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Hay noches que parecen infinitas

Hay noches que parecen infinitas


Publicación:07-08-2022
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El hijo de Don Luis creía en los milagros, solo que no sabía cómo pedirlos para alguien más

Nunca sabemos cuál será la penúltima.

Carlos A. Ponzio de León

      Un par de vecinas lo vieron caer en la calle, mientras paseaba a su perrita. El viejo de setenta y cuatro años se desplomó súbitamente, de la nada le temblaron las piernas y cayó de lado, para luego girar boca arriba. Las mujeres salieron de la cochera y se acercaron para preguntar cómo se encontraba. El hombre apenas mostraba un poco de consciencia. “¡Es Don Luis!”, dijo una de ellas. “Déjame voy por la camioneta”. “¿Cómo se encuentra, señor?”, preguntó la que permaneció junto a él. Escuchó un gemido como respuesta. Segundos más tarde, el viejo logró decir: “No me aguantaron las piernas”, e intentó levantarse, sujetando aún en la mano derecha la correa de su perrita. Con dificultad pudo sentarse. “Déjeme lo ayudo. Voy a meter a su mascota al carro”. Luego lo incorporó y lo ayudó a trepar en el asiento de atrás. La dueña del vehículo condujo dos cuadras y media. La que venía como copiloto fu la primera en descender para tocar a la puerta de la casa. La mujer de Don Luis abrió. “Doña Lupita, hallamos a su marido tirado en la calle. Parece que le fallaron las piernas. No sabemos si se golpeó la cabeza; no puede hablar muy bien”. Para ese momento, Don Luis ya venía por su propio pie acercándose a la puerta. La conductora lo vigilaba detrás, con la perrita en brazos. Subió él solo al recibidor de su casa y se mantuvo parado, escuchando cómo su mujer le hacía preguntas. “Ya estoy bien, Lupita. No sé por qué me fallaron las piernas”. El silencio entre los dos era el puente a través del cual, el sonido del televisor iba y venía de una pared a otra. “Lupita”, de pronto dijo Don Luis, “llévame al hospital, creo que me voy a volver a caer”.

      “Tu papá se cayó, estamos en el IMSS”, le escribió Doña Lupita a su hijo por celular, luego de que este les intentó marcar a través de videollamada y la conexión falló. “Parece que se debe quedar toda la noche y no hay camas, lo tienen en una silla de ruedas. Ahí se quedó dormido”. A mil kilómetros de distancia, el hijo le escribió a Doña Lupita: “Vete a dormir, Mamá. Nada más pregunta a qué hora puedes pasar por él en la mañana”. Había sido una microembolia cerebral. Un coágulo de sangre que se había formado, desprendido de algún vaso sanguíneo, se trasladó al cerebro. Eso les explicó el doctor en turno. De ahí vinieron más exámenes y más descubrimientos: El deterioro cerebral que le iba destruyendo la memoria, los niveles elevados de azúcar en la sangre y finalmente, el cáncer en estado avanzado. El hijo de Don Luis viajó por carretera los mil kilómetros de distancia durante esa Navidad, para presenciar todos y cada uno de los diagnósticos. Al final, simplemente no podía desprenderse de la casa paterna. Y entre las vueltas que daba a tomar café tratando de distraerse y de resolver problemas de trabajo a la distancia, contrajo Covid. Fue muy tarde para cuando lo descubrió. Don Luis comenzó a pasar noches de temperatura que solo se le bajaban con dosis fuertes de medicamentos.

      El hijo de Don Luis creía en los milagros, solo que no sabía cómo pedirlos para alguien más. Comenzó a ir a la Iglesia. Observaba a la gente que iba y venía en la capilla, y que el círculo de rezos nunca se apagaba, ni el lugar se quedaba solo. Para cuando la estadía del hijo llegaba a su fin, algunas pequeñas mejorías podían notarse en Don Luis. El hijo invitaba al viejo a tomar un café de vez en cuando. ¿Sería la última vez que se verían? Luis chico no dejaba de agradecerle al viejo por todos los recuerdos con los que se quedaba. 

      El penúltimo día de su estadía, a Luis, el hijo, le tocó acompañar a los viejos para que Don Luis recibiera la primera vacuna con la que se le trataría el cáncer. Saliendo del hospital, el viejo dijo: “Esto pica como chile, y no sabes las ganas que traigo de una cerveza. Una negra modelo. ¿Cómo ves, Luisito? La penúltima, porque la última será cuando me muera”. El muchacho respondió: “En unos meses, Papá”. 

      Y Luis chico se imaginó en el asiento trasero de un taxi, viajando con su padre, recorriendo la ciudad de Monterrey hasta llegar a la calle de Madero, bajando en la esquina con Diego de Montemayor, para luego entrar al bar de paredes exteriores color crema, con aire acondicionado, repleto de jueces y abogados, y de gente joven y vieja. Pensó en su Padre ordenando cerdo enchilado y un par de cervezas acompañadas por otro par de tequilas. Si tan solo hubiera otra oportunidad, se quedó pensando Luis el chico.

Un día como cualquier otro

Olga de León G.

De noche cuando me acuesto 

y las estrellas titilan a lo lejos

me parece escuchar sus voces,

acompasadas por gaitas y liras.

Dicen que soñar con nuestros muertos

no es cosa de azar ni de albures.

Quizá sea querer estar con ellos

o pedir su ayuda, para seguir 

viviendo, en este terrenal mundo.

Ya no sueñes amor, 

con los que se fueron.

Quédate conmigo,

sigue soñando algo

que de ilusión y amor 

llene tu noble corazón.

La noche se anuncia como larga.

Mas prefiero una noche eterna 

e infinita 

que muchos días sin sol.

Por el resto de mis días…

Que siempre sean: 

¡como cualquier otro día!

      



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