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Hay de cochinitos a cochinitos

Hay de cochinitos a cochinitos


Publicación:17-04-2021
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Había una vez una alcancía de cerámica en forma de caracol, del color del cobre quemado

El cochinito con forma de caracol

Carlos A. Ponzio de León

      Había una vez una alcancía de cerámica en forma de caracol, del color del cobre quemado. Llegó a casa de su dueño como regalo de navidad, de parte de la hermana de su mujer. Había sido sugerencia de su esposa, pensando en un soñado viaje a Europa. Nunca habían cruzado el Atlántico y consideró que con la alcancía podrían juntar lo suficiente y comprar los boletos de avión. Tampoco había preguntado, ni siquiera buscado en internet: el precio del vuelo a Paris, Londres o Madrid. Pero la alcancía era grande y seguramente podría llenarse, eventualmente, con lo suficiente. La cerámica sería mejor hucha que una botella de plástico de Coca-Cola, pues siendo transparente, esta última podía representar una tentación para doña Susa, la mujer que de vez en cuando ayudaba con la limpieza del hogar.

      La alcancía recibió su primera moneda, de cinco pesos: el mismo veinticinco de diciembre. Y cada dos o tres días, cuando el señor de la casa regresaba al hogar para la comida, su mujer le pedía veinte pesos con el fin de que el lavacoches le diera una pasada con agua y trapo a su auto. Pero en realidad, lo que sucedía era que: mientras su marido tomaba la siesta, era la mujer quien lavaba el coche y metía el billete de veinte pesos dentro de la alcancía

      Pasaron los meses y la alcancía fue haciéndose más pesada: por el metal monetario que su dueño introducía en la ranura cuando su mujer le preguntaba: “¿Ya le echaste al cochinito-caracol?” Entonces, él, sin muchas esperanzas de que aquello fuera a ser de utilidad, se levantaba de la mesa y se dirigía a la repisa de la sala, donde depositaba una moneda. Luego se sentaba en el sillón, se quitaba los zapatos con suelas de cuero rígido y se sacaba la camisa tirándose panza arriba para dormir la siesta. “Vete a la cama”, le decía su mujer, y lo levantaba para acompañarlo.

      Un día que la señora Susa hacía el aseo, se acercó a la repisa moviendo la alcancía por descuido: la hizo descender en trayecto al piso. La señora Susa metió ambas manos y logró sostenerla en el aire. Sintió cómo se le esfumaba el alma y luego le volvía, mientras su corazón puso en marcha el vuelo de un grito.

      Nadie la escuchó. Respiró profundo y se sentó unos segundos en la sala hasta calmarse.

      Pocos días después, el señor de la casa llegó al hogar más temprano de lo normal. Timbró a la puerta de su propio hogar en lugar de abrir con su llave. “¿Y el carro?”, le preguntó su mujer al verlo. “Me despidieron”, respondió él. Ya había entregado el auto y los papeles en la oficina. La alcancía-caracol dejó de recibir monedas y billetes, y comenzó a ser testigo de las levantadas tardes de su dueño, y de sus desveladas revisando puestos de vacantes por internet.

      Los ahorros fueron agotándose, provocando que la alcancía se viera, a los ojos de la pareja, cada vez más frágil y necesaria para la sobrevivencia. ¿Qué podían hacer con ese ahorro, que valiera la pena quebrar el caracol? ¿Cuánto dinero contendría? Hasta que un día, al señor de la casa le apareció una entrevista de trabajo con un antiguo jefe. Lo citó en un restaurante caro. “No la destruyas todavía”, le dijo la mujer a su marido. “Llévatela a la comida. Si tienes que pagar, la quiebras en el baño”.

      El hombre salió con dos horas de anticipación. Caminó cuadras, abordó metro, transbordó y caminó más cuadras para llegar al restaurante del hotel donde sería la reunión. Llegó puntualísimo a la cita. Dejó encargado el caracol con la anfitriona y se fue a sentar a una mesa al fondo. Su exjefe ya estaba ahí, quien le habló del nuevo proyecto que tenía en puerta: Había sido invitado a laborar en la banca privada para diseñar programas de educación financiera que se difundirían entre los jóvenes, para que ahorraran. “No estoy seguro de que sea un trabajo para ti”, le dijo el exjefe, “¿qué podrías aportar?”

      El hombre habló de las estrategias que había aprendido, de su mujer, para ahorrar. “También las pueden implementar los jóvenes”, terminó diciendo. Su jefe miraba su plato de comida, sin decir nada. Terminaron de comer los camarones al ajillo en silencio y ya no pidieron otra copa de vino. El jefe ordenó la cuenta. “Dejé la cartera en el auto, voy por ella”. “No te preocupes, yo invito la comida. Cuando nos paguen, tú invitas”. 

