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La antorcha oscurecida

La antorcha oscurecida


Publicación:07-07-2024
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Algunos dijeron que estaba drogado; otros, que había perdido una apuesta; algunos más, que creyó que el Tigre estaba enfermo y quiso curarlo

La antorcha oscurecida

Olga de León G. / Carlos A. Ponzio de León

El cansancio hizo de las mías en mi mente y una sombra me cubrió. Les dejo dos cuentos de mi hijo. (Olga de León G.)

No eres quien esperamos

Carlos A. Ponzio de León

Marqué desde el teléfono fijo. "Necesito dos asientos en un vuelo a Jerusalén", le dije en inglés a la mujer. "Claro, mi vida, dame un segundo", respondió ella en español, del otro lado de la línea. Supo, por mi acento, que hablaba español. Yo hubiera jurado que se trataba de una dominicana o puertorriqueña. "¿Solo de ida, amor?". Respondí afirmativamente y volvió a dejarme en espera en el teléfono, con un jazz lento, típico de un bar de lujo, con iluminación a media luz. Yo observaba en mi departamento, mientras tanto, mi propio escritorio en bilaminado de melamina, color blanco. Encima de él: la computadora. Conjunto que había comprado en una tienda frente al río cuatro meses antes. "Cariño, tengo dos tiquetes de ida por 1,274 dólares, incluyendo taxes", me dijo ella. "Me interesan". "¿Vas a comprarlos por teléfono o quieres venir conmigo, tesorito?". "¿Puedo pagar en efectivo?". "Claro, dulzura, aquí te espero. Te doy la dirección". Jalé una hoja de papel de la bandeja de la impresora y apunté con tinta azul. "¿Me podría decir cómo llegar?", terminé diciéndole y ella dictándome sus instrucciones.

Quince minutos más tarde, cerré la puerta del departamento y me dirigí a la parada del camión. Esperé cinco minutos y subí al bus. Bajé en la estación de metro más cercana. Transbordé a la línea que me llevaría a Roxbury. Al descender del tren sentí un golpe de nicotina en los pulmones. Por entre las paredes agrietadas de concreto se colaba agua. Noté que los anuncios luminosos de la estación eran como si invitaran a cometer un crimen. Estaba adentro de un edificio en obra negra, oliendo a cemento fresco y varilla. Aquello parecía la sala de espera para ingresar en el infierno.

Descendí escaleras que parecían un pantano formado con plastas de concreto fresco. Alcancé a escuchar el rechinar de las ruedas metálicas del tren sobre las vías, alejándose detrás de mí, abandonándome a mi suerte, como si fuera yo el personaje de una película inspirada en algún libro de Stephen King. Del techo colgaba la intermitencia eléctrica de los candiles que encendían y se apagaban. Con el tufo del tabaco en mis pulmones, me pregunté: ¿habrá alguien más aquí? Ya no distinguía más que diez metros adelante. A lo lejos, vi un túnel de donde salía humo negro, denso. Un escenario que comenzó a cosechar temblores en mis piernas. No sabía si seguir... o regresar de inmediato por donde había llegado.

Seguí adelante dando unos cuantos pasos cuando de pronto, del fondo del túnel, apareció una figura humana. Un ser que parecía un niño africano, de poco más de un metro de altura, pero que caminaba con la seguridad de un adulto. Venía hacia mí. Poco a poco lo distinguí hasta que descubrí que, efectivamente era un adulto: un pigmeo caminando hasta encontrarme. Atrás de él, otro hombre meneaba un palo grueso, dentro de una hoya, mientras la hoya se calentaba sobre troncos encendidos. Más atrás, había una choza construida a partir de ramas gruesas de árbol. Todo aquello: adentro de la estación de metro, como si la estación fuese un bosque del África central.

Algo dijo el pigmeo mientras se encontraba a tres metros de mí; pero no le entendí. Me detuve congelado por el miedo. La temperatura ambiente esa tarde de verano superaba los cuarenta grados centígrados. Podía sentir la humedad del ambiente por la cercanía del mar.

El pigmeo se colocó frente a mí. Me quedé quieto. Metió su mano en mi entrepierna. Algo dijo y seguí sin entender. Hablaba una lengua extraña. Volvió a tocarme y me dijo en inglés, luego en español: "¿puedo chuparte?".

Aterrorizado, giré ciento ochenta grados y me alejé de la escena por donde había llegado. Subí las escaleras de prisa y escuché el rechinido de los vagones del metro. Vi el grupo de vagones acercarse. ¿Qué había sido aquello? No estaba listo para entenderlo.

Subí al primer carro de tren que pude. Se cerró la puerta y vi desde adentro a varios pigmeos que me observaban en la plataforma de la estación. El metro comenzó a alejarse. Traté de recordar la estación en la que había abordado el tren por primera vez. Busqué en la tira impresa de estaciones colocada encima de una ventana. Finalmente recordé el camino por dónde había llegado.

