Banner Edicion Impresa

Cultural Más Cultural


La autoestima comparada

La autoestima comparada


Publicación:01-09-2024
++--

Regresé de la cocina y la escena que encontré junto al aparato reproductor de música y sus bocinas era conmovedora

En espera de que la próxima semana escriba un cuento o una reflexión, por hoy, reciban estos dos cuentos de mi hijo. (Olga de León).

¿Jubilación?

Carlos A. Ponzio de León

¿Cuándo iré a jubilarme? Me duele en el alma preguntarme, porque no sé si estoy haciendo las cosas necesarias para lograrlo un día. No tengo muchos gastos, exceptos los tés sin cafeína que me gusta consumir en la calle. No necesito de mucha ropa, ni de calzado caro, para vivir. Dos o tres cambios de prendas son suficientes para mí. Vivo en mi propia línea de pobreza.

Gasto quizás en algunos lujos, como un taxi de aquí para allá y otro de allá para acá, cuando no quiero manejar. Y ya ni siquiera bebo: así es que no gasto en alcohol cuando salgo a cenar con amigos. Tampoco los veo con frecuencia. Nunca fui de muchas amistades y las pocos que tuve se fueron yendo porque les aburrían mis pláticas o porque les sacaban a mis espadazos verbales.

Tampoco me gusta cenar en restaurantes; aunque en algún período en la vida, adoré los sitios caros cuando salía con alguna amiga. Las amigas también fueron desapareciendo. Se ponían muy exigentes con mi tiempo o estaban muy ocupadas cuidando a sus hijos.

Detesto la comida para gordos que se prepara en los restaurantes baratos de comida corrida; e igual detesto cocinar. Siempre estoy en una encrucijada. En otro período de mi vida, comí todos los días el mismo platillo de lunes a viernes: pescado a la veracruzana. Lo preparaba yo mismo, luego de que alguna exmujer me entrenara para hacerlo. Solía dedicar un par de horas al asunto, cada quince días. Ahogaba los filetes de pescado en limón, dentro de un recipiente de plástico y los dejaba remojando en el refrigerador un día entero. (Mi madre decía que los cocinaba en limón y ya no era necesario cocinarlos en la estufa. Nunca hice la prueba para saber si era cierto). Al día siguiente continuaba el proceso: cortaba jitomate, cebolla y aceitunas y los añadía a los pescados en papel aluminio, con aceite de oliva. Luego encendía dos hornillas de la estufa, (habría encendido las cuatro si hubiese tenido cuatro sartenes, pero solo contaba con dos), y durante quince minutos, cocinaba un par de pescados empapelados en cada sartén. En cuarenta y cinco minutos estaban todos listos. Ese era mi procedimiento con los pescaditos de la quincena. 

Al final esperaba a que se enfriaran y los metía al refrigerador. Cuando iba a comer alguno, le quitaba el papel aluminio y lo metía al horno de microondas. Así viví tres años continuos, comiendo diariamente pescado a la veracruzana. No lo dejé porque me hubiese aburrido, sin porque me cambié de departamento y en el nuevo lugar ya no tuve horno de microondas, ni estufa, ni refrigerador.

En la Ciudad de México me gustaba bañarme con agua caliente. Esa es otra de mis necesidades. Y agua potable... y escusado moderno. No necesito televisor, excepto cuando de vez en cuando, quiero ver alguna película que pueda enseñarme algo sobre cinematografía. Voy al cine, no con poca frecuencia; veinte veces al año. No me gusta ir acompañado a los museos. Es una pérdida de tiempo y mucho estrés tener que amarrarse al otro para distribuir el tiempo entre las piezas a observar.

Me gustan los libros. Pero ya casi no los compro. Tengo una colección muy grande que no he leído. Me he dado a la tarea de ir leyéndolos todos, uno a uno. Comienzo y si alguno no lo termino: va a donación Si lo termino, soy honesto para responder si voy a volver a consultarlo. En caso negativo: a donación. Ya no me gusta acumular cosas. 

Otro bien necesario, para mí, es una cama King Size. No a todas las amigas les gusta dormir pegadas al anfitrión y algunas requieren de su propio espacio para dormir. Si se trata de hombres: nunca duermo abrazado a ellos, lo aclaro justamente aquí. Igual sucede con el sexo no binario. Y cuando tenía mascotas, a veces las invitaba a dormir a la cama: amo de un lado, mascotas del otro. (Aunque mis perritas, a la media noche, bajaban a su propia cama; lo cual se los agradecía porque no me gustaba que me despertaran con sus movimientos en la madrugada). Cuando duermo con extraterrestres, igualmente, cada uno de su propio lado. En fin, la cama debe ser grande. Pero no necesito muchos cambios de sábana y cobijas. Dos juegos son suficientes.

Los conceptos en los que más gasto son los materiales para pintar y en tecnologías: programas para escribir música, el procesador de palabras de siempre, los editores de guion, video, audio y el de fotografía. El espacio en la nube. Las aplicaciones para escuchar música y ver películas... y mi gran colección de cine porno, tan esencial y que se sigue expandiendo como el universo.

