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Gotas que no terminan de caer

Gotas que no terminan de caer


Publicación:10-09-2023
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Siente un soplo: helado porque la tormenta invernal se aviva o porque su propio cuerpo ha enfriado el amanecer...

El silencio de un grito

Olga de León G.

Iba la hormiguita camina que camina cuan raudo y veloz, ella podía. No miraba para arriba, no miraba hacia abajo, no miraba a los lados, no miraba hacia ninguna parte. Solo veía hacia su pensamiento y pareciera que leyera algo que tenía fresco y reciente escrito en el corazón, porque de cuando en cuando brotaban de sus minúsculos ojitos lagrimitas entre rojo bermellón o granada que se desgarra en granitos húmedos que rodaban hasta el suelo. No podía parar ni de andar ni de llorar...

Para su buena fortuna, salió -quién sabe de dónde- el elefantito azul. Puso una de sus patas delante de ella y le habló: ¿Qué te sucede hormiguita?, ¿por qué esa prisa, y ese rostro húmedo, pintado de rojo más intenso que el de tus chapitas?

La hormiguita reaccionó sorprendida y apenada, al ver a su amigo cruzando por el mismo camino.

Ahora sí, con la cabeza gacha, respondió: no esperaba encontrarme contigo, amiguito querido. No me gusta dar lástimas ni molestar o preocupar a los amigos.

Pero yo no soy un amigo cualquiera... ¡Soy tu mejor amigo! El que te cuida cuando lo necesitas y se te aparece en esos momentos especiales de tristeza y dolores, que a nadie nos gusta confesar, pero que todos tenemos eventualmente. Con que vamos dejándonos de discreciones y hablemos como amigos, o solo callemos y démonos un abrazo con las miradas, en el silencio que se respira en este viento que hoy trae sordina.

Gracias elefantito. Hoy no quiero hablar. Ya he hablado demasiado. Necesito callar y escuchar el eco de mis pensamientos, esos que ocultamos, a veces, hasta de nosotros mismos. Hay algo que creo que sí puedo hacer: fingir que no estás aquí y hablar conmigo misma, si me escuchas, nada digas, deja que saque mis cuitas, mis dolores y preocupaciones, como quien tiende ropa al sol, pero no quiere que nadie la vea... No sea que la tilden de "pobre" por no tener secadora de ropa, por pretender ahorrar un poco de energía eléctrica, o por anticuada que prefiere el sol a la modernidad.

De acuerdo, hormiguita, ya ni estoy aquí ni te veo, ni me veo ni me ves. Dicho lo cual, la hormiguita entró en calor y sus antenitas alertas, se pusieron muy atentas a los pensamientos que saldrían por boca de sí misma, o vueltos magia serían tele transportados y puestos en una virtual pantalla donde podrían ser vistos... Pero, solo por ojos inteligentes y amigos de la magia y de la hormiguita y el elefantito azul.

Primero, el cielo se nubló, luego se oscureció totalmente. Las estrellas se escondieron y las nubes casi invisibles lloraron para dentro de sí, sin dejar caer una gota: sufrían, junto con nuestra colorada amiga, la desgracia inconmensurable de su espíritu en crisis existencial.

Quiénes pudieran describir el alma atormentada de un ser cualquiera como el de una hormiguita convertida, durante los últimos años, en cuidadora de su compañero de vida, sin que se sientan empequeñecidos y guiñapos del destino; ese, que quisiera llevársela, a ella también, a Comala: Tierra maldita de las almas desamparadas. 

El elefantito azul, -amigo de nuestra hormiguita colorada- al leer esto último en la tele pantalla virtual que la fuerza kinestésica del pensamiento de la hormiguita, dejaba ver entre suelo, montañas y cielo, quedó paralizado. Y vio, así, el pensamiento de su pequeña amiga, vuelto transparente y claro, sin dobleces, ironías ni mentiras: solo la verdad escueta, como el dolor que la invadía.

Como un eco muy agudo y muy grave a la vez, por extraño que parezca, se escuchó salir un grito enternecedor y atormentado de la garganta de la hormiguita: un "Nooo" prolongado y doloroso, y luego un "silencio insoportable".

Todo había sido dicho. Nada más había pendiente por hacer. La hormiguita salió a recorrer un poco del camino tantas veces andado y a dejar salir lo que la mataba por dentro: la impotencia y pequeñez de sus fuerzas ante el final inevitable y próximo de su compañero de vida: por fin, se iría de Luvina, dejaría atrás al viento seco y ardiente del cerro de Luvina, donde las mujeres son como sombras pegadas a las paredes en las madrugadas que salen por agua... Y luego, a caballo o volando como un águila llegaría a Comala, para reconciliarse con su padre, el padre de todos.

