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Hay fiesta en el cielo por un pecador que se convierte

Hay fiesta en el cielo por un pecador que se convierte


Publicación:05-09-2020
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El modelo a imitar, entonces, es el amor de Jesús a los hombres

En el Evangelio de hoy Jesús da normas a sus discípulos sobre cómo proceder cuando un miembro de la comunidad peca: "Si tu hermano peca...". Podemos decir a priori que esas normas de Jesús serán parte del precepto suyo fundamental del amor: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,12).

El modelo a imitar, entonces, es el amor de Jesús a los hombres. Pero el amor de Jesús consiste en que, viendo que nosotros, a causa de nuestros pecados estábamos destinados a la perdición, él entregó la vida por nuestra salvación: "Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación... se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado". Y San Juan afirma que este amor es algo nuevo, desconocido antes de Cristo: "En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por nosotros" (1Jn 3,16). El mismo precepto del amor lleva al apóstol a esta conclusión: "También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (Ibid.).

Si Cristo dio la vida para liberarnos del pecado y de la condenación, el discípulo de Cristo no puede quedar indiferente ante el pecado de su hermano, no puede quedarse tranquilo cuando ve que su hermano se pone en estado de condenación. Movido por el amor al hermano, tiene que hacer todo lo posible para obtener su conversión. Es más, si hemos de amar como Jesús nos amó, tenemos que estar dispuestos a dar la vida para que el hermano se salve.

Puesto este principio, lo demás es cuestión de procedimiento: "Repréndelo, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos... Si los desoye a ellos, diselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano".

Si, ante la Iglesia, el pecador se obstina en su pecado, entonces el mismo precepto del amor exige excluirlo de la comunidad. Más le conviene al pecador que la comunidad lo excluya a que la comunidad legitime su situación. En el primer caso, existe la posibilidad de la conversión; en el segundo caso, no tiene remedio. Ante el hermano que se obs-tina en ser un pecador público, San Pablo aclara: "Al escribiros en mi carta que no os relacionarais con los impuros, no me refería a los impuros de este mundo en general o a los avaros, a ladrones o idólatras. De ser así, tendríais que salir del mundo. ¡No!, os escribí que no os relacionarais con quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, difamador, borracho o ladrón. Con ésos ¡ni comer!" (1Cor 5,9-11).

Si la comunidad acogiera al pecador voluntario y obstinado, ¿cómo podría cumplirse la promesa de Jesús?: "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". No puede reunirse "en el nombre del Señor" el mismo que "pisotea al Hijo de Dios, y profana la sangre de la alianza que lo santificó" (Heb 10,29).

La actuación de la Iglesia está movida por el amor de Dios que consiste en procurar la salvación eterna de los hombres. Por eso a veces usa medidas extremas, pero siempre medicinales. Apenas alguien se arrepiente de su pecado, la Iglesia hace fiesta y lo abraza nuevamente como hermano.



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