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Impuntualidades involuntarias

Impuntualidades involuntarias


Publicación:25-02-2023
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Esta es la calidad de los profesionales que laboran, por sueldos demasiado bajos, en el servicio público de mi amado país…

Lo que pocas veces se ve…

Olga de León G.

Ricardo; no, no se llamaba así, pero para hacerlo personaje de ficción, cualquier nombre estará bien. Era un profesional de la química, quizás fue uno de los mejores de su clase. Ahora, el jefe del Laboratorio en una clínica de la más grande comunidad de salud pública en el país; y aunque no le gustaba, se había acostumbrado a que sus colegas lo llamaran “Jefe”. 

Ese apodo respondía a la máscara que usaba para tratar de ser lo más justo posible: no podía ser débil, ni bueno con unos y otros no: debía ser imparcial, y aunque el corazón se le partiera ante la súplica de un padre, de una madre o de alguien más necesitado de su apoyo que otros: debía ser inflexible. No podía privilegiar a alguien sobre los setenta u ochenta formados en la fila, antes que aquél que apelaba a sus sentimientos.

Y los tenía… sus sentimientos le venían del seno de una familia que los cobijó a él y sus hermanos con el amor, los principios y la disciplina que sus padres les prodigaron desde pequeños.

Cuando llegó a la ventanilla otro médico a relevarlo, se levantó, pues él tenía que volver a su cubículo, el del jefe, donde ya lo esperaban haciendo fila dos hombres: suplicantes de que rompiera las reglas del departamento, vencido por su humanismo.

Después de darme cuenta de que el químico, el jefe del Laboratorio, quien me había dicho “espere hora y media a ver cómo resolvemos su caso”, ya no estaba ante la ventanilla, pregunté a otro químico que se asomó de su cubículo, en donde podía estar: él me dijo dónde lo encontraría, allá fui y pregunté si alguien lo había visto… 

Por fin, di con el cubículo, me formé detrás de dos hombres y esperé a que ellos fueran atendidos. Solo se había tardado un poco con uno de los dos que iban delante de mí, porque  el derechohabiente no aceptaba una negativa a su petición. Finalmente, no sé cómo resolvería lo de los dos que pasaron antes, pero lo resolvió. Luego seguí, yo, quien dos horas antes y desde la pared delante de las ventanillas, de cuando en cuando me acercaba para decirle con la mirada y una sonrisa impuesta sobre el cansancio de mi espalda, piernas y el rictus de mi rostro desvelado: aquí estoy, aquí sigo, esperando como usted me lo indicó hasta que pasen todos o casi todos.  

Me reconoció, y me dijo: señora, pase a las ventanillas, le darán su orden de análisis con la fecha de hoy, nada más tuve qué decirle…

Salí de su oficina y caminé solo cinco o seis pasos, me regresé: quise agradecerle… Antes de entrar, por el cristal de su puerta ligeramente abierta, lo vi dándole instrucciones sobre mí, a otro químico. 

Pero, al verlo con la cabeza inclinada y sostenida entre sus manos, entré y le pregunté: ¿se siente bien, químico? Sí, es que tengo tantos problemas; ¿familiares?, insistí. No, del trabajo, dijo sonriendo… Tener que decirles no, a mucha gente que quiere pasar por delante de otros: porque su hijo es autista… Porque su esposo casi no camina… o porque no aguanta mucho en pie… No entienden que el resto formado en la fila, con razón o sin ella, se nos echarían encima… Solo atiné a decirle: ¡Cuánto lo siento! 

El que salía de con su jefe, me dijo: venga, vamos a darle otra orden para los análisis con fecha actualizada, esta es la que guardará, la otra ya no sirve. Bien, enseguida voy. Entró en su cubículo y salió a los dos o tres minutos llamando a mi esposo. Desde las butacas pegadas a la pared, Carlos me buscó y con brazo y mano extendidos le hice la seña de que viniera hacia mí. Pasó, como él es siempre, con un afable saludo para el químico y comenzó a quitarse el saco. Al químico no le pasó desapercibida su vestimenta: “nos gusta andar bien vestidos, ¿verdad?”, al tiempo que lo ayudaba a desabrochar la manga de su camisa, que tiene un botón más en el antebrazo, y no le permitía arremangársela suficientemente.

Esta es la calidad de los profesionales que laboran, por sueldos demasiado bajos, en el servicio público de mi amado país… El mismo que nunca ha podido estar -realmente-  más cerca de Dios que de “los veneros del petróleo, el diablo”, diría un poeta.