Cayó del cielo

Carlos A. Ponzio de León

Cayó del cielo sin caer al suelo. Podía observarse suspendida en el aire: una alfombra de cristales cuajados mientras abajo, las flores y la superficie del pasto aguardaban su baño. Por desenterrarse se encontraba el amanecer, debajo del horizonte, mientras los globos cristalinos esperaban el sonar de las trompetas, tan, tan, tan cantarían los rayos de bronce: indicando al rocío que era momento para satisfacer su temprana tentación: palpar con su espesor las sedientas rosas, y finalmente estallar, como chorro erguido en volcanes empapados, sobre los anhelados pétalos. Cielo y suelo unidos por la gravedad hinchada de un humedecido instante.

Sobre el ancho hilo de piedras que cruzaba el jardín, podía llegarse hasta la puerta carcomida de la casa. Entrando había una sala de libreros tapizada, sosteniendo volúmenes escritos con tinta impetuosa, roja como la sangre del corazón; leídos con creadora inocencia, la que florece en las mañanas; en sabiduría encuadernados y titulados con poder y gloria. Rodeaban, pues, al cuarto, los libreros chicos como muñones de árbol que trepan lo que pueden, y otros grandes como gigantes bíblicos que avasallan las paredes, dejando espacio, apenas para un retrato tras un vidrio y una que otra pintura al óleo coloreada. Del otro lado: la cocina y la mujer: la barra, la estufa, el congelador y el fregadero; el sartén, su mango, la mano blanca y el desnudo brazo. Sobre el teflón el par de huevos, sobre la tabla los jamones, sobre el plato hondo la papaya, sobre las pantuflas se yergue una hembra descomunal en belleza. Desnuda como la espada desenvainada, desnuda como la nieve sobre los árboles, desnuda como el desierto y el vuelo debajo de las aves. Quien nació libre pues no tuvo padres, quien creció libre en un pueblo sin leyes, quien es libre porque no hay quien la ate.

El lecho donde duerme, cada noche: derroche de erotismo, denso trasiego de los cuerpos, trasiego de olas en el mar. Una voz le dice a ella, al despertar: "este no es el hombre para ti". Limpia su rastro y lo abandona ahí. Toma sus cosas y abre la puerta; huye la huidora por el hilo de piedras enterrado en los jardines, hasta encontrar el huidizo camino que la lleva hasta su propia casa.

Sobre el lecho abandonado yace un varón herido, herido como el rosal a quien le han robado su rosa más bella, tan bella como el destello colorido de un diamante húmedo, como la humedad de lluvia que anhela el caluroso verano. Un hombre que quiere llorar o morir o matar o hundirse en el pantano. Ni diez hembras curarían su dolor, ni cien reinos en las ciudades, ni su nombre escrito con letras doradas en el inmortal libro de los sabios.

Recordemos que cayó del cielo sin caer al suelo. Y que sobre el ancho hilo de piedras que cruza el jardín, podía llegarse hasta la puerta carcomida de la casa. Que entrando había una sala tapizada de libreros... Y del otro lado: la cocina y la mujer: la mesa, las sillas, los manteles y los cubiertos; el sartén, su mango, la mano blanca y el desnudo brazo. Sobre el teflón el par de huevos, sobre la tabla los jamones, sobre el plato hondo la papaya, sobre las pantuflas: la descomunal belleza. Desnuda como el pétalo de una rosa, desnuda como las alas del colibrí, desnuda como el vuelo de un águila. Quien nació libre pues no tuvo padres, quien creció libre en el pueblo sin leyes, quien es libre porque no hay quien la ate.

Y en aquella lejana recámara se sitúa una cama grande. Alguien duerme sosegado. Descansa el cuerpo y la lejana tormenta apacigua su furia. Se escucha un choque de porcelana contra metal. El hombre desnudo en la cama despierta y estira un brazo: no encuentra a nadie. 

Abre los ojos y la herida se abre. "¡Mujer, mujer!, ¿dónde estás?", grita el varón abandonado. Clamor de dolor profundo en el pecho y corazón, gemido que de placer quisiera fuera, como el de la noche previa.

Siente un soplo: helado porque la tormenta invernal se aviva o porque su propio cuerpo ha enfriado el amanecer... ¿Viene del campo? Mira cómo la puerta de la recámara se abre lenta; detenida. ¿Es ella... con el desayuno? No puede decir palabra porque su boca no se abre, y su boca no se abre porque no sabe qué decir: Ángel o fantasma: vapor húmedo de quien, en la noche, abrazó.



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