Dos horas más tarde entré de regreso en mi departamento, sin los boletos de avión. Desistí de realizar el viaje. Luego de tranquilizarme, decidí ir a meterme a una agencia de viajes en el Square y compré dos boletos para venir a Londres. Nunca realicé el viaje a Jerusalén y me sentí a salvo, fuera de alguna trama de Stephen King digna del Nobel de Literatura.

El hombre que entró en la jaula del Tigre

Carlos A. Ponzio de León

Algunos dijeron que estaba drogado; otros, que había perdido una apuesta; algunos más, que creyó que el Tigre estaba enfermo y quiso curarlo; los menos: que el hombre quiso suicidarse.

Fue la tarde del 12 de abril del presente, en el zoológico Botta de Paris, construido por arquitectos egresados de la ETSAB de Barcelona que proyectaron lo que ellos definieron sería una especie de asilo para animales. Se trataba de un octágono que recordaba la planta de la Iglesia de San Vitale en Rávena, con arquerías de planta semicircular desde donde la gente podía admirar a los residentes. El atrio central tenía una jaula enorme que albergaba al tigre, el cual disfrutaba de vista circular hacia todas las direcciones, pero cuya posición favorita de descanso siempre era mirando a la capilla mayor, destinada para la alabanza animal. Desde afuera, en la entrada del lugar, había un triángulo cubierto por un vidrio oscuro que le otorgaba cierto erotismo al zoológico, influencia del arquitecto Mario Botta.

Yo fui testigo de lo que sucedió. El hombre llegó diciendo que él era el dueño del tigre. "¡Pero si yo soy su domador!", le respondí. No hizo caso. "Quítate que ahí te voy, porque voy a ponerle unos catorrazos a este tigre desobediente", me dijo. "Pero, señor, tenga cuidado", le respondí, "es un animal muy peligroso. No es un gatito". El hombre ni escuchó. Me ordenó que le entregara la llave de la jaula.

"Espéreme, por favor, déjeme le preparo al tigre". "¿Qué quiere hacer?", me preguntó. "Primero que nada, debo meter a la jaula a la tigresa, para que el tigre tenga sexo y se relaje". "Está usted zafado", me dijo el hombre de manera soberbia, "no entiende con quién está hablando, soy el ´todas puedo´ de esta región". Y entonces el hombre comenzó a mirar sobre mi cintura, buscando el llavero para arrancármelo y abrir.

"Usted no me está entendiendo", le dije otra vez, "ese animalito es muy peligroso, incluso para mí. Hay que prepararlo antes de entrar en su jaula". "Pero ¿cómo cree que voy a esperar a que ese tigre tenga sexo? Si vengo a castigarlo por mal educado". "Señor, esos animalitos no entienden de buenos modales, no nacieron con la capacidad para entender las reglas sociales que los humanos hemos creado".

"Además, hay que darle de comer al tigre", continué diciéndole". "¿Es usted tonto?", me preguntó el hombre, "si le da de comer se va a quedar dormido y no va a estar consciente de la chinga que le voy a meter. Ese animal debe estar muy despierto para que aprenda la lección que vengo a enseñarle". "Señor", comencé a decirle nuevamente, "tenga piedad de usted mismo, por favor. Hay que darle de comer los suficiente para que efectivamente se queda dormido, y así pueda usted entrar a la jaula sin correr peligro".

"A ver, enséñeme dónde está la jaula", me dijo el hombre. Entonces lo hice rodear el zoológico hasta que estuvimos en la puerta que daba al atrio. Abrimos y cruzamos el umbral. Y ahí encontramos al tigre, majestuoso e imponente, midiendo una longitud de casi cuatro metros, con una altura de más de un metro, pesando 300 kilogramos. Con dientes fuertes y largos, de 7.5 centímetros. Amarillo con rayas negras, en un diseño único que la naturaleza le dio para dotarlo de una identidad. Un animal capaz de correr a 90 kilómetros por hora en la selva; que puede nadar y capturar presas en el agua e incluso ver claramente en la oscuridad.

Daba vueltas en la jaula de un lado a otro. Se quedó quieto al vernos, para luego soltar un rugido, como diciéndome, "Domador, tráeme de comer porque tengo hambre".

"Ya vio lo imponente que es ese animal", le dije al hombre. "No tienes idea de quién soy yo", me dijo el hombre. Entonces, realmente me di cuenta de que tal vez, yo no estaba prestándole atención al señor. Había algo en él que no estaba reconociendo. ¿Sería un domador de tigres encubierto? En fin, eso pensé en ese momento. Ya le había advertido mucho al hombre. "¡Ábreme!", me dijo, "o hago que te despidan".

"Una última cosa", le dije al hombre. "Si ve que el tigre se le viene encima, usted agarre mierda y úntesela sobre sí mismo, eso disuadirá al tigre de atacarlo". "¿Y de dónde crees que voy a sacar mierda?", dijo el tipo enfurecido. "Usted estire el brazo y métase la mano detrás, ahí estará", le respondí dándole las llaves.

El hombre entró en la jaula y no tuvo chance ni de estirar el brazo. Ahí quedaron sus restos: algunos en el estómago del animalito y otros dentro de la jaula.

 



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