El yerno favorito

Carlos A. Ponzio de León

Mis suegros vinieron a visitarnos a Paty y a mí. Mi suegra decía que yo era su yerno favorito. Yo los amaba. Pasamos momentos míticos de carnes asadas, bebidas y música, como pájaros revoloteando bajo el arcoíris. Mi mujer era, por sí misma, una bomba de alegría y cuando tenía a sus padres en casa, se transformaba en un globo relleno de confeti que, en su clímax de alborozo, estallaba dándole color a la noche. Con ellos había vivido momentos de euforia incluso en lugares decrépitos, como un viejo bar de Sanborns. 

Vinieron porque existía la posibilidad de que su hija y yo volviéramos a dejar el país para establecernos en Bélgica. Paty fue a recogerlos al aeropuerto. El viernes por la noche estábamos brindando mientras escuchábamos música en un reproductor de discos compactos con un cabezal para cinco discos. A cada uno nos tocaba seleccionar tres canciones dentro de una colección de 1,500 discos compactos.

El viaje a Bélgica nos colocó en una disyuntiva: ¿qué hacer con nuestras pertenencias? Podíamos rentar una bodega y guardarlas ahí por el tiempo que durara el trabajo en la representación mexicana ante un organismo internacional: le restaban tres años al sexenio. O bien podíamos pagar una mudanza que trasladara las cosas en barco y luego en tren.

Había un detalle importante que debía mantenerse en secreto. Se trataba de un requisito para ocupar el cargo. Íbamos a negociar tratados internacionales de comercio con países que tradicionalmente no eran vistos con buenos ojos por nuestro vecino del norte. 

Cometí el error de decírselo a Paty. Le advertí que era un secreto y no podía comentarlo: ni con sus padres. Mucho menos por teléfono. Era una época en la que había pájaros pegados a mis líneas telefónicas. Paty no lo sabía.

Aquella noche de viernes, luego de una botella de whiskey y de estar escuchando a Vikki Carr, Roberto Carlos y Josh Groban, me levanté al baño. De allá venía mi suegra. Nos encontramos en el pasillo. Me dijo tomándome de los brazos. "Estoy muy contenta por este viaje que están a punto de emprender. Por ti que te has esforzado tanto y por mi hija". "Allá los vamos a estar esperando; espero que nos visiten", le dije. "Ya estamos juntando para ello, canijo", y soltó una carcajada. Me dio tanta risa que tuve que apresurarme en llegar a mi destino: el cuarto más pequeño del departamento.

Regresé pronto a la sala, donde se desarrollaba la acción musical: una familia cantando a pecho ronco una canción de José Alfredo Jiménez. Brotes de despecho imaginado, vidas no vividas, emociones ingratas cantadas con pasión y gracia: historias de otros que atravesaban nuestras propias venas en la imaginación. Abrí una segunda botella de whiskey. El refrigerador lo había tupido de aguas minerales y aún quedaban tres botellas de dos litros cada una; saqué una de ellas. 

Regresé de la cocina y la escena que encontré junto al aparato reproductor de música y sus bocinas era conmovedora: La emoción flotaba en el aire dejando humo: una canción aguerrida de Maná sonando a Guerra Santa. Redobles de tambor militar, bombos marcando el paso de la marcha y platillos estallando en el aire. Tomé asiento.

Cuando terminó la canción, aplaudí. Mi suegra me dijo, en un estado eufórico: "Ay, Raúl, admiro tu valentía para tomar este trabajo cuando hay que negociar con países tan peligrosos, con tanta violencia y grupos terroristas".

Fue un cumplido que se estrelló contra mi pecho atónito. Una ráfaga traicionera que descarapeló mi piel, que me comió vivo. Rompí en furia como el trueno destroza vidrios. No recuerdo los detalles, pero le reclamé con fuerza descomunal a Paty para luego irme a dormir a la recámara, solo.

Amanecí con una cruda soberbia, sintiendo que había matado a alguien la noche anterior. Me levanté desesperado tratando de descubrir qué había sucedido en realidad. No recordaba mucho. El departamento estaba solo.

Me senté en uno de los sillones de la sala, pensando en qué hacer, tratando de hacer memoria sobre lo ocurrido. No había platos ni vasos sucios. Todo estaba en orden; sin evidencia de que durante la noche anterior hubiese habido fiesta.

Mi mujer y mis suegros entraron al departamento. Silencio largo y absoluto. "¿Quieren ir a desayunar?", pregunté. Mi suegra se acercó y me dijo: de la manera más furiosa que le habría de ver en la vida: "Déjame te digo algo ahora mismo: nunca he venido a visitarlos sin que vea cómo haces romper en llanto a mi hija". 

Fueron las últimas palabras que mi suegra dirigió, en persona, hacia mí. Nunca hubo aquel viaje a Bélgica y ahora el único recuerdo que tengo de ese matrimonio es el acta de divorcio.

 

 



« El Porvenir »