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La Castañera
Publicación:14-01-2024
TEMA: #Agora
Me emocioné como si hubieran llamado antiguo, un recordatorio de una forma de la felicidad. Y la felicidad tenía que ver con ese cuento y mi abuela
Me lo topé en una papelería boutique de Madrid. Esos lugares donde venden papeles para cartas preciosos, plumas para tinta, tarjetas de felicitación de diseños muy sofisticados. Un sitio placentero, donde siempre acabo comprándome una libreta. Era el cuento de Mariuca la castañera. No sé si ustedes recuerden la colección o sea parte de su experiencia en la infancia: unos cuentos de portada de cartón muy delgados, suajados con la figura del personaje del cual trataba la historia. No los había vuelto a ver, y parte del regocijo de aquellos cuentos es el objeto adosado a la portada que tenía que ver con el personaje. El que yo recordaba tenía un soplador para el anafre donde la niña del cuento calentaba las castañas y las vendía en las esquinas de las calles. Me emocioné como si hubiera un llamado antiguo, un recordatorio de una forma de la felicidad. Y la felicidad tenía que ver con ese cuento y mi abuela. No tengo manera ya de saber si ella me lo regaló o si los vendían en México. Ahora que lo he escudriñado sé que el autor del texto e ilustrador es Juan Ferrándiz, catalán que fue famoso en su tiempo por las postales y por estos cuentos infantiles de alguna manera edificantes. Aunque detesto esa palabra por su pretensión moral, es verdad que edificaron en mí aunado a la relación entrañable con mi abuela con el Madrid del que salió en la guerra civil. Al leerlo, mi abuela me explicaba cómo eran las Navidades y ponía especial énfasis en el olor de las castañas asadas. Eso no es una experiencia de la ciudad mexicana, así es que mientras me leía aquel cuento y añadía sus propias memorias, yo cerraba los ojos para acompañarla en su añoranza. Castañas tibias en un cucurucho de papel que había que descascarar y después colocar en la boca para que su dulce blandura caldeara el ánimo invernal.
Cuando vi el cuento ni siquiera recordaba que se llamaba Mariuca la niña bondadosa que tiene que trabajar y que regala castañas a los menesterosos, en realidad pensaba en mi abuela. En cómo una abuela que muere a tus 12 años puede tejer un vínculo con una ciudad que uno no conoce hasta después. Una ciudad que dejó mi madre a los cinco años y de la que contaba que cuando fue por primera vez a Europa y el piloto anunció que estaban volando ya sobre España se echó a llorar. Pero yo no me compré el cuento para llorar, sino con la alegría de sentir que tocaba un pedazo mío, el origen del amor por una ciudad que es una construcción de palabras y memorias hasta que te topas por primera vez con la fuente de la Cibeles bajo ese cielo azul. La nueva edición de Mariuca la castañera no tiene soplador de paja, sino una pequeña servilleta a cuadros rojo y blanco para envolver las castañas de mi emoción. Lo que es de celebrar es que a alguien le ha preocupado la huella de las lecturas infantiles habiendo hoy libros tan atractivos. Quizás se reconoce en aquellos placeres no nada más la nostalgia de los lectores adultos, sino que los niños vuelvan a gozar el libro sobre oficios de una época y con el objeto que los extiende fuera de las páginas.
La próxima vez que entre a España, con el privilegio de tener una doble nacionalidad derivado de un asunto desafortunado como fue el exilio, llevaré como pasaporte el cuento de Mariuca la castañera. Ahí está la prueba que me ata a la tierra de mis abuelos.
« Mónica Lavín »