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Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo

Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo


Publicación:10-09-2023
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La condición infalible es estar reunidos «en el Nombre de Jesús» y esto significa estar en plena comunión con Él

En el Evangelio de este Domingo XXIII del tiempo ordinario leemos una parte del así llamado «discurso comunitario o eclesial», que es uno de los cinco discursos en que Mateo organiza la enseñanza de Jesús, en este caso, la enseñanza que tiene relación con la vida de la comunidad de sus discípulos.

Jesús trata el tema doloroso del pecado de algún miembro de la comunidad. ¿Es posible que en la comunidad de los redimidos por Cristo con su muerte en la cruz haya pecado? En la respuesta a esta pregunta se pasa desde un extremo a otro. En efecto, San Juan en su primera carta escribe: «Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el Engendrado de Dios lo guarda y el Maligno no lo toca» (1Jn 5,18). El evangelista Juan, a menudo, escribe teniendo en mente el más alto nivel de vida cristiana, el nivel del que «ha nacido de Dios». Y ¿quién es este? Responde él mismo: «El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1Jn 4,7). Esta definición corresponde, en primer lugar, a Jesús, pero también a todo el que cumple su mandamiento: «Este es el mandamiento mío: que ustedes se amen los unos a los otros como Yo los he amado» (Jn 15,12). La medida del amor de Jesús a nosotros es la entrega de la vida. El que cumple este mandamiento «no peca». Pero existe también el extremo opuesto, como lo describe San Pablo en su carta a los corintios: «Sólo se oye hablar de fornicación entre ustedes, y de una fornicación tal, que no se da ni entre los gentiles» (1Cor 5,1). En realidad, la Iglesia tiene en su seno a santos y pecadores y, por eso, ella misma es «al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación», como la define el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Iglesia «Lumen gentium» (LG 8,3).

Jesús, en este mismo discurso, se pone en el caso de que alguien escandalice a un pequeño -le ponga un obstáculo para su fe-, y asegura: «Más le conviene que le aten al cuello una piedra de molino y sea hundido en el fondo del mar». Podríamos pensar que, dicho esto por Jesús, no habrá escándalos en la comunidad de sus discípulos. Al contrario, Él mismo agrega: «Es necesario que vengan escándalos».

El Evangelio de hoy está precedido por una sentencia de Jesús que expresa la voluntad de Dios: «No es voluntad del Padre celestial de ustedes que se pierda uno solo de estos pequeños». Tampoco debe ser voluntad de los hijos de Dios. ¿Qué deben entonces hacer? Aquí comienza el Evangelio de hoy.

«Si tu hermano peca, vete y reprendelo, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano». Jesús está dando un mandato. Si la voluntad del Padre el cielo es que ninguno se pierda, ante el pecado del hermano, entre los hijos de Dios, no cabe la indiferencia. Se trata de un hermano cristiano, pero rige con mayor razón para el caso de un hermano carnal. El pecado es una ofensa contra Dios que pone a quien lo comete en estado de condenación. ¡La indiferencia es falta de amor al hermano! Y esta falta de amor puede ser un pecado más grave que el cometido por él. Jesús se pone primeramente en el caso feliz de que el hermano, escuchando la reprensión, recapacite, se arrepienta de haber ofendido a Dios y se convierta: «Habrás ganado a tu hermano». Este resultado compensa cualquier molestia.

Pero se pone también en el caso de que no escuche y se obstine en su pecado: «Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos». Ahora Jesús se pone solamente en el lamentable caso de que tampoco escuche a esos testigos. Aun en este caso, queda un último recurso: «Si los desoye a ellos, díselo a la Iglesia». Si desoye a la Iglesia, ya no hay otro recurso: «Si desoye también a la Iglesia, sea para ti como el gentil y el publicano». En este texto recurre dos veces en boca de Jesús la palabra griega «ekklesía». Ya hemos dicho que este es el término adoptado por los cristianos para llamar a la comunidad cristiana y que esta es la que está edificada por Cristo sobre Pedro. Esta es la comunidad de los que se reúnen con Cristo en el centro. Por eso, traducir simplemente por «comunidad» es poco preciso y suscita la pregunta: ¿Cuál comunidad? Si se traduce por «Iglesia», tal como está escrito, se sabe de qué comunidad se trata. Es la comunidad de aquellos por quienes Cristo se entregó a la muerte: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25).

La sentencia de la Iglesia queda confirmada por Dios, según la declaración de Jesús: «En verdad les digo: todo lo que ustedes aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo». La misma garantía que había dado Jesús a Pedro personalmente la da ahora a la Iglesia (Mt 16,19). Dios no puede contradecirse. Por eso, esta promesa rige para la Iglesia solamente cuando está en plena comunión con Pedro, es decir, cuando es verdaderamente la Iglesia de Cristo, porque solamente ésta está fundada sobre Pedro.

Jesús agrega otra promesa, que no siempre consideramos seriamente: «En verdad les digo también: que, si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que pidan, se les concederá de parte de mi Padre que está en el cielo». ¿Cómo es posible esto? Es posible, si se cumple esta condición: «Donde están dos o tres reunidos en mi Nombre, allí estoy Yo en medio de ellos». La condición infalible es estar reunidos «en el Nombre de Jesús» y esto significa estar en plena comunión con Él, no deseando más que lo que Él desea. Y sabemos lo que Él desea. Según la carta a los Hebreos, Él es quien cumple el Salmo que anuncia a uno que, viniendo, dice: «He aquí que vengo a hacer -¡oh Dios!- tu voluntad» (cf. Heb 10,7; cf. Sal 40,8.9). La promesa de Jesús es un llamado a tener en el centro de nuestra vida y en el centro de la Iglesia a Cristo y esto se obtiene teniendo su misma voluntad, que expresamos continuamente en el Padre Nuestro: «Hagase tu voluntad en la tierra como en el cielo», que significa más precisamente: «Hagase tu voluntad en mí». Esta es la condición que obtiene de Dios todo lo que pidamos.



« Felipe Bacarreza Rodríguez »