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Hechizos para niños
Publicación:06-02-2023
TEMA: #Agora
“Cuando tengas la llave en tu poder, ponte los zapatos y podrás escapar volando”
Las zapatillas verdes
Carlos A. Ponzio de León
En un reino antiguo y lejano, apartado de ríos, seco como la luz del sol en los trópicos cuando nos mira de frente, había dos comarcas vecinas cuyos reyes estaban enemistados. Eran hermanos de sangre, pero uno había sufrido infidelidades por parte de su reina, lo cual había transformado su carácter en el de un ser airado con la vida, y lo había hecho amigo de un nuevo placer: provocar el enojo de su propia población. De pronto instauraba impuestos que extraían la riqueza acumulada durante años por sus súbditos y que empobrecía más a los necesitados. Descuidaba los servicios de salud, recortaba el gasto en medicamentos para el pueblo y se olvidaba de mantener el orden en su comunidad. Ese rey gobernaba en el lado sur de la región. En el lado norte, su hermano envejecía de tristeza porque su pueblo estaba necesitado de ayuda. Requería importaciones de madera para mantener las casas calientes en el invierno, y le hacían falta los granos para las temporadas de sequía, ya que en el lado norte no había bosques, ni lugares sin plagas para mantener reservas de comida. Los hermanos cada vez se hablaban menos entre ellos, y la abundancia del sur poco le servía de ayuda al norte. Hasta que un día, el triste rey del norte murió. No tardó el rey del sur en llegar a la comarca vecina con soldados a caballo, presurosos en sembrar el pánico y dispuestos a seguir las órdenes superiores para tomar el control del reino del norte.
Cuando ambos reinos estuvieron unidos bajo la mano dura del tirano, el soberano mandó construir silos metálicos al pie de una montaña y ahí escondió las reservas de maíz y frijol que había en el reino, las cuales puso bajo una llave que escondió debajo de su propia cama. Dos meses después. vino un tiempo de sequía que dejó a los dos pueblos necesitados de reservas para sembrar y estar preparados con comida para el siguiente año. Cuando la población notó la hambruna que se avecinaba, si no se preparaban para ella sembrando las reservas de granos, organizaron una comitiva que iría a hablar con el rey intentando, de esta manera, tocar su corazón y poner remedio a la peligrosa situación que se aproximaba.
El rey fue enérgico: Les negó su petición y mandó colgar a quienes habían organizado aquella visita a su castillo. Cuando el pueblo se enteró, el temor cubrió con polvo negro cada rincón de las casas, ensombreció los rostros de los habitantes y dejó un aire helado en las habitaciones. Excepto en el cuarto de Pedrito.
Se trataba de un niño de ocho años que vivía con su abuela. Le gustaba jugar con espadas imaginarias, cabalgar en caballos que se inventaba y soñaba con un día: gobernar aquellas tierras. Ya había corrido el rumor de que la llave que abría el almacén de granos estaba escondida bajo la cama de déspota que gobernaba al pueblo. Así es que cuando Pedrito supo lo que sucedía en el reino, pensó que tendría la solución. Habló con su abuela y le dijo que él podía esconderse en algún carro de los que llevaban provisiones al castillo. La abuela se sobresaltó e hizo esfuerzos para persuadirlo, pero parecían en vano. Pedrito estaba decidido a ayudar a la gente. Entonces la abuela le dijo que ella había mantenido un secreto durante muchos años. Unos zapatos voladores habían sido fabricados por el abuelo antes de morir y nuca habían sido usados. La abuela llevó a Pedrito al ropero y sacó unas zapatillas verdes de una repisa escondida detrás de la ropa.
La vieja le dijo a su nieto “Cuando tengas la llave en tu poder, ponte los zapatos y podrás escapar volando”. Pedrito le prometió que así haría. Y esa noche, el niño se dirigió al centro del pueblo, de donde salían los carros jalados por caballos, llenos de provisiones para el castillo: sandías, melones y uvas eran transportadas en cajas enormes para consumo del rey. Pedrito logró esconderse entre las frutas.
Esa madrugada, el carro en el que Pedrito viajaba llegó al castillo. “Colóquelo detrás de aquel muro”, le indicó el guardia del castillo al cochero. “Mañana por la mañana los cocineros desempacarán las frutas”. Y por la mañana, Pedrito ya estaba listo, escondido en una recámara junto a los aposentos del rey. Cuando el monarca salió de su cuarto, Pedrito se introdujo en él.