      El hombre comenzó su nuevo trabajo y el cochinito-caracol, sin embargo, no incrementó su peso. El nuevo salario era exorbitante y el hombre comenzó a alimentar la alcancía con billetes de cien pesos. Al año, la hucha fue llevada al patio y pulverizada con toda gloria: estalló su brillo de oro ante un par de golpes de martillo. La pareja hizo su viaje de dos semanas. Conocieron las capitales de Europa y recordarían el cochinito-caracol durante el resto de sus vidas, el cual, por supuesto, estaría muy contento en el cielo de las alcancías por haber vivido hasta cumplir las expectativas que se habían puesto en él.

      

Una marranita de fino andar

Olga de León G.

      Lucero sonríe mientras me cuenta, que los animales que tenía en su incipiente rancho, su padre, eran todos de raza fina.

      El hombre tenía tiempo de estar acariciando la idea de comprar algunos marranos, aunque fueran solo tres: dos machos y una hembra, para empezar una crianza para engorda y venta. Vacilaba en tomar la decisión porque no disponía en ese momento del capital suficiente. 

      El padre de Lucero había nacido en Monterrey, pero había pasado buena parte de sus años de niño y de la primera juventud en El Castillo, donde vivía su propio padre, quien nunca se acomodó a la capital, y prefirió regresar al pueblo. 

      Desde allá, el abuelo Bucho -padre del papá de Lucero- enviaba a la familia algunas frutas y víveres en general, así como animales de crianza para los patios citadinos, como gallinas ponedoras con su respectivo gallo, para que siempre tuvieran su mujer e hijos huevos frescos, no de los refrigerados de la ciudad.

Ahora, hacia la sexta década del mismo siglo veinte, aquel que fuera el último hijo de don Bucho y mamá Fina, daba forma a una ilusión por años acariciada, tener su rancho, me cuenta entusiasmada Lucero. El padre quería que sus hijos, aprendieran a amar la vida más o menos rural, en contacto con la naturaleza. 

      Para entonces, el rancho contaba con una presa, un pozo de agua cerca de los corrales, una bodega, una casa para el ranchero y su familia, varios borregos de raza criolla o de cruza, Merinos; marranitas Yorkshire de piel rosada, gallinas ponedoras y algunas construcciones para otros animales, como el establo para las vacas de ordeña.

Un día, el padre llevó a su mujer e hijos menores, pues los dos mayores estaban estudiando ya en el extranjero, aprendiendo otra lengua, al rancho. Quiero que todos mis hijos estudien una carrera y que hablen al menos un idioma más, puede ser la lengua de nuestros vecinos. Un día la necesitarán. 

      Como cuando los que vinieron a instalar cerca de los corrales, la bomba del agua para abastecerlos, una Pump Jack, necesitó -uno de ellos-  de traductor para entender bien nuestro español. Lo único que no se le dificultó mucho al güero, contaría un día mi padre, me sigue relatando Lucero, fue el nombre de las cervezas que quiso tomar el día que se concluyó la instalación. 

      “-Oye, Jim, -le dijo el dueño del rancho, -quiero ofrecerte una cenita de carne asada y una bebida para brindar por tu obra. Qué tipo de carne prefieres y cuál cerveza. -A lo que el Güero le respondió: -con unas seis “Cuachas Blancas”, y aunque no haya carne, por mí, “It’s okey”.

      Todos los allí reunidos, trabajadores y dueño, rieron alegremente. Por siempre entre ellos, se quedó el nombre de “Cuachas blancas” para las cervezas Carta blanca. 

      Y el día en que, por fin, iban a ofrecer a una de las marranitas en venta, tras haberla aseado, la mujer del ranchero la retiró del lodo para que no se revolcara, en su instintivo acto de bañarse, pues ya le había colocado una banda con moño amarillo por un lado en el cuello. Ese día, toda la familia estaba allí. Y los dos hermanitos menores empezaron a llamarla: Lucy, “Lucy que guapa te pusieron hoy”, le decían riendo. Todos al escuchar como la llamaron los niños, festejaron la puntada, pues era el nombre de su hermana mayor.

      Lucero muy digna, nada dijo, solo empezó a retirarse caminando lentamente en dirección al auto de su padre.

      No te enojes hijita, dijo la mamá. Le pusieron así porque camina apretadita y elegante, como tú. La adolescente hizo como que nada escuchó y siguió caminando. Llevaba una sonrisa en el rostro y una lágrima rodando por cada mejilla.

      Ahora, después de tantos años, Lucero pinta su rostro de alegría y mira hacia el cielo sintiéndose amada.



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