma y plenitud de un foco luminoso que permanece constantemente encendido, hasta los meses en que su padre sería liberado. El foco se convirtió en una vela que ardía con lentitud, pero sin riesgo de apagarse. El padre había ordenado desmontar el mobiliario de su habitación secreta, la cual había pasado a convertirse en el cuarto de estudio de las hijas. 

      Estando ellas a punto de entrar a la universidad, su padre volvió a casa. Las disuadió de escoger una carrera política. De cualquier manera, ellas querían ser abogadas. Ante la negativa familiar, se decidieron por psicología y ambas se graduaron. Luego cursaron una maestría en la capital y se volvieron investigadoras en el hospital psiquiátrico más importante del país. Solo una se casó. Tuvo tres hijos. 

      El padre murió a los cincuenta y cinco. Con una visión política distinta a la que había mantenido de joven, pero consciente de que había sido víctima del sistema de justicia de su país, que tanto había criticado por conspirar con las élites económicas. Su procedimiento jurídico había tenido fallas que fueron pasadas por alto por los magistrados. 

      La madre de las niñas Montero vivió veinte años más que su marido. Al final, siempre estuvo en compañía de la hija menor soltera, quien se hacía cargo de ella. La mayor de las niñas Montero falleció poco después que la madre. Luego vino la revuelta de febrero negro en el país, y con ella un cambio en el gobierno. Se supo que el padre de las niñas Montero, al salir de la cárcel, apoyó grupos guerrilleros que inspirarían la revuelta de febrero. Desde entonces fue considerado héroe nacional y su nombre y aportaciones aparecerían en los libros de texto.

      La tía Ana, la hermana menor de las Montero, en su leche de muerte alcanzó a decir una frase que sería recordada por sus sobrinos toda la vida. Se acomodó en su almohada y logró levantarse un poco. Se retiró el respirador y miró a los tres sonriendo, para decir con una voz calurosa como la lana, la cual secó todas las lágrimas de su vida: “La justicia es una virtud que alcanza el destino de todos los hombres, vivos y muertos”.

Una celebración diferente

Olga de León G.

      La niña era curiosa por naturaleza, pero de una curiosidad que no se hacía evidente para cualquiera. Era lo suyo un asunto de educación. De la formación un tanto rígida de la época, y unos padres demasiado preocupados porque sus hijos nunca sufriesen desengaños ni discriminación.

      Lily solía sentarse al borde del último escalón de la entrada lateral a su casa, en espera de que arribara el padre. Gustaba de su compañía y de platicar con él, o solo escucharlo charlar con la esposa, madre de Lily, mientras la cocinera les servía. En realidad, ella disfrutaba de algunas concesiones que no tenían sus hermanos menores, demasiado pequeños para ello… preferían quedarse por allí en la sala, jugando o dibujando.

      Esa tarde, sus padres platicaban acerca de una invitación para Lily. Había acudido una de las vecinas a su casa, pidiéndoles permiso para que la niña estuviera con ellas durante la celebración del Janucá (Hanukkah). 

      Ellos no sabían qué hacer. La familia era católica, bueno más la mamá; el papá había crecido en la religión cristiana, pero la universidad y su trabajo de abogado, modificaron sus criterios al respecto.

      Optaron por preguntarle a la niña si le gustaría ir. Lily se sentía muy a gusto con las hijas de los vecinos. No eran de su edad, eran adolescentes de catorce y quince años, ella, apenas si contaba con siete años, pero sentía el afecto y cuidados que tenían con ella; además, las meriendas con galletitas que la invitaban, le agradaban. Así que dijo que sí; ¡aceptaba!

      Por fin se llegó el día, la cita era a las cinco de la tarde. Lily salió sola de su casa –era una niña valiente, segura de sí misma-, tocó a la puerta de sus vecinas, y rostros sonrientes la recibieron, eso reforzó su estima. La presentaron con los familiares y amigos que no la conocían. Entonces fue, cuando de pronto, se vio a sí misma, como desde el candil del techo en la estancia, y se sintió pequeñita.

      Un cierto temor o miedo hacia lo desconocido, comenzó a apoderarse de ella. De pronto se le agolparon en su tierna cabecita, todas las historias oscuras que había escuchado de las mujeres que ayudaban a su madre con el trabajo de la casa, y algunas más que en el colegio contaban las niñas mayores en el recreo, sobre diablos y brujas.

      Y todo porque escuchó un cántico extraño y presenció una ceremonia que no entendía. La niña sintió que se le erizaban los pocos vellos que tenía en sus bracitos, y que un viento helado recorría todo su cuerpo. La familia notó el miedo en su mirada trémula y se acercaron a ella para abrazarla, ella no lo permitió. Por toda reacción, la niña exclamó: ¡Quiero irme a mi casa!, con mi mamá.      

      La fiesta de esa tarde-noche sería motivo de conversación durante varios días en ambas casas. Y tuvieron que pasar más de veinte años, para que entendiera que todo fue un asunto de culturas diferentes y de una imaginación exuberante: la suya. De ahí nacería su gusto por la ficción, por inventar historias o mezclar la realidad con fantasías que se le ocurrirían cada vez que recordaba la invitación a celebrar el Janucá.

      De aquella ocasión, en la que ahora mediaban cincuenta años, los aromas, la melodía y los sentimientos quedaron cincelados en su corazón. 

      Así nació la escritora de los cuentos y las fábulas cuyo final siempre sería el principio del siguiente que escribiría una semana después. Por qué lo haría así, para no olvidar que no todo lo que empezamos nos pertenece solo a nosotros, a veces ni siquiera es de alguien, sino del recuerdo de una memoria, que jamás olvida dónde nacen las historias, y comprende que aquello que terminamos, habrá de quedarse temporalmente en el tintero, para que sea reescrito quizá un siglo o dos más tarde... cuando una nueva pandemia invada al mundo u otro diluvio borre del mapa los límites absurdos de un mundo que nadie acaba de conocer ni entender: el mundo de los duendes ciegos y los zorros sin colas que les pisen... según ellos.                      

      

      



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