Junto a la cama del rey, Pedrito se agachó. Entonces escuchó un ruido. ¡Era la puerta que se abría! Se metió debajo de la cama y pudo ver dos pares de piernas que entraban. Se trataba del rey y alguien más. “¿Por qué piensa usted, señor ministro, que debo cambiar el escondite para la llave de la bóveda de granos?”. “Su majestad, su recámara no es un lugar seguro. Alguno de los guardias podría introducirse y robarla”. “Tiene usted razón, señor ministro. Voy a sacarla de ahí y le buscaremos un mejor lugar”. Entonces el rey se agachó debajo de la cama y encontró a Pedrito saliendo por el otro lado, con la llave entre sus manos. “¿Qué? ¡Un intruso, señor ministro!”, y ambos corrieron tras Pedrito, quien se dirigió a la ventana para salir volando con sus zapatillas puestas. Tanto el rey como su ministro corrieron tan rápido, que cuando Pedrito logró salir volando por la ventana, el rey y su ministro no pudieron detener sus carreras y cayeron por la ventana: tres pisos de altura hasta el jardín del palacio. Cuando los guardias se acercaron, los encontraron sin vida.
La fiesta del pueblo duró una semana. Festejaron a Pedrito con hurras y vítores que se escuchaban hasta otras regiones. Lo comunidad decidió nombrarlo príncipe de las dos comarcas y Pedrito gobernó con amor aquellas antiguas y lejanas tierras.
Magia fraguada en el cielo
Olga de León G.
Nunca sabían cuándo sucedería, pero sí sabían -por desgracia- que la historia se repetiría: Dios aún no les había hecho el milagro, así lo sentían en su infantil corazón e ingenuo pensamiento, Carmencita y Miguelito.
Por eso, esa tarde, después del colegio y tomar su merienda en casa, se miraron y a una seña de la niña, que era la mayorcita, Miguelito entendió que debían hablar. Agradecieron a su mamá por el chocolate y el panecito y se levantaron de la mesa, para encaminarse al cuarto donde hacían sus tareas escolares.
Dos pequeños escritorios y una silla detrás de cada uno con una lámpara también en cada mesita y dos libreros, más un sillón mecedora doble y un tapete en el centro de la habitación, constituían el entorno de ese su cuarto de lectura y estudio.
“¿Qué haremos ahora?”, le dijo el niño a su hermanita. “Esperemos a que se duerman y vamos a la casa de la vecina, que todo mundo dice que es una bruja”, sugirió Carmencita. “¿Recuerdas que papá y mamá siempre regresan con un té que les da la señora bruja?, y que seguramente se lo toman, porque cuando eso pasa, nunca sucede lo otro: los pleitos”.
“Sí, me acuerdo… Vayamos a decirle que les dé mucho té”, dijo Miguelito. “No, hagamos que nos lo dé a nosotros, diciéndole que ellos nos lo encargaron para tenerlo siempre en casa”. “No sé si será buena idea, hermanita; no sea que se nos pase la dosis y los pongamos a dormir para siempre, en lugar de solo ponerlos alegres y felices, como se escucha tras la puerta de su cuarto cuando se lo toman”. “Encarguémosle a Dios el milagro”, así, la niña cerró el diálogo.
Miguelito tenía ocho años y Carmencita nueve. Los niños sufrían cuando escuchaban los pleitos entre sus padres… Su papá levantando la voz y dirigiéndole feas palabras a su mamá, mientras esta suplicaba llorando que se calmara… A veces pareciera que alguno arrojaba cosas contra la pared o los muebles y hasta rompía o quebraba algo. Otras veces, los pleitos, gritos y amenazas eran delante de ellos. Esa tarde, después de lo que acordó Carmencita con su hermanito, simularon que ya se irían a dormir… Su padre había llegado, su mamá lo atendía para servirle la cena.
Los niños fueron a ponerse pijamas. Era temprano en la noche. Regresaron al comedor solo para darles un beso a sus papás y que mamá les diera su bendición. Ellos no imaginaban lo que vendría después y de cuánto bien les haría esa bendición.
Pasados unos minutos, salieron por la puerta trasera y se encaminaron hacia la casa de la bruja, a quien ya le habían dicho a mediodía, al regresar del colegio y antes de entrar a su casa, que si podían verla en la noche temprano. La mujer les sonrió y dijo que los esperaría. Luego, felices porque habían conseguido la pócima mágica, regresaban a su casa.
Cuando cruzaban la acera: se escuchó un rechinido de neumáticos, seguido de un angustioso grito del presagio de una madre. Tras ella salió el padre, y abrazando a su mujer, cayó de rodillas junto a sus dos niños tirados en el asfalto. Quienes con una hermosa sonrisa dibujada en su rostro, y la mirada vuelta hacia el cielo, pronunciaron: “Gracias Diosito, nos hiciste el milagro, ¡papá y mamá abrazados: ya no volverán a pelear!”.
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