Cuento tardío de Navidad

Carlos A. Ponzio de León

Los renos comenzaron su carrera. Llevaban luces naranjas en sus astas. Los esquíes del trineo sacaban chispas mientras resbalaban en la nieve como los de una patinadora olímpica. Los elfos, desde la puerta de la fábrica de juguetes, vieron cómo el vehículo polar se elevaba en el aire y entonces agitaron las manos diciendo adiós. El trineo alcanzó los mil pies de altura cuando sonó el teléfono celular de Santa Clos. “Nos acaban de reportar una emergencia, Santa”. “¿De qué se trata?” “En el país en guerra del que hablábamos ayer, hay una familia que ha quedado atascada entre el fuego enemigo. Tienen un bebé en brazos y no encuentran manera de escapar”. Santa se dirigió a cada uno de sus once renos: Trueno, Relámpago, Bromista, Cupido, Cometa, Alegre, Bailarina, Pompón, Violeta, Lucy y Rodolfo: “Muchachos, tendremos que desviarnos del camino trazado. Vamos primero a Ucrania”.

A cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, los bombardeos continuaban alcanzando objetivos no militares. La población civil huía a donde los caminos libres del fuego enemigo dejaban llegar, abandonando las cosas materiales que habían logrado acumular, junto con sus hogares. No vivían una desgracia ocasionada por los vaivenes de la naturaleza, sino por la violencia que brota de la codicia y las ambiciones del poder político y militar. El país estaba convertido en una espiral de destrucción que se elevaba diariamente, sin un final visible sobre el horizonte.

Cuando el trineo de Santa se acercó volando al área de Jersón, la nariz de Rodolfo el reno se iluminó al detectar el edificio donde se encontraba la familia esperando auxilio. Violeta y Lucy aguzaron más su olfato y los ojos de Alegre se hicieron grandes como dos lunas enormes. En el piso ocho se encontraba la pareja, ambos menores a los treinta años y con su bebé de dos meses. Los bombardeos, poco a poco, se iban acercando al edificio en busca de un objetivo militar que era confundido por la computadora que asignaba las coordenadas del lugar. 

“Jo-jo-jo-jo”, alcanzó a escuchar la pareja que se encontraba escondida pecho tierra a un lado de su cama. ¿Qué podría ser esa risa? Alcanzaron a distinguir una luz roja que entró por la ventana, lo que despertó pavor entre el par de inquilinos, pues pensaron que se trataría de un proyectil; pero no era sino la luz brillante de la nariz de Rodolfo, el reno, iluminando la llegada del trineo de Santa Clos. A lo lejos seguían escuchándose los estallidos de las bombas que destruían en pedazos las paredes de edificios aledaños. “No te asomes”, le dijo el marido a ella, cuando la vio levantarse de su escondite. “Quizás hayan venido a rescatarnos”. ¿Un helicóptero?

La mujer, a gatas, se acercó a la ventana y de un jalón movió la cortina. “Jo-jo-jo-jo”, volvió a escucharse. “Ten cuidado”, le dijo el hombre a ella. “No sabemos qué loco podría estar haciéndose pasar por Santa Clos en estas circunstancias”. La esposa levantó su espalda y se encontró con el trineo, sus once renos y el hombre gordo, de barba blanca y traje rojo que repartía juguetes por todo el mundo. 

“¿Los bomberos?”, preguntó él. “Asómate”. Cuando el marido vio el vehículo completo con todo y renos, flotando, no dio crédito. Hacía más de veinte años que no creía en Santa Clos. Desde los siete había pensado que quienes le traían regalos cada veinticuatro de diciembre eran sus padres. Y justo ahora, de frente a un hombre que bien podía parecer un lunático diciéndole: “¡Feliz Navidad!”, se sentía engañado. “¡Suban al trineo!”, gritó el viejo de barba blanca. 

El hombre abrió la ventana y justo en ese momento, alcanzó a divisar una luz que se acercaba a toda velocidad hacia ellos. ¿Una bomba? Los renos Violeta y Lucy dieron su aviso a Santa Clos con las patas traseras. “¡De prisa!” La mujer corrió para levantar en brazos a su hijo mientras el proyectil avanzaba en línea recta. La mujer abordó. Luego el marido le pasó al bebé. El proyectil viajaba a un kilómetro por segundo. Cuando el hombre trepaba para dar el último salto al trineo, los renos se movían impacientes deseando avanzar.  

“Jo-jo-jo-jo” fue lo último que alcanzó a escucharse antes de que el trineo arrancara, justo un par de segundos antes de que el proyectil impactara el edificio. El cielo, iluminado por estallidos atroces en tierra, fue testigo de la más extraordinaria navidad para aquella pareja. Más sorprendente, incluso, que para todos aquellos quienes vivieron ese año: una Navidad en paz...



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